Que la Historia la escriben los vencedores, es una de esas verdades que a base de repetida parece ya un tópico, pero es real que aparezca maquillada por los intereses de los ganadores de turno. Esto mismo hace que otros momentos caigan directamente en el olvido cuando no son tan importantes y hacen factible prescindir de ellos, o que permanezcan como anécdotas sin profundizar en ellos a nivel académico y divulgativo, y sobre todo cuando son el fracaso de varios de esos vencedores y el culpable es difuso y se reparten las culpas por igual.
Es de una de esas historias secundarias, pero siempre apasionantes de las que se sirve Antonio Garrido para escribir esta novela que fue premio Fernando Lara en el año 2015. A partir de un libro encontrado por casualidad en unas vacaciones en Nueva York, el escritor se tropieza con una aventura apasionante, una de esas historias que no interesan al poder y que solo afectan a los marginados, los que sufren las grandes crisis, sin heroísmo y desde el anonimato y que de alguna manera aparece ligada lejanamente a su baúl de recuerdos familiares.
La novela es una historia apasionante de múltiples enfoques y lecturas: un thriller, una historia de amor, de traiciones, la novela de una transformación personal y sobre todo un testimonio histórico.
El escenario de partida es la Gran Depresión que asoló al mundo a finales de los años 20, la gran crisis que se llevó por delante a millones de norteamericanos y que supuso una quiebra de valores en la sociedad, sumiendo en la pobreza y en la miseria a millones de norteamericanos abandonados a su suerte por una estructura social sin ninguna protección para los que lo perdieron todo. Sin capacidad de reacción para poder asumir sus necesidades básicas, sin ningún tipo de subsidios, muchos se vieron abocados a la delincuencia y a la prostitución en lo que fuera el país de las oportunidades para sobrevivir.
El protagonista de El último paraíso es uno de estos personajes que pasó de una posición acomodada a perderlo todo, víctima por partida doble. Era un judío de origen ruso, que tan solo conservaba el idioma y el recuerdo sentimental de sus orígenes y poco más de su condición semítica. Trabajaba en la fábrica Ford de Detroit. Despedido por su origen judío, pese a ser un trabajador modélico y eficaz, se queda desamparado en medio de la crisis y de una sociedad notablemente antisemita y en una lista negra para poder conseguir trabajo.
Henry Ford |
Ford, el gigante del automóvil, el empresario genial, era un antisemita furibundo y sus artículos en prensa, y sistemas de organización del trabajo resultaron inspiradores tanto para el emergente Hitler como para la idea de modernizar el sistema productivo soviético. Asiduo articulista, se llegó a comprar periódicos para ello. En los años 20 publicó una recopilación de sus artículos sobre sus ideas antisemitas, The International Jew, the Worlds Foremost Problem (El judío internacional: el primer problema del mundo). Esta obra se considera el punto de partida del antisemitismo internacional que acabará cristalizando en las doctrinas nazis.
Edición en español |
La otra bestia parda del visionario industrial, era el sindicalismo, que inevitablemente asociaba al semitismo. Pero curiosamente el mismo Ford, antisemita, feroz con el sindicalismo, anticomunista, inspirador de un Hitler que tenía su retrato en el despacho, firmó un contrato entre 1929 y 1936 con Stalin para construir en Nizhni Novgorod una gigantesca fábrica de automóviles que, que naturalmente fracasó y se transformó en la GAZ (Gorkovsky Avtomobilny Zavod) en los años cuarenta. Ford no dudo en aliarse con Hitler y Stalin, para promover fábricas de producción de automóviles. Pero mientras en la ordenada Alemania hitleriana sí llegó a un buen puerto, en la Unión Soviética naciente fue un auténtico fracaso, y fueron sus inmigrantes, aquellos parados norteamericanos desesperados, quienes más perjudicados resultaron.
En este escenario del Crash del 29, de desolación, y de miseria, aparece en The New York Times un anuncio ofreciendo trabajo a los desocupados en el “paraíso” de los obreros con unas condiciones de trabajo muy atractivas, se buscaban sobre todo perfiles cualificados inexistentes en un país que intentaba salir del feudalismo en pleno siglo XX y predominantemente agrario.
El episodio está ampliamente documentado, y en este sentido destaca el libro Tim Tzouliadis Los olvidados: una tragedia americana en la Rusia de Stalin (Debate, 2010), con un formidable trabajo de documentación entre archivos y diarios personales de aquellos protagonistas destacando entre ellos dos nombres Thomas Sgovio o Víctor Herman.
Lo que encontraron las inmigrantes no fueron aquellas idílicas promesas, fue algo diferente. Con alguna luz, pero con muchas sombras, se encontraron con una sociedad igualitaria, en la que las mujeres y la raza tenían límites mucho menos importantes, pero también con las etapas más duras del estalinismo, en la que los campesinos eran extirpados de su entorno y recolocados en fábricas sin ninguna formación y en sistemas de producción que no comprendían. Mientras, los norteamericanos a su llegada a la tierra prometida, se convirtieron en apátridas, se les requisaron los pasaportes, que se utilizaron para fines de espionaje, y perdieron la ciudadanía americana. Se convirtieron en naufragos, solos en tierra hostil, enemigos por venir de un mundo que se despreciaba.
La brillante idea de favorecer la emigración de mano de obra cualificada, pronto se vio como un recurso peligroso en la sociedad totalitaria de la URSS de los años 30. Los obreros americanos, tan lejanos en costumbres, tan independientes, no eran fáciles de insertar en un entorno hipercontrolado, y por otro lado su vuelta, fracasados y desencantados con esa utopía que no encontraron, era una contra propaganda que no se podía permitir. Muchos de aquellos obreros acabaron en los campos de castigo o en las minas como la de oro de Kolimá que irónicamente gestionadas por un ingeniero norteamericano, extraían un oro que compraba el gobierno de Franklin D. Roosevelt.
Es la historia de un fracaso, de la traición de aquellos hombres que se vieron abocados en su país a la miseria y a quienes se les destrozaron por segunda vez las esperanzas en un paraíso prometido inexistente.
De forma paralela a Las uvas de la ira de John Steinbeck, esta vez en un escenario urbano y ambiente obrero, el protagonista Jack Beilis como Tom Joad, se ve abocado a la huida por un mal paso, un homicidio. No es un idealista, es un hombre orgulloso, que ha descendido a los infiernos desde una posición social que le gustaba. El planteamiento de su caída, no es debida tanto a la Gran Depresión, como a su origen judío, en esa escena son despedidos y marcados los trabajadores judíos al margen de su eficacia. Sin embargo, de alguna manera el escritor deja en evidencia que habría acabado por salir adelante si ese personaje antagónico no se le hubiera cruzado en su camino. No posee conciencia social como tal, es un observador, alguien que analiza y ve las oportunidades con voluntad de no dejarse vencer. Es un pragmático, queda patente desde el primer momento de la narración el que no comulga con las ideas igualitarias. Aunque la no aceptación de la injusticia y la solidaridad le dominan cada vez con más intensidad a lo largo del relato.
Los rasgos con los que el autor dota al personaje, hacen que analice lo que le rodea de una manera en cierta forma neutra, lo que nos permite una mirada desde fuera a aquella sociedad, y a aquellas esperanzas frustradas de formas muy diversas. Entre los más de 10.000 emigrantes de este episodio los había de pelaje muy diverso: intelectuales ideologizados, que vivían ilusionados el mito de la revolución, médicos, abogados, ingenieros, que creían en esa sociedad perfecta sin plutócratas, como el mismo tío de Jack. También desesperados sin más horizonte que la miseria absoluta, sin nada que perder en esa América que olvidaba a los perdedores y los condenaba sin remedio a unas condiciones de vida insoportables pero en las que los ricos seguían medrando. Negros que huían del racismo, y como nuestro protagonista quien huía de un episodio desafortunado con escepticismo y a regañadientes.
Merece la pena detenerse un momento a destacar el tema de los inmigrantes negros. La emigración al país de la revolución bolchevique en los años 20, tan cargados en USA de prejuicios y de falta de dignidad para su población afroamericana era un camino hacia la dignidad de la que habían sido repudiados.
Wayland Rudd en Otelo 1945 |
La integración satisfactoria convertida en instrumento propagandístico fue el caso del actor Wayland Rudd (1900-1952), Comenzó su carrera en el teatro Hedgerow de Pensilvania y alcanzó popularidad en El emperador Jones de Eugene O’Neill, pero su carrera estaba muy condicionada por el racismo imperante. Rudd emigró la Unión Soviética en 1931 donde sí pudo trabajar sin problemas, llegó a estudiar en el Instituto de Arte Teatral de Moscú y trabajó en el Teatro de Ópera y Drama Stanislavsk. Se convirtió un símbolo soviético de promoción de la justicia racial en la Unión Soviética.
Fort Whiteman-Lovett-1926. |
Pero no por su condición racial fueron tratados de forma especialmente benévola. Merece la pena mencionar el caso de Lovett Fort-Whiteman, profesor del colegio angloamericano de Moscú y cofundador del Congreso de Trabajadores Afroamericanos. Su búsqueda de una sociedad más justa y tolerante, se vio enfrentada a una realidad desilusionante, y tras solicitar el visado para retornar, que le fue negado, fue denunciado como contrarrevolucionario por un miembro del PC estadounidense, detenido y enviado a un “campo de trabajo correccional” en Kazajstán, donde murió entre el maltrato y el hambre.
El protagonista de El último Paraíso, Jack Beilis es un hombre de acción, un líder natural con ambición, como mínimo, de recuperar su status perdido, amante de los placeres civilizados y de la belleza de las mujeres y de los objetos, dispuesto a trabajar para ello en lo que haga falta. Algo oportunista que se convierte de forma natural en el guía y el espectador más lúcido de todo su grupo, a lo que le ayuda su conocimiento del ruso de sus orígenes familiares.
El protagonista de El último Paraíso, Jack Beilis es un hombre de acción, un líder natural con ambición, como mínimo, de recuperar su status perdido, amante de los placeres civilizados y de la belleza de las mujeres y de los objetos, dispuesto a trabajar para ello en lo que haga falta. Algo oportunista que se convierte de forma natural en el guía y el espectador más lúcido de todo su grupo, a lo que le ayuda su conocimiento del ruso de sus orígenes familiares.
Es esto lo que le permite desde el primer momento aprovechar las oportunidades y entender cómo funciona un país que poco parecido tiene con lo que esperaban: corrupto, con un poder represor, en el que el estraperlo es una forma de vida y en la que sigue habiendo privilegiados que no sufren carencias y nadan en la abundancia. Bilis tiene el alma del norteamericano que cree en el hombre hecho a sí mismo, el espíritu ambicioso que empuja a los pioneros, pero el escenario es hostil, lo que lo hará imposible. En contraste su amigo Andrew es el idealista que devendrá en una pieza más del mecanismo represor del sistema. Entre el resto de personajes, los idealistas puros como el responsable ruso de la fábrica Sergei Loban y a su hija Natacha, directora del hospital que se ocupa de los obreros.
El frío, unas condiciones habitacionales deprimentes y el hambre rodea a la comunidad norteamericana desde el primer momento en el que ponen los pies en el país. El desamparo es tan notable como el que han dejado atrás, y la desconfianza, el miedo a la delación, está presente en todos los lados. “No te fíes de nadie”, le dice su primer contacto ruso, mientras su compañero de escapada, su amigo de adolescencia Andrew, se integra en la maquinaria represora bien afianzado en sus ideas.
Una vez instalados en el destino final, en la fábrica de automóviles, la realidad es aún más desoladora. Contratado para descubrir quien está saboteando la cadena de montaje, su análisis de los problemas el escenario no puede ser peor:
“La mayor parte de sus conclusiones apuntaban a que los problemas de la factoría provenían de implantar un proceso industrial en un país con un idioma y una cultura atascados en el medievo. Las situaciones absurdas –como el hecho de que unas carísimas prensas importadas desde Estados Unidos se hubieran tomado por material de relleno y empleado como refuerzo de hormigón en la construcción de una estación ferroviaria, o que toda una partida de troqueladoras hubiesen sucumbido al óxido, debido a que, al desconocer su funcionamiento, los rusos las habían amontonado en un almacén al aire libre- eran el pan nuestro de cada día.(…) El noventa por ciento de los treinta mil empleados en el complejo industrial eran agricultores o ganaderos sin ninguna experiencia.”
No había cultura de obrero industrial, ni se respetaban las normas y rutinas de un sistema de fabricación que les era ajeno y rechazado, porque muchos de estos trabajadores habían sido adscritos a la fuerza sacándoles de su entorno natural, el sistema iba en contra de su naturaleza de campesinos y la opresión de los zares es sustituida por la opresión de los Soviet.
Es difícil asimilar las claves de esta nueva sociedad tan idealizada: la ración en el comedor es notablemente mejor para los responsables que para los obreros, pero su coste es idéntico, y no hay opción legal de mejorarlas. Siguen existiendo privilegiados, aquellos cercanos al poder que viven en un entorno plenamente occidental, haciendo alarde de sus rapiñas a los aristócratas de la época de los zares, de su superficialidad y de su hipocresía y perversidad.
Y bajo la frustración, siempre en el punto de mira: el extranjero es el sospechoso de entrada. Poco a poco los obreros norteamericanos son purgados y desaparecen, sin explicaciones, con destino a campos de trabajo bajo la acusación de contrarrevolucionarios.
La aventura de poner en marcha una fábrica moderna, que es una y otra vez boicoteada por la realidad, por los errores y por actos de sabotaje, no se sabe muy bien si hostiles o simplemente una conspiración política para abstraerse de compromisos adquiridos. El último paraíso se convierte al final en la última prisión.
Dejamos los detalles de la trama para el lector, que encontrará en la novela una apasionante historia con unos personajes atractivos y una narración solvente, que transforma en aventura una documentación bien introducida. Al final del libro el autor nos proporciona un recuento de los personajes reales que inspiraron a varios de los personajes principales, su historia personal, y una amplia bibliografía sobre el tema.
Bibliografia
El último Paraíso, Antonio Garrido, Editorial Planeta, 2015
Los olvidados. Una tragedia americana en la Rusia de Stalin,
Tim Tzouladis, Traducción de Juan M. Ibeas. Debate, 2010
Los americanos que soñaron con Moscú, Javier Casals, blog Sobre extremismo y democracia
Los afroamericanos que emigraron a la Unión Soviética en busca de igualdad, Iván Savvine Oct. 3, 2014
Henry Ford [Nazis Redimidos III], Erwin Rommel » 14 Mar 2011
Me ha parecido tan interesante el artículo que me he comprado el libro, espero leerlo pronto y ya comento.
ResponderEliminarUn artículo muy interesante que incita a la lectura del libro. Así que lo pondré en mi lista de pendientes.
ResponderEliminarSaludos,