La
enrevesada historia personal de Annemarie Schwarzenbach (1908- 1942) durante
mucho tiempo ha hecho sombra a su obra literaria, determinando que esta autora
haya sido considerada más como un icono lésbico, o un personaje atormentado y
legendario, que como escritora. Aunque ciertamente ambos aspectos son
inseparables y la obra de Schwarzenbach no puede entenderse sin referencias a
su vida, la reciente publicación de nuevas ediciones y traducciones de sus
libros ha permitido a los lectores del siglo XXI un acercamiento desprejuiciado
a aquéllos. Y así han recibido más de una sorpresa, al descubrir en
Schwarzenbach una voz narrativa y lírica llena de personalidad y madurez, que
quizá hasta hoy había permanecido oscurecida por el trágico magnetismo de su figura.
“Qué raro. Si fuera usted
un muchacho, tendría que ser declarado excepcionalmente hermoso”, dijo Thomas
Mann a una joven Annemarie Schwarzenbach, la primera vez que ésta fue a comer a
su casa de la Poschingerstrasse, en Munich. La habían invitado Erika y Klaus,
los dos hijos mayores del Nobel, los “falsos gemelos” rebeldes y transgresores
que escandalizaban a la buena sociedad de su tiempo. Annemarie, ante tales
palabras, probablemente se encogería de hombros y sonreiría con timidez. Mann
había dado en el clavo, como lo haría más tarde al bautizarla con el nombre que
da título a este artículo: verödeter Engel, “ángel devastado”. Ella era consciente de
su belleza esbelta y andrógina, pero también percibía que esa misma belleza en
un hombre se habría considerado el colmo del atractivo, mientras que en una mujer,
en una muchacha como ella, no pasaba de ser una extravagancia, un sello de
rareza que la aislaba, marcándola como diferente. Y ella no podía aceptarlo con
la despreocupada allure de que hacían
gala Klaus y Erika Mann, también artistas, también homosexuales, pero siempre
–o al menos, hasta que las cosas cambiaron en Alemania- amparados por el
intocable prestigio social de su padre. Los Mann estaban por encima del bien y
del mal, y en su casa toda extravagancia era perdonada, así como de puertas
para afuera podía ser justificada. No ocurría lo mismo en casa de los
Schwarzenbach, que no eran artistas, sino burgueses.
En la gran casa familiar
de Bocken, en Suiza, donde habían crecido Annemarie y sus cuatro hermanos,
reinaba su madre, Renée Wille, aristócrata de nacimiento, emparentada con el
canciller Von Bismarck, amiga personal de Toscanini y de gran parte de la
realeza europea. Ella era en más de un sentido el hombre de la casa; su marido,
Alfred Schwarzenbach, vivía dedicado en cuerpo y alma a la empresa de
fabricación e importación de seda que había heredado de su padre y que en sus
manos llegó a convertirse en un verdadero emporio de riqueza. La vida de Renée
en Bocken, con el marido casi siempre ausente, giraba en torno a sus dos
grandes pasiones, los caballos y la música, de las que disfrutaba rodeada de
una corte de amigas tan masculinizadas como ella. Los niños, como era habitual
en su entorno social, crecieron bajo el cuidado de nannies, institutrices y preceptores, en un mundo aparte en el que
sólo de vez en cuando la madre hacía acto de presencia unos instantes, para
besar a sus hijos con aire distraído y murmurar unas palabras de aprobación.
Annemarie estudió historia,
literatura y filosofía en la Universidad de Zurich, llegando a obtener el
doctorado en esta última disciplina. Todo un logro que nunca llegó a ser
apreciado por su madre, Renée, que quiso moldearla según sus deseos, sin conseguirlo.
Sucesivamente, intentó hacer de ella una virtuosa del piano, una gran amazona y
una debutante en sociedad a la busca de una alianza matrimonial digna de su
fortuna y posición. Annemarie aprendió piano y practicó la equitación para
complacer a su madre, pero desde la infancia hizo gala de una voluntad de
hierro, que la llevó a la universidad en lugar de a los salones y soirées frecuentados por los herederos
de fortunas como la suya, y a lucir sus cabellos cortos, sus ropas de corte
vagamente deportivo y masculino, con una elegancia única que subrayaba su
diferencia. Una diferencia que fue calificada como “esquizofrenia” por uno de
los psiquiatras a cuya consulta Renée la envió. Tanto la irritaba aquella hija
rebelde –a ella, sí, a la virago autoritaria y caprichosa, que guardando las
formas participaba sin embargo de idéntica pulsión lésbica que su hija-, que
necesitaba poner un nombre a sus salidas de tono. Tan radical diagnóstico no
fue, sin embargo, confirmado por ninguno de los médicos que trataron a
Annemarie a lo largo de su vida.
Se enamoró violentamente de Erika Mann, y durante años la siguió y la rondó con ansiosa solicitud, fascinada no sólo por ella como mujer, sino también –y quizá sobre todo- por la libertad absoluta que su figura encarnaba. Erika, por su parte, nunca la correspondió, pero aceptaba divertida y con cierto desdén amable la devoción de Annemarie. Las dos formaron parte de un bello y extravagante cuarteto que vivió con pasión las noches locas de Münich, de Berlín, de Zurich, en aquellos breves años en los que todo valía, junto al “falso gemelo” de Erika -su hermano Klaus- y Ricki Hallgarten, pintor e ilustrador, amigo de la infancia de los dos hermanos. Juntos recorrieron Europa, participaron en rallies automovilísticos, disfrutaron, en fin, la vida sin pensar en el mañana. Lo tenían todo organizado para llevar a cabo el viaje de sus sueños, largos meses en automóvil recorriendo el Asia Menor, Persia y Rusia, cuando la víspera del día señalado para la partida, el 5 de mayo de 1932, Ricki Hallgarten se suicidó. Tenía veintisiete años y estaba cansado de vivir.
Se enamoró violentamente de Erika Mann, y durante años la siguió y la rondó con ansiosa solicitud, fascinada no sólo por ella como mujer, sino también –y quizá sobre todo- por la libertad absoluta que su figura encarnaba. Erika, por su parte, nunca la correspondió, pero aceptaba divertida y con cierto desdén amable la devoción de Annemarie. Las dos formaron parte de un bello y extravagante cuarteto que vivió con pasión las noches locas de Münich, de Berlín, de Zurich, en aquellos breves años en los que todo valía, junto al “falso gemelo” de Erika -su hermano Klaus- y Ricki Hallgarten, pintor e ilustrador, amigo de la infancia de los dos hermanos. Juntos recorrieron Europa, participaron en rallies automovilísticos, disfrutaron, en fin, la vida sin pensar en el mañana. Lo tenían todo organizado para llevar a cabo el viaje de sus sueños, largos meses en automóvil recorriendo el Asia Menor, Persia y Rusia, cuando la víspera del día señalado para la partida, el 5 de mayo de 1932, Ricki Hallgarten se suicidó. Tenía veintisiete años y estaba cansado de vivir.
Pero también entonces
Annemarie había caído en los brazos de la más exigente y devastadora de sus
amantes: la morfina, de la que ya nunca conseguirá separarse del todo. En esos
momentos su historia es la de una drogadicta que vive en torno a su
dependencia, encadenando noches interminables en las que, para escándalo de su
familia, bebe sin tasa, frecuenta los ambientes más extremos, recorre los
barrios bajos en busca de una dosis, se enfanga en la promiscuidad sexual más
desesperada; pero, eso sí, todo ello con su inconfundible estilo, yendo de un
lado a otro en su sofisticado Mercedes blanco que es un signo de identidad.
Annemarie quiere exprimir la vida por sí sola, quiere intentar dejar de mirarse
en el espejo de los Mann. Erika y Klaus han inaugurado en Münich su cabaret político
“Die Pfeffermühle” (El molinillo de pimienta, nombre sugerido por su padre
Thomas Mann), que el empuje del nazismo les obligará a trasladar primero a
Zurich y luego, ya en el exilio, a Nueva York. Erika cree que la poderosa
familia Schwarzenbach ha podido tener
algo que ver con el cierre de su cabaret en Munich; la ruptura temporal de su
amistad impulsa a Annemarie a aceptar un encargo de la agencia alemana de
fotografía Academia, que la lleva a recorrer durante dos semanas, en la
primavera de 1933, el norte de España –de moda gracias a la novela de Ernest
Hemingway Fiesta- junto a la joven
fotógrafa Marianne Breslauer. Ésta debía realizar un reportaje fotográfico,
para el cual Annemarie escribiría los textos. En el Mercedes blanco de
Annemarie, las dos mujeres visitaron Gerona, Barcelona, San Sebastián, Andorra,
Pamplona y Huesca, entre otros lugares; tomaron cientos de fotografías y sin
duda vivieron una gran experiencia, aunque el reportaje nunca llegó a
publicarse en su totalidad, por reticencias de la agencia debidas al origen
judío de Breslauer.
La fiebre de los viajes,
que son su otra gran pasión junto a la literatura y ay, la morfina, ha prendido
definitivamente en el alma de Annemarie. En ese mismo año de 1933, tras
regresar de España, sube al Orient-Express para el primero de sus recorridos
por Oriente Medio, que durará siete meses y será pródigo en episodios de
enfermedades, borracheras y drogas en tugurios infectos de los barrios más
bajos de las ciudades. Pero también le servirá para tomar contacto por primera
vez con las excavaciones arqueológicas que se desarrollaban en Siria y Persia.
Un
año después, en 1934, regresará a Persia para trabajar en una misión
arqueológica en Rhages, al norte del país. Allí conocerá a Claude Clarac, diplomático
francés homosexual, con el que congenia y con el que, inesperadamente, contraerá
matrimonio al año siguiente. Ambos intentaron construir una convivencia basada
en la amistad y el aprecio mutuo, pero la drogadicción de Annemarie la hizo
imposible. Fruto de esta experiencia en Persia son dos libros: la colección de
relatos Bei diesem Regen (Con esta
lluvia, 1935), donde la autora refleja el desarraigo de diversos jóvenes
europeos y estadounidenses que han buscado refugio en Oriente, unos por deseo
de aventura, otros por motivos políticos y sociales; y la novela Tod in Persien (Muerte en Persia, 1936), una mezcla de diario de viaje,
autobiografía y ficción, de tono pesimista y desolador, sin que esté claro si
el personaje de la joven turca de quien la autora se dice enamorada y a la que
llama Yalé es real o ficticio.
Annemarie y Claude Clarac, su marido |
En 1936 Annemarie viaja a
Estados Unidos con una misión, una vez más, contradictoria: la privilegiada
hija de una familia multimillonaria realiza una serie de reportajes de denuncia
social, primero en ciudades industriales de Pennsylvania, y luego en el sur sacudido
por conflictos raciales, que se recopilaron en el libro Jenseits von New York (Más allá de Nueva York, 1937). A su regreso
a Europa, entre 1938 y 1939 emprende un turbulento viaje en automóvil por los
Balcanes, Turquía, Persia y Afganistán con la periodista suiza Ella Maillart,
cuyo fruto serán dos libros que se han convertido en clásicos de la literatura
de viajes: Ella Maillart escribirá The
cruel
way: Switzerland to Afghanistan in a Ford, 1939 (La ruta cruel: de Suiza a Afganistán en un Ford, 1939) y Annemarie publicará Alle Wege sind Offen: Die Reise nach Afghanistan, 1939/1940 (Todos los caminos están abiertos: El viaje a Afganistán, 1939/1940). Ella Maillart se había propuesto que durante este viaje conseguiría curar a su amiga de la adicción a la morfina, pero finalmente tuvo que dar la razón a Renée, la madre de Annemarie, que antes de la partida le había advertido que el caso de ésta era, desgraciadamente, sin esperanza (“Sie ist leider hoffnunglos.”)
way: Switzerland to Afghanistan in a Ford, 1939 (La ruta cruel: de Suiza a Afganistán en un Ford, 1939) y Annemarie publicará Alle Wege sind Offen: Die Reise nach Afghanistan, 1939/1940 (Todos los caminos están abiertos: El viaje a Afganistán, 1939/1940). Ella Maillart se había propuesto que durante este viaje conseguiría curar a su amiga de la adicción a la morfina, pero finalmente tuvo que dar la razón a Renée, la madre de Annemarie, que antes de la partida le había advertido que el caso de ésta era, desgraciadamente, sin esperanza (“Sie ist leider hoffnunglos.”)
Tras regresar de
Afganistán, no tarda Annemarie en viajar nuevamente a Estados Unidos, esta vez
a Nueva York. Va siguiendo los pasos de su amante de entonces, la millonaria
Margot von Opel, y se aloja con ella y el marido de ésta en el Hotel Plaza.
Pero pronto los echan a los tres, por los escándalos, peleas y borracheras que
no tienen fin. Annemarie conoce por entonces a la joven novelista Carson
McCullers, con la que hasta cierto punto reproduce su vieja historia con Erika
Mann, aunque esta vez invirtiendo los papeles: ahora es la americana quien
queda fascinada por Annemarie, mientras ésta se limita a tolerar su devoción,
con una actitud entre displicente y divertida. Pero llega el momento en que el
abuso de la morfina y los excesos de todo tipo terminan por presentar a
Annemarie la factura definitiva: tras recibir un telegrama en el que le
anuncian la muerte de su padre, sufre una violenta crisis y un ataque de delirium tremens que la llevan a un
intento de suicidio. Como todos los suicidas frustrados de Nueva York, es
conducida a Bellevue, el hospital psiquiátrico público de la ciudad, poco más
que un gran manicomio donde pasa los peores días de su vida. Avisada su
familia, la trasladarán a una clínica privada de White Plains, donde las
condiciones higiénicas son mejores, pero el tratamiento al que la someten es
tan cruel –no se le permite escribir, por ejemplo- que Annemarie termina
huyendo de allí en una noche de invierno, vestida sólo con el camisón que le
han proporcionado en la clínica, y recorre varios kilómetros a través de los
bosques y entre la nieve hasta llegar a la carretera, donde consigue que
alguien la lleve de vuelta a Nueva York. La historia terminará siendo declarada
Annemarie mentalmente irresponsable de sus actos y deportada a Suiza, su país
de origen, con una prohibición formal de volver a pisar los Estados Unidos.
Regresó, pues, a Suiza en
1940. Efectivamente su padre había muerto y su hermano había tomado las riendas
de la empresa familiar, algo perjudicada económicamente por el auge de las
fibras sintéticas, más baratas que la seda tradicional, y por los vientos de
guerra que asolaban Europa. El decidido antisfascismo de Annemarie chocaba con
la actitud abiertamente pro-nazi de su madre y con la tibieza de sus hermanos. Pasó
varios meses internada voluntariamente en clínicas de desintoxicación; luego intentó
serenarse escribiendo y dio a la imprenta Das
glückliche Tal (El valle feliz, 1940), una visión nostálgica del valle del
río Lahr, en Persia, en donde expone descarnadamente haberse sentido “perdida,
apátrida, a merced del viento, del frío, del hambre… siempre sola, empujada
hasta el mismo borde del abismo.”
Pronto volvió a escapar, esta vez a África. Desde Lisboa se dirigió al Congo Belga, a los escenarios de El corazón de las tinieblas de Conrad, sin que ella misma supiera muy bien qué buscaba. En más de una ocasión tuvo dificultades con las autoridades coloniales, que la tomaban por espía; estas y otras experiencias las trasladaría a su última novela, Das Wunder des Baums (El milagro del árbol, 1941) que escribió en el Congo, bajo la protección de madame Vivien, la esposa de un plantador que había tenido que regresar a Europa por razones de salud. En su finca de Lisala encontró Annemarie la tranquilidad necesaria para poder reflexionar sobre cuanto la rodeaba y terminar su novela.
Pronto volvió a escapar, esta vez a África. Desde Lisboa se dirigió al Congo Belga, a los escenarios de El corazón de las tinieblas de Conrad, sin que ella misma supiera muy bien qué buscaba. En más de una ocasión tuvo dificultades con las autoridades coloniales, que la tomaban por espía; estas y otras experiencias las trasladaría a su última novela, Das Wunder des Baums (El milagro del árbol, 1941) que escribió en el Congo, bajo la protección de madame Vivien, la esposa de un plantador que había tenido que regresar a Europa por razones de salud. En su finca de Lisala encontró Annemarie la tranquilidad necesaria para poder reflexionar sobre cuanto la rodeaba y terminar su novela.
Tras su estancia en África
se instaló provisionalmente en su pequeña casa de Engadina (Suiza), junto a los
lagos y entre los bosques que le traían agradables recuerdos de vacaciones allí
vividas con Erika Mann y con otras amistades. Estaba situada en un pueblo
pequeño, alejado de los balnearios y estaciones de esquí, donde los campesinos
la llamaban “la señora” y se interesaban por ella con respetuosa curiosidad.
Escribiendo, leyendo, tratando de recuperar el contacto con los amigos,
Annemarie pasaba los días en paz hasta la mañana en que decidió dar un paseo en
bicicleta. Yendo cuesta abajo perdió el equilibrio, soltó el manillar y al caer
se golpeó la cabeza con una piedra. Perdió el habla y la memoria, y dos meses
después, murió. Tenía treinta y cuatro años.
No existe duda de que la
madre de Annemarie destruyó muchos manuscritos inéditos de su hija tras el
fallecimiento de ésta, e intentó por todos los medios borrar de la memoria colectiva
su obra literaria. Por estas y otras razones, Schwarzenbach ha sido
prácticamente desconocida hasta bien entrada la década de los 70, cuando su
redescubrimiento como una de las mejores escritoras de viajes del siglo XX y la
popularidad de su imagen andrógina y elegante la convirtieron para siempre en
una personalidad de culto. Y, tantos años después, Annemarie sigue deparando
sorpresas: en 2007 salió a la luz un manuscrito inédito suyo, conservado hasta
entonces en el archivo suizo de literatura y que había pasado inadvertido: la
novela corta Eine Frau zu sehen (Ver
a una mujer), que escribió con apenas veintiún años y que es la única de las
ficciones de la autora que transcurre en su país natal, concretamente en un
hotel de Saint-Moritz. En sus páginas, la fascinación erótica entre dos mujeres
se describe libremente, sin trampas ni máscaras.
BIBLIOGRAFÍA
Antón, Jacinto: “La
viajera vulnerable”, Babelia, El País, 21 de febrero de 2009.
Crespo MacLennan, Gloria:
“Marianne Breslauer regresa a España”, Babelia, El País, 4 de noviembre de
2016.
Lucas, Antonio: “Bello
ángel de tinieblas”, El Mundo, sección “Heterodoxas”, 8 de marzo de 2015.
Mazzucco, Melania G.:
“Ella, tan amada”, Editorial Anagrama, año 2006, traducción de Xavier González
Rovira.
Schwarzenbach, Annemarie:
“Muerte en Persia”, Editorial Minúscula, año 2003.
Schwarzenbach, Annemarie:
“Ver a una mujer”, Editorial Minúscula, año 2010, traducción de María Esperanza
Romero.
Hace poco oí a Jacinto Antón hablar de ella en La SER, muy interesante el artículo, mil gracias. M. Corleone
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo y por comentar. Schwarzenbach es un personaje tan legendario y sobre ella se ha dicho tanto, que he intentado, dentro de lo que cabe, centrarme en su obra más que en los aspectos personales.
EliminarSue, me ha encantado leer tu artículo. No conocía a esta mujer y ahora tengo ganas de saber más de ella y de leer algo suyo.
ResponderEliminarJilguero
Muchas gracias. He leído hace poco Muerte en Persia y me gustó. Muy bien escrito.
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