Pocos acontecimientos de la historia han dejado una huella tan profunda en la memoria colectiva como el Genocidio de la Segunda Guerra Mundial. De forma constante aquel horror vuelve una y otra vez a través de testimonios, literatura, películas, exposiciones, fotografías. Es el Holocausto.
El genocidio se ha convertido en un sacrifico ritual, en la vergüenza de la civilización occidental, porque esta vez fue en su propio territorio, sobre sus compatriotas y vecinos. Sin embargo, no fue el único próximo en el tiempo y en el espacio, tampoco los judíos fueron la única raza perseguida, ni las únicas víctimas. Tardamos poco en olvidar, y los rencores y odio afloran con la mínima excusa.
Etimológicamente, Holocausto es un término religioso de origen griego, es una ofrenda a las divinidades, el sacrificio de un animal, o ser humano, y que es consumido por el fuego; un acto ritual que se eleva a los dioses. Tras el nazismo perdió su significado etimológico, quedando el original para los eruditos, y como un hito del horror para los demás. El sacrificio de millones de judíos, gitanos, homosexuales, enemigos ideológicos, enfermos genéticos, eslavos, al “dios” de la pureza aria.
Siempre hubo en el hombre europeo, un complejo de superioridad racial que cristalizó en diferentes facetas durante el colonialismo. El concepto del hombre ario, en la cultura contemporánea, que justificó de forma perversa los campos de la muerte, se asienta, curiosamente, en la paleolingüística, el estudio comparado de las lenguas. De la incuestionable existencia del indoeuropeo, el árbol común de un enorme grupo de lenguas que incluye prácticamente a todas las europeas, surge de forma natural la especulación sobre el “pueblo” que lo hablaba, su expansión territorial y su rastro en la historia, cultural en principio, genético después. Y para referirse a esos pueblos, los que consiguieron los mayores logros culturales y sociales de la humanidad, bajo ese prisma eurocentrista, se acude al concepto de la raza aria, la “raza solar”, la de los nobles entre los nobles y, en confusas derivaciones, se llega a la conclusión que los mejores representantes de esta raza son los nórdicos, los germanos.
Afianzándose así frente al enemigo que contamina, esos antagonistas que todo delirio nacionalista necesita para subsistir, los judíos fueron su víctimas más visibles. En muchos casos “ser judío” era tan solo un recuerdo, una anécdota en su historia biológica. Hasta que “ellos” llegaron. El Tercer Reich adoptó como uno de sus objetivos prioritarios la regeneración racial de Europa. Ser judío era una condición innata, racial, que no desaparecía, aunque se intentara integrar en la sociedad. En palabras de Hannah Arendt, se transformó el concepto de judaísmo por el de judeidad.
La Alemania que salió de la Gran Guerra fue una nación humillada y deprimida en todos los sentidos, moral y económicamente. El país, el pueblo germano, necesitaba una reivindicación, unos culpables, una solución y un destino en un momento de crisis económica y social brutal. Había que reivindicar el orgullo de ser alemán ¿qué mejor manera que mediante la exaltación de la raza? Había que evitar la contaminación, mantener la pureza, suprimir a quienes la contaminaban (judíos, gitanos, eslavos, enfermos, corruptos ideológicos, enemigos todos ellos del gran pueblo germano). Era preciso eliminarlos, para conseguir el Reich de los Mil Años.
Y el Holocausto se hizo maquinaria de exaltación nacional: la solución final, la cuestión judía, la cuestión gitana, la eliminación de los defectuosos, de los débiles. Se redactaron las Leyes de Nüremberg en las que, con precisión milimétrica, se determinaba quién podía ser considerado ario, y quién no podía bajo ningún concepto pertenecer a la raza superior.
Entre el populismo y el fanatismo nacionalista, el exterminio funcionaba como una maquinaria de relojería en la que todo se aprovechaba. El sistema, inspirado por la organización industrial de Henry Ford (admirado y condecorado por Hitler, nazi antes de que estos siquiera existieran), que a su vez plasmó en su sistema fabril la forma de trabajar de una planta empacadora de carne Swift & Co, transformó la muerte en una industria macabra.
Hubo otros genocidios, otros exterminios, pero ninguno tan metódico tan organizado, ante la mirada indiferente y cómplice del resto del mundo. Fueron tiempos feroces, de los que pensamos inmunizarnos cuando por fin el horror pudo ser contemplado y juzgado en toda su crudeza. La pregunta natural es ¿cómo una sociedad culta y refinada pudo llegar a ese punto? Tal vez era esperable en otras culturas, en otras latitudes, aquí nunca más se repetiría. Y sin embargo los odios de supremacía nacionalista siguen acechado, y las mentiras mil veces repetidas se convierten en verdades, y se usa el victimismo como excusa, y las venganzas renacen y los oprimidos se convierten en verdugos.
El Holocausto es el acontecimiento histórico que nos ha marcado con más fuerza como sociedad civilizada. Su frío horror nos hizo pensar que era imposible que pudiera volver a ocurrir. Pero lo cierto es que ocurre, y miramos a otro lado para no ver, no queremos ser conscientes de que una y otra vez retornan las mismas batallas. En una rueda sin fin la humanidad vuelve a tropezar en la misma piedra y una parte cree tener derecho a suprimir a “su enemigo”. Mientras, los que quedamos, no queremos creer que sea lo mismo de aquella historia que nos tatuó la tristeza y nos hizo tolerantes a la maldad disfrazada de fe en unas creencias perversas.
Sirvan los artículos de este número de nuestra revista, como testimonio y aviso a navegantes, que las ficciones y las ambiciones nunca lleguen a nublarnos la memoria.
Buenas tardes,
ResponderEliminarAlgunos párrafos de este Prólogo al número de la Revista son excelentes, julia. Creo que no debemos olvidar, porque la memoria nos puede ayudar a ser menos tolerantes con este fanatismo basado en los conceptos que se lanzan de una manera inmisericorde contra el otro.
Gracias por tus palabras,
Gracias Aben, nunca es suficiente el recuerdo de esos lugares oscuros a los que podemos llegar.
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