Kant dice que las cosas no existen hasta que el sujeto no las conoce, es decir, es el sujeto quien concede esa capacidad para que tengan consistencia y su existencia. ¿Podríamos trasladar este pensamiento a lo que sucedió en los años 1944 y 1945 conforme se iba produciendo el avance del Ejército Aliado, tanto en su frente occidental como en el oriental? ¿Fue realmente ese el instante en que el mundo descubrió los campos del horror? Algo de todo esto se responde en las páginas de este ensayo que sigue, paralelamente, las andanzas de dos reporteros judíos, montados en un jeep.
En la obra In Search que Meyer Levin, uno de nuestros protagonistas, escribió allá por 1950 como testimonio de todo lo que había visto en el avance del Frente Occidental en la Segunda Guerra Mundial, muestra este sentimiento insistente que albergó durante toda su vida para ser memoria viva de lo que ahí vio y que, de alguna manera, era compartido por muchas personas durante esa época:
Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico (the vicious heart) (p. 9).
Finalmente, para este periodista estadounidense, el episodio que alimenta hasta la obsesión durante la contienda europea es el descubrimiento de los campos de concentración nazis que, en muchos casos, se realizan por casualidad tras el avance en los dos frentes del Ejército Aliado. Como ya veremos, Meyer Levin quiere, fundamentalmente, indagar en el destino del resto de la comunidad judía en Europa, superviviente del Holocausto. En este sentido, cabe reseñar que los Aliados no sabían de la ubicación física concreta de estos lugares crueles y los iban encontrando y hallando conforme llegaban a Berlín, sin embargo poco importó al primero de nuestros personajes. Sin intención de alterar el discurso de este artículo, hay que subrayar que este fenómeno dantesco es tocado tangencialmente por la autora, si bien no debe dejarse de lado por la historiografía especializada: me refiero a la inactividad bélica contra las líneas férreas de comunicación que llevaban a los convoyes de la muerte a los campos de concentración -los bombardeos sistemáticos no empezaron hasta finales de 1944-, la falta de previsión en el avance de los Ejércitos aliados en sus dos frentes -ya se ha indicado que, en muchos casos, encontraron los campos de exterminio por pura causalidad- y la actuación posterior de los Aliados tras la ocupación de estos lugares -en algunos casos, se mantuvieron abiertos en iguales circunstancias que se encontraban, tras el paso de estos ejércitos para supuestamente evitar males mayores como la propagación de enfermedades y que, evidentemente, se podían haber sorteado con una mejor organización sanitaria.
Empero, la intención de Annette Wieviorka es clara: ofrecer al lector el descubrimiento del Horror, con mayúsculas, de la mano de dos peculiares personajes que, por distintas razones, se unen al Ejército estadounidense para llegar a Berlín. Este ensayo se plantea mediante dos líneas que resultan tangenciales por mor de la actividad de los personajes. Por un lado, tenemos al escritor y reportero Meyer Levin, cuya finalidad es rastrear lo que queda de la comunidad judía en Europa. Durante aquellos años, tiene su conversión particular, tras una infancia y juventud alejada de todo compromiso con la causa -nace en Chicago hacia el 1905 de unos padres inmigrados de la región de Vilna a finales del siglo XIX y que, hasta entonces, era autor, poco reconocido, de algunas novelas y una obra de cuentos hasídicos-. Su vida en París, donde se encuentra escritores de la talla de Ernest Hemingway, George Orwell y Robert Cappa, entre otros, y con los primeros contactos con los emigrantes judíos del Este, suponen un cambio de actitud que se plasmaría con el ingreso en el Office of War Informations sobre 1942, tras el cual comienza a publicar sus primeros reportajes sobre el mes de septiembre de 1944. En ellos se pueden encontrar noticias sobre la situación de las sinagogas en Francia o la crítica directa sobre las deportaciones masivas de la población judía en Francia que pueden demostrar, de forma patente, el genocidio que se fue pergeñando hasta la liberación de este país.
Por otro lado, nos encontramos con Éric Schwab, fotógrafo francés, aunque nacido en Hamburgo el 5 de septiembre de 1910, que se une, tras muchas peripecias relacionadas con su incondicional adhesión al ejército de Liberación, a la agencia France-Presse, digna sucesora de la agencia Havas. Mientras tanto, durante su estancia en París, trabaja como asistente operador de plató y fotógrafo de moda. Siendo, posteriormente, movilizado el 3 de septiembre de 1939. Su pista se va siguiendo en las diferentes batallas en las que tiene que participar como, por ejemplo, la bolsa de Dunkerque. Sin embargo, hasta junio y julio de 1944, no volvemos a saber de su vida con su participación en los combates del Loira. Finalmente, a Éric Schwab lo encontramos, de una forma continuada y entre finales de febrero hasta mayo de 1945, de la mano de Meyer Levin a bordo de un jeep al que bautizan Spirit of Alpena -por el nombre de la ciudad de origen de Ben Wright que era un publicitario de Michigan, regente de un establecimiento turístico, donde los periodistas eran bien tratados-. Es hacia finales de 1944, cuando podemos encontrar alguna actividad de este fotógrafo como corresponsal de guerra. Ante todo, para Éric Schwab, este trabajo, fue una excusa de su verdadera intención: él quería encontrar a su madre deportada en algún campo de concentración en las cercanías de Berlín.
Esta dualidad de personajes, al menos si hablamos de los fines que cada uno está buscando, permite a Annette Wieviorka proponer la narración de estos hechos, en los cuales estuvieron implicados los ejércitos aliados, tanto en su frente occidental como en el oriental, y, a la vez, poner en el tapete algunos aspectos no aclarados de esta parte de la Historia de la Segunda Guerra Mundial. El primer encuentro con el Horror sucedió el 3 de abril de 1945 cuando el ejército estadounidense atraviesa la ciudad de Gotha y se tropieza con los supervivientes del campo de concentración de Ohrdruf, anexo a Buchenwald. Es ahí, donde todo el velo se cae y la realidad muestra una imagen más nefasta que se comentaba de una manera sutil y silenciada. Desde ese instante, nada será igual y los sentimientos pasan a un primer plano para dejar de lado la labor periodística de nuestros personajes. Más tarde, llegarán Buchenwald, Bergen-Belsen, Sachsenhausen, Flossenbürg, Dachau y Mauthausen. Entre medio, queda, por parte del ejército soviético, Auschwitz y Terezin. Toda una lista horrenda que quedará para la Memoria del Holocausto.
Para corroborar la impresión que produjo este primer relámpago, conviene dejar hablar a la autora al comienzo del capítulo Buchenwald I. No sin antes añadir que nuestros personajes, cuando llegaban las autoridades militares y civiles, ya se encontraban fuera del campo hallado, porque seguían la misma suerte, montados en su jeep, que el Ejército Aliado:
El impacto para Éric Schwab y Meyer Levin fue Ohrdruf. Y lo fue para muchos. Fueron las primeras fotos y los primeros noticiarios filmados, los primeros comunicados de agencia y los primeros artículos de prensa que marcaron toda la información sobre la liberación de los campos. La onda de Ohrdruf engloba, una semana después del descubrimiento de ese lugar, la visita de los generales estadounidenses, Patton, Bradley y Eisenhower, acompañados por periodistas, fotógrafos y cámaras (…) En Ohrdruf se inició la visita de los campos, un fenómeno que se prolongó durante más de un mes. Cada apertura de un campo fue una réplica de la de Ohrdruf: nubes de reporteros, de políticos, visita de los ediles y de las poblaciones locales, una parte de las cuales se recluta para enterrar los cuerpos (p. 69).
Más allá del aspecto periodístico, político y moral que transcribe este texto tan significativo, queda por dilucidar algunos carices claroscuros de este período que la autora deja anotados sin entrar más que en una consideración descriptiva, pero no valorativa de los acontecimientos. Por ello, apuntamos los siguientes:
En primer lugar, la controvertida ausencia de bombardeos a las líneas férreas de comunicación, por las cuales viajaban trenes que transportaban, de manera inhumana y brutal, a miles de deportados hacia los campos de exterminio como Dachau o Auschwitz, conforme iban avanzando los frentes bélicos. Los primeros que se produjeron, según indicaciones de la autora y de otros historiadores, los debemos cifrar hacia finales de 1944, cuando la Solución Final ya estaba en marcha desde hace tiempo -ejemplo de esto, lo encontramos en los vagones que se encuentran abandonados cerca de Dachau con un estampa mortífera, y de la cual Éric Schwab pudo dejar testimonio fotográfico-. Y, sólo por aquello de testimoniar esta crítica, dejemos, nuevamente, hablar a la autora sobre la liberación de Dachau:
Para entrar en el campo, los soldados siguen una carretera que bordea la vía férrea. Horrorizados y estupefactos, encuentran allí un tren de unos cuarenta vagones abiertos donde yacen unos dos mil cadáveres en fase de descomposición. Es con esta visión digna de El Bosco como los estadounidenses se acercan al campo de Dachau (p. 121; la fotografía que realizó Éric Schwab se encuentra entre las 16 páginas de imágenes de este ensayo).
Por consiguiente, no parece ser que fuera esa la intención de los Aliados, sino, más bien, arrasar y atacar a la población civil de Colonia (1942), Hamburgo (1943) o Leipzig (1945) en un intento de forzar la rendición incondicional antes de tiempo. Es evidente que esto no se produjo y, si aceptamos los hechos históricos, se dio paso a la aniquilación masiva de las poblaciones judías de los países del Este como Hungría, sin que se pusiera remedio en el frente oriental. Como prueba palpable de este escenario, en algún momento del relato de nuestros personajes, Meyer Levin se queda asombrado e impotente ante el avance insuficiente del ejército estadounidense que, estando a unos kilómetros de la ciudad de Viena, no podía entrar en ella, ya que tenían que respetar los famosos pactos de Yalta (febrero de 1945), por los cuales este frente oriental y sus logros corrían a cargo del ejército soviético desde hacía algunos meses y que, como era sabido, se estaba practicando la política de la tierra quemada que el mismo Stalin había prometido.
En segundo lugar, la actuación de los Aliados ante el descubrimiento del Horror con la llegada a los campos de concentración y de exterminio. La autora afirma que la mayoría de ellos fueron encontrados por casualidad -es decir, sabían de su existencia o, tal vez, la intuían, pero no conocían el lugar concreto donde se encontraban. Eso mismo sucedió en el frente oriental con la liberación del campo de exterminio de Auschwitz el 27 de enero de 1945-, de ahí que la reacción fue dispar ante la solución de estos macabros hallazgos. En esta línea de argumentación, conviene recalar en los dos capítulos que la autora escribe sobre el campo de concentración de Buchenwald, de su hallazgo, de su liberación y de los hechos posteriores a ésta como signo y símbolo de lo que aconteció en otros de similares características. Y, aunque parezca grotesco, si analizamos los meses y años siguientes a las liberaciones de algunos campos, podemos colegir que la autora lleva razón y que este procedimiento desdice bastante el halo humanitario de los Aliados -baste, como ejemplo, la actuación de los estadounidenses en Dachau o de los británicos en Bergen-Belsen- donde finalmente terminaron por restaurar el alambrado que tenía el campo para, supuestamente, evitar la propagación de epidemias de tifus que sufrieron en los meses posteriores, sin intentar, de forma ordenada y lógica, una curación o evacuación de los supervivientes para que tuvieran, sin ir más lejos, mejores condiciones higiénicas y sanitarias-. Estos apuntes pueden resultar conocidos para el lector en el caso de que haya leído alguno de los libros de memorias de Jorge Semprún, respecto al campo de concentración de Buchenwald, donde estuvo confinado hasta la liberación el 11 de abril de 1945 por el ejército estadounidense
Por último y, como tercer elemento a destacar, nos encontramos con la integración de los supervivientes de los campos en sus países de origen. Un proceso que, en la mayoría de los casos, resultó violento y con la lamentable existencia de algunos pogromos como, por ejemplo, el acaecido en Kielce el 4 de julio de 1946. Este hecho tuvo cierta repercusión internacional -los datos hablan de 42 judíos muertos y muchos heridos. A modo de resumen, se calcula que los judíos asesinados en Polonia entre finales de 1944 y 1946 fueron 1.500-. En definitiva, el retorno de los judíos fue vivido por los polacos como una intrusión, ya que las poblaciones locales se han distribuido en todas partes sus casas, sus comercios y sus bienes. Sirva este luctuoso hecho como muestra de lo que expone Annette Wieviorka en el capítulo final del ensayo El después:
La situación de los judíos en Europa presenta un contraste. Los de los países occidentales que han sobrevivido a la deportación, tanto si han vivido en esos países desde hace generaciones como si han inmigrado entre las dos guerras, en general eligen vivir allí. En cambio, la situación sigue siendo dramática en el Este de Europa, que está sovietizándose. Todos esos países son en ese momento “países de violencia”. Si una minoría de judíos fueron bien acogidos por sus vecinos cuando regresaron a casa, otros fueron víctimas de “ataques brutales y fatales” durante los meses e incluso los años posteriores a la guerra, tanto en Polonia, como en Hungría, en Checoslovaquia o en Rumanía. Algunos fueron asesinados individualmente, otros colectivamente, víctimas de pogromos (p. 181).
Bien es cierto que esta cuestión está siendo estudiada con profundidad y perspectiva por otros historiadores, por ello la autora nos remite a estudios monográficos que podemos encontrar en la bibliografía del ensayo. Esto no obsta para que el lector puede recordar estos mismos hechos, gracias a los atroces capítulos finales de la novela Sin destino de Imre Kertesz, donde nos relata de primera mano este ambiente fanático que sucedió tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Hasta aquí, digamos, la enumeración y cierta valoración de los acontecimientos históricos y la vida personal de estos periodistas que se reflejan en la obra de Annette Wieviorka, y que me he permitido examinar, pero también cabe otras consideraciones sobre esta investigación, tanto en sus aspectos formales como en los puramente historiográficos. De los primeros, cabe afirmar que está escrito con un estilo pedagógico y narrativo que permite al lector la inmersión en los escenarios de Meyer Levin y Éric Schwab, es decir, uno acaba sentándose en la parte trasera del jeep para recorrer juntos los caminos horrendos que se tuvieron que encontrar nuestros reporteros. Dicho de otro modo, la autora utiliza estas andanzas para mostrarnos la forma y la manera de cómo se descubrió el Horror del Holocausto y, paralelamente, contarnos el destino que tuvieron tras la finalización de esta Guerra Mundial -una tarea que deberá realizarla el próximo lector de este ensayo-. Y, de los segundos, conviene reconocer que tenemos delante a una especialista en la memoria del Holocausto, calificativo que demuestra en la extensa e interesante bibliografía sobre los diferentes temas que va analizando a lo largo de la obra y que el mismo lector puede, en algunas ediciones, profundizar, puesto que están traducidas al español - por el contrario, la mayoría de las enumeradas se encuentran en francés e inglés-. Esta extensa bibliografía trata, de forma tangencial, de otras cuestiones que fueron sucediendo en la vida de estos cronistas y que se prolongaron bien entrada la segunda mitad del siglo anterior.
Como siempre que se estudia este tema, tenemos que seguir haciéndonos esta pregunta: ¿Se debe hablar, como elemento narrativo, de la Shoah? Por el contrario, ¿no convendría dejar de lado estos estudios y mantenerlos como un recuerdo de nuestro pasado reciente? Parece ser que dos aspectos nos urgen a mantener este discurso, a investigar sobre los hechos que sucedieron, y sobre otros colaterales, y afrontar la tarea de una educación en los valores que no temporicen con lo que ahí sucedió, porque, por un lado, hacer Memoria, con mayúsculas, de lo que sucedió, implica necesariamente un comportamiento ético respecto a aquellos que sufrieron el Holocausto y de los que sobrevivieron y, por otro, la actual y creciente ascensión de partidos políticos de extrema derecha en Europa, sólo a setenta años de la finalización del Tercer Reich, con evidentes tintes nacionalsocialistas y racistas nos obliga a quitarnos la máscara que a corto plazo estamos manteniendo para no repetir, si es posible, los errores que se prodigaron durante el primer tercio del siglo XX.
FICHA TÉCNICA DE LA OBRA: Annette Wierviorka, 1945: Cómo el mundo descubrió el horror, Barcelona, Editorial Taurus, 2016. Traducido por Núria Petit. Colección: Historia. Tiene 222 páginas y 16 páginas de fotografías. El ISBN es 978 84-306-1777-7.
FICHA TÉCNICA DEL AUTOR:
Annette Wierviorka nació el 10 de enero de 1948 en Francia. Sus abuelos paternos eran judíos polacos. Fueron arrestados durante la Segunda Guerra Mundial en Niza y trasladados al campo de concentración de Auschwitz, donde fallecieron. Sin embargo, sus padres se pudieron refugiar en Suiza y lograron sobrevivir al Holocausto. Tras doctorarse en Historia en la Universidad de París-Nanterre, consiguió el puesto de directora de investigación en el Centre National de la Recherche Scientifique. Entre sus actividades relacionadas con la Soah, cabe destacar su pertenencia a la Mision d’étude sur la spoliation des Juifs de France. Es un especialista de prestigio mundial en la memoria del Holocausto. Ha escrito varios ensayos y monografías colectivas sobre el tema. En la actualidad, su libro Auschwitz explicado a mi hijo es un best-seller internacional.
Excelente artículo.
ResponderEliminarMuchas gracias, :)
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios y por haber leído mi artículo.
ResponderEliminarUn saludo,