«Estoy seguro de que todos estáis orgullosos de encontraros aquí, reclutas. Pero es probable que estéis al corriente de que hay hombres de vuestra generación que no se sienten obligados a defender a su país. “Objetores de conciencia”, se hacen llamar. Tipos que examinan su conciencia y no encuentran en ella la llamada del deber. Son como los demás hombres, por supuesto, Tienen dos ojos y dos orejas, dos brazos y dos piernas. Aunque no tienen pelotas, eso es un hecho. A menos que les bajen los pantalones y hagan las necesarias averiguaciones, no es fácil distinguirlos de los hombres de verdad. Pero están ahí, rodeándonos. Y nos abatirían si pudieran. Su presencia favorece al enemigo.»
Las valientes plumas blancas de Inglaterra
La Gran
Guerra, en cierto modo, fue la última contienda romántica, donde los jóvenes
aún idealizaban los conflictos y marchaban hacia el frente con entusiasmo.
Hasta entonces, en Inglaterra, los valores establecidos de honor, orgullo y
valentía, tan propios a lo largo del siglo XIX, no se debatían. La prensa, controlada
por el gobierno, los alimentaba publicando la larga lista de soldados caídos
por la patria y el rey, ensalzando su patriotismo y convirtiéndoles en héroes
ante la nación. Lo cierto es que nunca se cuestionó abiertamente el conflicto,
ni se discutió si aquellas muertes eran necesarias. Al menos, desde los
tabloides, pues entre la población civil
comenzó a oírse voces críticas. Algunas de ellas de renombre, como por ejemplo la del economista John Maynard Keynes, la del filósofo Bertrand Russell, la del biógrafo Lytton Stratchey o la del diputado Philip
Morrel y su esposa, por no nombrar el largo elenco de figuras claves del movimiento pacifista inglés, y que consiguieron,
tras una larga lucha, que el parlamento inglés incluyera la objeción de
conciencia entre las cuatro posibles exenciones al reclutamiento admitidas en
la Ley del Servicio Militar de 1916, siendo el primer país del mundo en contemplarla en su legislación. No
obstante, a pesar de aquella victoria, la gran mayoría de la población inglesa
continuó mirando a los objetores de conciencia, los absolutistas (absolutists), denominados así por su «absoluta» negación a portar
un arma entre las manos, como cobardes, plumas
blancas que deshonraban al imperio.
Si hablamos de los absolutistas debemos realizar una distinción
entre los que pretendían una transformación política y los que se negaban a
portar un arma entre las manos. Los primeros rechazaban el servicio militar y
las alternativas a este, por lo que eran condenados a prisión; y los segundos eran
relegados a tareas médicas de alto riesgo en el frente, como conductores de
ambulancias o camilleros encargados de ir más allá de las trincheras, a tierra de
nadie, para auxiliar a los heridos o acarrear a los muertos, convirtiéndoles así
en blanco fácil de los francotiradores alemanes.
A partir de 1916, cuando se impuso el servicio militar obligatorio y, por tanto, el reclutamiento forzoso, hasta el final de la guerra, se juzgaron unos 16.000 casos de objeción de conciencia en los tribunales —aunque actualmente se baraja la cifra de 20.000 tras la aparición de documentación traspapelada—, sentenciando a 7.000 jóvenes como «no combatientes» y enviados al frente como camilleros. y tan sólo unos treinta a penas de muerte, que, una vez se firmó el tratado de Versalles, se conmutaron por trabajos forzados o cadenas perpetuas.
A partir de 1916, cuando se impuso el servicio militar obligatorio y, por tanto, el reclutamiento forzoso, hasta el final de la guerra, se juzgaron unos 16.000 casos de objeción de conciencia en los tribunales —aunque actualmente se baraja la cifra de 20.000 tras la aparición de documentación traspapelada—, sentenciando a 7.000 jóvenes como «no combatientes» y enviados al frente como camilleros. y tan sólo unos treinta a penas de muerte, que, una vez se firmó el tratado de Versalles, se conmutaron por trabajos forzados o cadenas perpetuas.
Para comprender el amplio número de objetores de conciencia surgidos en Inglaterra en comparación con el resto de Europa tenemos que tener en cuenta que, hasta entonces, el ejercito inglés se nutría del reclutamiento voluntario, no así países como Francia, España o Alemania, que impusieron el Servicio Militar Obligatorio desde 1798, 1812 y 1867 respectivamente. Por ello, la amplia mayoría de la población civil no lo cuestionaba, ya que estaban aleccionadas desde hacía más de un siglo, e iban al frente como los corderos al matadero.
«—A ver, ¿por qué eres objetor exactamente? —pregunto, no muy seguro de comprender sus motivos—. No te gusta la guerra, ¿es eso?—La guerra no debería gustarle a nadie, Sadler —responde—. No concibo que en realidad le guste a alguien, […] No, sencillamente no creo que esté bien acabar con la vida de otro hombre a adrede. No soy religioso, no mucho al menos, pero creo que esa decisión corresponde a sólo a Dios. Además, ¿qué tengo yo contra cualquier chaval alemán reclutado a la fuerza en Berlín, Frankfurt o Dusseldorf para luchar por su país? ¿Qué tiene él contra mí? Sí, hay ciertas cuestiones en juego, cuestiones territoriales por las que se está librando esta guerra, y hay motivos legítimos para quejarse, pero existe también una cosa que se llama diplomacia, la idea de unos hombres razonables reunidos en torno a una mesa para solucionar los problemas. Y no creo que esa vía se haya agotado aún. En cambio, nos estamos matando unos a otros día a día. Es a eso a lo que me opongo, Sadler, si de verdad quieres saberlo. Me niego a formar parte de ello.»
Lo cierto es que todos aquellos jóvenes fueron
tan valientes como los demás, pues no es fácil luchar contra lo establecido sin
que surja el ostracismo social. Y no fue hasta 1994 que se les honró como era
debido, cuando inauguraron una placa conmemorativa en Tavistock Square donde
depositar claveles blancos en su honor, recordando aquellas plumas blancas que
les otorgaron injustamente.
Placa conmemorativa en Tavistock Square. |
El pacifista, de John Boyne
En el 2013, John Boyne publicó su novela The
Absolutist, editada en castellano como El pacifista. Una obra que, a pesar de tener una calidad literaria muy superior a su reconocidísima novela juvenil El niño con el pijama de rayas, no obtuvo la misma repercusión que esta última. Sin
embargo, no es de extrañar, ya que esta obra va dirigida a un público más
maduro, exigente, que no se conforma con una bella historia, aunque esta sea trágica, y personajes apenas
cocinados. No. El pacifista es una novela sumamente trabajada, estudiada al milímetro, no como sus
anteriores incursiones en la literatura dirigida al público adulto. Tras su lectura, uno
intuye que, algún día, el autor llegará a crear una obra que traspasará el
tiempo, como ocurrió con Maurice, quedando
en el limbo de los libros intemporales. Claro está que con esta novela, El pacifista, no lo ha conseguido, aun siendo una obra muy notable. Pero sí les puedo asegurar que, al menos, por unos años perdurará en los recuerdos del lector.
Objetores de conciencia en un campo de prisioneros, octubre de 1916. Liddle Collection, University of Leeds |
La novela se divide en dos grandes bloques. El
primero trascurre en 1919, tras finalizar la guerra, donde se nos narra el
viaje de Tristan Sadler al pintoresco pueblo de Northwich para devolver
las cartas que Marian Bancroft envió a su hermano durante la contienda.
El segundo en 1916, cuando el reclutamiento forzoso se había instaurado y se despachaba
sin miramientos a los escasos jóvenes con los que aún contaba Inglaterra a los
campos de adiestramiento para su posterior envió a las trincheras francesas.
Los capítulos se entrelazan de forma sobresaliente, pasando de 1919 a 1916 y
viceversa, desvelando lo que el autor insinuó o hasta calló en el anterior,
desvelando lentamente la trama. Y finaliza con un epílogo, con el que cierra el
círculo, sesenta años después, en 1979.
La novela está escrita en primera persona, con la
voz de Tristan Sadler, por lo que no le queda más remedio al autor que
exponer el alma de los demás personajes a través de los diálogos. Una herramienta
peligrosa a la hora de narrar, pero que ha sabido manejar con maestría. Al
principio, tras cada lectura de los extensos diálogos que abundan en el texto,
el lector quedará aturdido con una pieza de puzle entre las manos, sin llegar a
vislumbrar donde debería colocarla. Pero después… después, lentamente, y
gracias a la labor detallista de John Boyne, pues hasta el diálogo
aparentemente más vacío, aquel que parece que no encajará en el puzle, tendrá
su lugar al final de la lectura, cuando cerremos el libro y admiremos el
maravilloso cuadro final.
La obra es bastante intimista, algo que se
agradece, ya que lo más interesante de ella es la psiquis de los personajes. No
obstante, en el trascurrir de la lectura nos topamos con pasajes más livianos que
agilizan la lectura y permiten descansar al lector. El fracaso, la culpa, el
amor, la amistad y la melancolía, junto a la guerra y la postguerra, acampaban
sobre las hojas de la obra de forma tan auténtica, que uno solo puede pensar
que la documentación antes de la escritura ha sido excelente, ya sea por el
trabajo de documentación, las charlas con los amigos o conocidos o la
experiencia propia de John Boyne sobre el tema. Al ser una obra de este
calibre, uno apenas puede desgranar la trama, so pena de borrar las pisadas
melancólicas de los personajes, esas que el autor nos va revelando página tras
página. Por tanto, para finalizar, sólo puedo decir que el título del libro ya
nos va revelando parte del argumento, y que el complemento de este se intuye con
el hecho de haber publicado este artículo en el trimestre dedicado a la
literatura LGTB.
Feliz
lectura.
Un artículo muy interesante. Me lo voy a leer, que quiero descubrir el aspecto LGTB del libro, además de que el tema me atrae.
ResponderEliminarEspero que te gueste, Sebastían. Los dos temas que trata la novela son muy interesantes. Ambos muy personales y retratados muy bien por el autor.
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