¿Para
qué sirve la memoria de un niño, cuya infancia ha quedado truncada
por una guerra? ¿Cómo se construye un futuro de una sociedad basado
en una historia que está llena de violencia y de sangre? “Mi
niñez, terminó de golpe una mañana cualquiera a principios del
verano de 1991”. Así comienza la novela de Goran Vojnović que
propone la construcción de un pasado roto, a costa de una verdad
dura y sórdida: un profundo ejercicio de recuerdo y tiempo como la
Literatura contemporánea de los escritores de la ex-Yugoslavia.
Se
ha dicho de forma reiterada, con palabras lúcidas de Juan Goytisolo,
que la Guerra de los Balcanes ha sido básicamente un memoricidio
-quizás todas lo sean- pero ¿cómo las perciben los niños? y ¿en
qué parte del espíritu residen para siempre esas imágenes tan
violentas que vuelven una y otra vez a la manera de un martillazo
persistente? Es posible que, transcurrido el tiempo, el niño intente
reconstruir ese pasado trágico, porque necesita de la inocencia -ese
lugar donde todo era bello y posible- para seguir viviendo sin
rencores, ni alucinaciones. Y lo hace de la única forma que sabe, el
niño utiliza la herramienta de la memoria -de una manera primitiva,
tal vez- ya que busca respuestas, queriendo así pacificar las
pesadillas que siempre se repiten. Sin embargo, esas respuestas que
puede encontrar no son, en un momento dado, tan agradables y le
devuelven, como un escupitajo que se tira al cielo, la cara más
violenta y horrenda de un pasado que ha quedado soterrado de forma
voluntaria por toda una generación que no se atreve a encontrarse
con ese pretérito que anida en el inconsciente colectivo de esa
sociedad.
En
resumen, parece que éste es el hilo de la novela de Goran Vojnović:
Vladan Borjevic descubre por sorpresa que su padre, desaparecido al
comienzo de la Guerra de los Balcanes, está vivo y que además está
acusado de crímenes contra la humanidad. Al principio, era un
oficial del Ejército Popular Yugoslavo que había muerto en la
contienda, sólo Google le rescata de la lápida de los tiempos. Todo
este viaje de la memoria, le lleva necesariamente al inicio de la
guerra, cuando el personaje tiene once años, y a los últimos días
junto a su padre en el verano de 1991. Dieciséis años después,
emprende un viaje por Croacia, Bosnia y Serbia en busca de su
progenitor desaparecido hasta llevarlo a un final más allá de lo
que podía imaginar. Y es aquí donde comienza el juego macabro que
nunca termina: el contraste entre lo que observa y lo que recuerda
con la única finalidad de comprender, si es posible, la
desintegración del mundo en el que había vivido su familia que,
como la mayoría que vivieron esa espantosa guerra, tuvo encuentros y
desencuentros, odios y amores, esperanzas y olvidos.
Para
el personaje, sin embargo, el juego de la memoria tiene, a menudo,
las cartas marcadas, porque rejuvenece aquellas acciones salvajes que
sirven, sin desearlo, a la reconstrucción de un futuro incierto. Con
otras palabras, la violencia de la guerra está latente, durante
mucho tiempo, en la sociedad como un elemento atávico y las
atrocidades de las generaciones pasadas, en cuanto que son
recordadas, pueden servir de justificación moral de los genocidios
que se suceden durante la contienda e incluso más allá de ella.
Como una carrera de fondo hacia su particular Ítaca, empieza la
reconstrucción histórica y personal, buscando a aquellos que
convivieron con su padre. Parece que no le importa encontrarse con la
cara más amarga del espejo. Sin darse cuenta, va formando un puzle
espantoso y cruel de lo que fue un recuerdo compartido por la
sociedad descompuesta en la que vive. Y mientras se encuentra en esa
huida hacia la composición de un pasado triste y lúgubre, nuestro
personaje se da cuenta de que también hay demasiados damnificados:
nadie ha quedado indemne de tanto dolor y tanta destrucción -¡todos
parecen culpables y perjudicados, al mismo tiempo!-. Mientras tanto,
el narrador, con oficio, va manejando los necesarios saltos
temporales a lo largo de los capítulos centrales de la novela para
que el lector se encuentre, sin quererlo, en mitad de esa búsqueda y
en medio de tanta lástima. Dicho de otra manera, le obliga a usar el
recuerdo, el que guarda cada uno, aunque sea funesto. Es lógico que
lo intentemos evitar, pero ¿cómo podemos reconstruir nuestro pasado
sin atender a la memoria?
Goran Vojnović, sin ahondar de una manera más teórica en el fondo de este
concepto, entiende que el relato se debe tejer de forma paciente y
constante con los mismos hilos que un traje de primera calidad. En la
contraportada, Mark Thompson afirma, en su reseña del Times
Literary Supplement,
que utiliza técnicas de la novela negra. Sin ser de tal género, no
obstante, podemos encontrar una relación distante con la novia del
protagonista, tan cómplice como aislada de ese viaje que parece sólo
interese a Vladan Borojevic, trasunto quizás de la manera de ser que
tiene nuestro personaje. Con todo ello, podemos comprender que la
memoria use de los elementos de ese género literario para irse
abriendo caminos por los vericuetos de nuestra mente y nuestro
espíritu, construyendo, mediante mecanismos difusos, edificios
inamovibles.
Esta
búsqueda de la memoria convoca a la conciencia para que use
igualmente de arquetipos que aniden como un juzgado que no acepta
corrupción alguna. En un momento dado, casi al final de la novela,
el personaje quiere plantear esta antítesis entre memoria y
corrupción, entre ética individual y olvido:
Se
trataba de un círculo vicioso. Por un instante pensé que yo mismo
era parte de ese relato endemoniado y que quizás un día mi cadáver
también acabaría encima de otros en una hoguera que observaría
aquel que hubiera venido a ocupar mi lugar en el relato. Se trataba
de una historia de silencios y, en ella, las víctimas se convertían
en verdugos y los verdugos en víctimas. Todos los protagonistas de
ese relato mataban o eran asesinados.
Yo
no quería formar parte de una historia así, pero no sabía si podía
escapar de sus garras. No podía creer que tuviera la fuerza de
romper esa cadena. De pronto sentí que no había final posible, como
si con cada final se abriera un nuevo comienzo o, mejor dicho, miles
de nuevos comienzos. El final del relato de Nedeljko no era solo el
inicio del mío, sino el inicio de otros muchos relatos,
infinitamente más dolorosos: era el inicio de los relatos de sus
víctimas, que seguirían rememorando sus pérdidas durante años,
aquí, muy cerca de todos nosotros
(p. 304)
Por
todo ello, cabe repensar el concepto de la memoria, citando, por
ejemplo, a Walter Benjamin o a Reyes Mate, porque cuando hablamos de
ésta, como instancia crítica de la reconstrucción de un futuro
histórico, puede sernos de utilidad para comprender esa realidad
posterior, en este caso, de la Guerra de los Balcanes. Sin embargo,
Goran Vojnovic quiere dar una intrépida y sugerente vuelta de tuerca
a todo este argumento. A menudo, la memoria sirve para sacar de
nosotros el violento y bárbaro que llevamos dentro, porque se abren
las tumbas y nuestros muertos siguen reclamando venganza y sangre. La
memoria ya no es un lenitivo contra la barbarie, sino que puede
llegar a ser un acicate para las generaciones venideras. Así pues,
el hombre se tiene que atrever a responder desde un silencio temeroso
y valiente a los siguientes dilemas: ¿hasta cuándo una sociedad
puede vivir en esa memoria colectiva? y ¿cómo salir de este círculo
vicioso para dar razones de una esperanza que se pueda mantener
cuando la sociedad es esclava de su propio relato?
Desconociendo el actual estado social y político de lo que fue Yugoslavia, salvo por las noticias que aparecen en los medios de comunicación, es evidente que esta novela reclama, además, actitudes éticas de aquellas personas que aparentemente se vieron obligadas a entrar en esa vorágine de odio, justificándose en el destino como salvavidas de la conciencia individual -sin temor a equivocarse, el lector avezado podrá recordar aquí el concepto de la obediencia debida que ya apareció en los juicios de Núremberg, cuando se juzgaron otros holocaustos-. En otras palabras, está en juego la eliminación de esa infancia y la anulación de esa inocencia que nunca más va a volver para Vladan Borovejic y toda su generación. Por eso, puede preguntarse, si estos son los mimbres con los que se está construyendo el cesto de la sociedad actual de esos países, tras el desastre de la Guerra de los Balcanes, es decir, si vale ese relato que justificó la barbarie y que, en definitiva, pesa como una losa en la construcción de una nueva sociedad.
Conforme
va transcurriendo la novela, cabe pensar en las actitudes
individuales y presentes de nuestro personaje que demuestran un
desasosiego y, tal vez, una apatía evidente que, en nada, ayudan a
tener motivos para cambiar tanto odio y mantener la llama de la
esperanza. Las lentes del recuerdo se empañaron de tal forma que
cualquier limpieza no devolverá esa imagen nítida y anhelada que
anda buscando el mismo personaje. Él intenta responder a preguntas
sobre si la inocencia puede dar motivos para esperar un futuro mejor,
pero comprende que nadie sale indemne de este viaje que es tan
tortuoso. El relato sigue actuando sobre la consciencia de los
hombres. El relato del verdugo sediento de sangre que se había
convencido a sí mismo de que él era la víctima inocente del
destino. Como si el destino sirviera para justificar la barbarie y
compadecer al genocida, porque supera la responsabilidad individual.
Cuando
acaba la novela, vomitando, nuestro personaje está obligado a
confesar, tras entender todo un proceso en el cual ha estado inmerso
de forma voluntaria, que le ha llevado a un conflicto que le tiene
prisionero:
Ese
era el pecado que esa mañana pesaba sobre mi conciencia. En un
momento dado, en un lugar incierto, yo sí había estado de su lado y
había estado dispuesto a creer que existía lo que él llamaba
destino. Dispuesto a creer en los cadáveres apilados casualmente en
piras, en verdades nunca dichas, en un dolor ahogado que puede parar
un corazón, en la ira reprimida que puede convertir a un hombre en
una bestia. Yo había estado dispuesto a creer en todo eso.
Me
avergonzaba de esa fe mía, y me avergonzaba más aún de mi
ingenuidad y de mi inconsciencia, por no haberme dado cuenta de que
ese relato me lo explicaba siempre el adepto más fervoroso de esa
misma confesión. Ese feligrés estaba convencido de que él era la
mayor víctima de su propio relato. Esperaba de mí que asintiera
servicialmente y que aceptara sin condiciones todo lo que él me
confiara. Y ahora yo estaba furioso conmigo mismo, decepcionado por
haberme dejado seducir tan fácilmente. Sentí rabia por haberme
dejado atrapar en una trampa tan evidente
(pp. 338-339)
A
modo de conclusión, tenemos que mirar desde el otro lado del espejo,
porque ¡no nos queda otra! En definitiva, es un imperativo moral que
se lo debemos a la voz de la memoria que clama desde las cunetas de
las atrocidades de la Historia. Es evidente que, por la memoria de
tantos niños que padecen la guerra -de aquellos que serán los
habitantes futuros de la sociedad violenta-, se debe recordar que
nada es inútil y que debemos hacer un ejercicio de evocación y
provocación ética por el bien de una sociedad más justa. Ellos son
los que pueden cambiar algo que se les vuelve presente e
impertinente, porque el pasado les presiona como una piedra
inamovible que impide la construcción de una convivencia más
decente. También, la memoria tiene un componente liberador de las
cárceles del olvido que no dejan a una sociedad un camino más
diáfano del que, hasta ahora, había intentado transitar.
De
ahí que, después de todo lo escrito, deben resonar los versos del
poeta donde se confunden víctimas y verdugos en las vidas de los
niños y que puede explicar algo de las vivencias que nuestro
personaje -Vladan Borojevic- ha tenido que enfrentar a lo largo de
esta espléndida novela:
Las
víctimas más tristes de la guerra
los
niños son, se dice,
pero
también es cierto que es una bestia el niño:
si
le perdona la brutalidad
de
los mayores, él sabe aprovecharla,
y
vive más que nadie
en
ese mundo demasiado simple,
tan
parecido al suyo
(Jaime
Gil de Biedma)
FICHA
TÉCNICA DE LA OBRA:
Goran Vojnovic, Yugoslavia,
mi tierra,
Barcelona, Libros del Asteroide, 2017. Traducido del esloveno de
Simona Skrabec. Tiene 365 páginas. El ISBN es 978 84-170-0700-3.
FICHA
TÉCNICA DEL AUTOR:
Goran Vojnović, nacido en Liubliana en 1980, estudió Comunicación
Audiovisual. Ha trabajado como director de cine y televisión y
también como guionista. Colabora frecuentemente en diferentes medios
de comunicación y está considerado uno de los más destacados
escritores eslovenos contemporáneos. Además de libros de poesía y
una recopilación de artículos, ha publicado las novelas Cefurji
Raus!
(2008), Yugoslavia,
mi tierra
(2012) y Figa
(2016).
Como siempre un artículo espléndido. Espero leer la novela pronto.
ResponderEliminarSi ya tenía muchas ganas de leerla, tras el artículo tengo GANAS REDOBLADAS. Una gozada. M. Corleone
ResponderEliminarBuen artículo y muy interesante libro. Tomo nota del mismo para incluirlo en la siempre creciente pila de libros a leer.
ResponderEliminarOs agradezco de veras a los tres vuestros comentarios que añaden además la intención de leer esta novela tan interesante. De verdad, ha sido todo un hallazgo.
ResponderEliminarUn saludo,