Risas sobre las tablas: el humor en el teatro español - Sue_Storm


Sin ánimo de ser exhaustiva, y sin más pretensión que compartir mis impresiones como lectora apasionada y como amante del teatro, os invito a hacer un pequeño recorrido por la obra de algunos autores que nos han hecho reír y que han contribuido a la renovación del siempre vanguardista arte escénico. ¿Me acompañáis? Creo que lo pasaremos bien.


Sainetes y saineteros
Al público español siempre le ha gustado que le hagan reír desde detrás de las candilejas, y uno de los mayores logros del teatro de humor español es el sainete, que a partir del siglo XVIII sustituye al entremés como “breve intermedio jocoso” intercalado en la representación de obras de mayor enjundia. 

Fueron los intelectuales de la Ilustración quienes desterraron de la escena el entremés, por considerarlo vulgar y chabacano. Tampoco mostraron mucho entusiasmo por su heredero, el sainete: buena prueba de ello es que el rey absoluto de este género en aquella época, el madrileño Don Ramón de la Cruz (1731-1794), a pesar del gran éxito popular que alcanzó, se pasó media vida luchando contra la franca hostilidad que le profesaron los estilistas del Neoclasicismo; y sólo tras la caída del gobierno del conde de Aranda, protector de la estética neoclásica, comenzó a recibir honores y reconocimientos oficiales. Durante mucho tiempo reinaron en los escenarios de Madrid sus más de trescientos sainetes, obras breves de carácter costumbrista, escritas en verso y siempre ilustradas con música y canciones. En ellas, con claros tintes de parodia, el gran sainetero ridiculizaba sin piedad la sociedad de su época, poniendo en evidencia las lacras y los vicios de las distintas clases sociales a la vez que provocaba las risas del público con las más cómicas situaciones. Es difícil entresacar sólo algunos títulos de su extensa obra. Quizá merezcan destacarse La Petra y la Juana, o el casero prudente (1843), cuya acción se sitúa en la “casa de tócame Roque”, casa de vecinos que existió realmente en Madrid y que, por su barullo y querellas continuas, ha llegado hasta nuestros días para dar nombre a cualquier situación confusa o desconcertante; Manolo (1769), la historia de un hampón relatada en un altisonante tono heroico, que constituye una desaforada parodia de todas las convenciones, elementos y motivos del teatro serio de la época; y La comedia de Valmojado (1772), un ejemplo de “teatro dentro del teatro”, donde los vecinos de un pueblo representan una función, con partes cantadas, dando lugar a un divertido juego de ficción y realidad.

Tomaron el testigo como saineteros Tomás Luceño (1844-1933), autor de piezas ingeniosas como Un tío vivo, Adula y vencerás y Las recomendaciones; y el gaditano Javier de Burgos (1842-1902), cuyo título La boda de Luis Alonso o la noche del encierro, de 1897, conserva hoy su popularidad gracias a su adaptación como zarzuela, con música de Gerónimo Giménez. Con ellos, el sainete empezó a perder el agudo tono crítico que tuvo en tiempos de Don Ramón de la Cruz y a volverse más amable, más “zarzuelero”, transmitiendo una visión conservadora e idealizada de la realidad social, que será una constante en su historia futura. 


Carlos Arniches
Continuador del género del sainete fue el más madrileño de los alicantinos: Carlos Arniches (1886-1943),  que legó a la posteridad el estereotipo del madrileño de baja estofa, achulado y sarcástico, así como una caricatura del habla popular de la ciudad –siempre marcando las sílabas, arrastrando la dicción y usando términos rebuscados- que, a través de sus obras teatrales y libretos de zarzuela, pronto se superpuso como una máscara a la realidad, mucho menos pintoresca. El mismo Valle-Inclán tomará múltiples elementos de este lenguaje para ponerlos en boca de los personajes de sus esperpentos.

Creó también Arniches un nuevo género, que denominó “tragedia grotesca”: obras eminentemente cómicas, pero también preñadas de crítica social, en las que el autor vertió las aspiraciones del movimiento regeneracionista al que estaba adscrito. Varias de ellas han traspasado la barrera del tiempo y hoy siguen siendo recordadas y representadas: así sucede con La señorita de Trevélez (1916), un patético retrato del provincianismo español y del mal gusto que los brutos ociosos tienen para las bromas, que no se puede ver sin que se forme un nudo en la garganta del espectador, por mucho que nos hayamos reído con algunos pasajes; cuarenta años después, Juan Antonio Bardem adaptaría muy libremente esta obra en su película Calle mayor (1956). Aunque bastante por debajo de la anterior, otros dos ejemplos de tragedia grotesca destacables en la producción de Arniches son: ¡Que viene mi marido! (1918), una burla amable de la codicia que anida en el alma de todo ser humano; y Es mi hombre (1921), donde un padre agobiado por la miseria y las deudas no encuentra otra forma de defender su puesto de trabajo que hacerse pasar por un temible matón. 


“Los Quinteros”
Así se conocía en el mundillo teatral y literario de su época a los hermanos Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944) Álvarez Quintero, dos sevillanos de Utrera que, siempre en estrecha colaboración, cultivaron con un éxito sin precedentes la comedia costumbrista, llevando a la escena multitud de títulos que firmaban conjuntamente.

El mundo de los Quinteros es una Andalucía idealizada, donde el conflicto social no existe, los gañanes son alegres y simpáticos, siempre hay un cura o una monja a mano para recordar sus deberes religiosos a los que se descarrían, y, en suma, todos viven felices, cada uno en su clase, sin más preocupación que hacer chistes de la mañana a la noche. Esta es la principal razón por la que sus obras no han resistido el paso del tiempo, aunque estén bien construidas y sus diálogos sigan llenos de ingenio y de gracia. Sólo hay que hojear el que fue uno de sus mayores éxitos, la comedia El genio alegre (1906), para darse cuenta de que sería imposible subirla hoy a un escenario; no ya por políticamente incorrecta, sino por absurda y trasnochada.

Sin embargo, lo que mejor ha sobrevivido entre la ingente obra de los Quinteros son sus sainetes o pasillos breves, que si bien hace tiempo que no ven la luz de las candilejas, sí que continúan representándose sin interrupción en multitud de galas de fin de curso, teatros de aficionados, funciones benéficas protagonizadas por grupos de la tercera edad, asociaciones de vecinos… Algo tendrá el agua cuando la bendicen: si títulos como Mañana de sol (1906), Sangre gorda (1909), La sillita (1921), Ganas de reñir (1923) o El cuartito de hora (1922) siguen interesando y haciendo reír al público, por benevolente que éste sea, es que los Quinteros, después de todo, tampoco lo hacían tan mal. 


Pedro Muñoz Seca
Su figura continúa siendo conocida hoy, gracias a la enorme popularidad de que sigue gozando su parodia de los dramas románticos La venganza de don Mendo (1918), que es la cuarta obra más representada de todos los tiempos en España; y, también, por las terribles circunstancias de su muerte, pues fue asesinado en la matanza de Paracuellos del Jarama cuando se encontraba en la plenitud de su talento, que tantos frutos más podía haber dado. 

Gaditano de El Puerto de Santa María, Pedro Muñoz Seca (1879-1936) fue el gran favorito del público, a la vez que el más odiado y despreciado por los críticos, que nunca perdieron la ocasión de condenar sus producciones con una saña tal, que sólo podía tener una explicación: la envidia. Solo o en colaboración, llegó a escribir unas doscientas veinticinco obras teatrales, entre entremeses, comedias, melodramas, operetas, juguetes cómicos y monólogos. Aportó a la escena española un género peculiar, que él denominó “astracán” o “astracanada”, cuyo objetivo era buscar la comicidad a todo trance, recurriendo tanto a la subversión del lenguaje como a las más inverosímiles y retorcidas situaciones. Y el público, literalmente, se retorcía también de risa en sus butacas con obras como El verdugo de Sevilla (1916), Los extremeños se tocan –opereta en tres actos, pero sin música- (1921) y, cómo no, la antes citada La venganza de don Mendo, cuya lectura hoy sigue siendo hilarante y que tiene el éxito asegurado en todas sus representaciones escénicas. Es Muñoz Seca, sin duda, más allá de filias y fobias políticas, un autor a recuperar.


Enrique Jardiel Poncela, el gran renovador
Cuando, en la noche del 24 de mayo de 1940, se alza el telón del Teatro de la Comedia para el estreno de Eloísa está debajo de un almendro, tiene lugar la mayor revolución del género teatral que se haya producido nunca en España. Esa última fila de un cine de barrio donde, ante los ojos asombrados del público, transcurre la acción del prólogo, es todo un grito de rebeldía en contra de las convenciones teatrales que por entonces dominaban la escena, ya se tratara de alta comedia, género costumbrista o sainete. Jardiel, en la España sombría de 1940, se adelantó así en más de quince años al escándalo que desataría John Osborne en el Londres de 1956, cuando, en el estreno de Look back in anger (Mirando hacia atrás con ira), presentó en el escenario lo nunca visto en un teatro de la capital británica: algo tan prosaico y cotidiano como una tabla de planchar.

Al estrenar Eloísa está debajo de un almendro, la carrera literaria de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) como novelista, articulista y autor dramático estaba ya plenamente consolidada. Él mismo nos cuenta, en las Circunstancias en las que se imaginó, se escribió y se estrenó esta comedia –una suerte de prólogo que encabeza las ediciones de muchas de sus obras, y que es un impagable testimonio de su proceso creador y del ambiente y personajes del mundillo teatral de la época-, que Eloísa… fue “un éxito rotundo desde las primeras escenas hasta las últimas frases, y económicamente una de las comedias que más dinero habían producido y producirían”; si bien la crítica, con alguna excepción, la hizo blanco “de su incomprensión más roma y de su mayor amargura.” No era la primera vez que tal cosa sucedía, pues la comicidad de Jardiel, si bien hundía sus raíces en Arniches, en el mismo Muñoz Seca y en otros precedentes cercanos, ofrecía al mismo tiempo algo nuevo, algo rompedor y personalísimo: anticipaciones del teatro del absurdo, peculiar refinamiento del lenguaje, situaciones cómicas no siempre bien entendidas, que el público solía recibir con entusiasmo, pero que desafiaban el criterio de la mayoría de los expertos, que, simplemente, se habían quedado atrás.

Desde el estreno en 1927 de Una noche de primavera sin sueño, comedia disparatada en torno al divorcio (“patrimonio es un conjunto de bienes; matrimonio, un conjunto de males”), Jardiel fue regalando a la escena española obras divertidísimas, que además de ocupar un lugar de honor en la historia de nuestro teatro, hoy continúan siendo representadas y conociendo el éxito: El cadáver del señor García (1930), que en su momento no gozó del favor del público, pero que desde una perspectiva actual es muy divertida, y en ella se suceden los golpes de humor a ritmo trepidante; Usted tiene ojos de mujer fatal (1932), versión teatralizada de su novela Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? ; la parodia en verso Angelina, o el honor de un brigadier (1934); Las cinco advertencias de Satanás (1935), una comedia encantadora, con un toque de serena melancolía; Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), que toma elementos de la ciencia- ficción para componer una historia tan divertida como innovadora; Carlo Monte en Montecarlo (1939), opereta con música del maestro Guerrero; Un marido de ida y vuelta (1939), que incorpora uno de los personajes femeninos más encantadores del autor, la frívola y alocada Leticia, cuyo difunto marido vuelve del más allá disfrazado de torero y con una frondosa barba…

A partir del punto de inflexión que supone Eloísa…, los éxitos seguirán jalonando aún durante un tiempo la carrera escénica de Jardiel. En Los ladrones somos gente honrada (1940) escribió el personaje del Pelirrojo expresamente para el joven Fernando Fernán Gómez, que había intervenido, diciendo una sola frase (“¡Vaya mujeres!”), en el prólogo de Eloísa…, y al que Jardiel quiso ayudar, impulsando así su carrera. En Madre, el drama padre (1941) parodió aquellos viejos melodramas sobre hijos secretos y lazos de sangre ignorados, que tantas lágrimas habían hecho derramar al público de décadas pasadas. Le siguen Los habitantes de la casa deshabitada (1942), y Blanca por fuera y Rosa por dentro, Las siete vidas del gato y A las seis en la esquina del bulevar, en 1943.

En 1944 decide iniciar una gira por Hispanoamérica con su empresa teatral, la Compañía de Comedias Cómicas. Nunca debió hacerlo. El terrible fracaso económico que esta aventura trajo consigo –causado, en gran parte, por la feroz campaña de los españoles allí exiliados, que reventaron sistemáticamente los estrenos-, unido a otras desgracias personales y familiares que le golpearon con dureza, fue el principio del triste fin de Jardiel, que, solo y arruinado, murió a los cincuenta años de edad, en 1952.


Tras los pasos de Jardiel
Contemporáneo de Jardiel, y también gran renovador del teatro cómico español de la posguerra, fue Miguel Mihura (1905-1977). Su obra maestra es Tres sombreros de copa, una delicada comedia que continuamente se mueve en la frontera entre el ridículo y la ternura;  la escribió en 1932, si bien no se representó hasta más de veinte años después, en 1956. Al margen de esta obra primeriza, que, sin embargo, se considera la mejor que salió de su pluma, Mihura desarrolló una muy nutrida carrera teatral, que va desde sus primeras obras cercanas al teatro del absurdo y a las vanguardias europeas (Viva lo imposible, en 1939; Ni pobre, ni rico, sino todo lo contrario, escrita en colaboración con Tono, en 1943) hasta sus grandes éxitos con comedias de enredo de corte policiaco (El caso de la mujer asesinadita, en 1946, en colaboración con Álvaro de Laiglesia; El caso del señor vestido de violeta, en 1954; La tetera, en 1965…) y otras obras cómico-costumbristas (Melocotón en almíbar, en 1958; Maribel y la extraña familia, en 1959; Las entretenidas, en 1962…) En 1964 estrena una comedia atrevida para la época: Ninette y un señor de Murcia, donde el mundo estrecho y provinciano del protagonista masculino se ve sacudido por la amplitud de miras y la sexualidad desbordante de una bellísima francesita, hija de exiliados españoles. El éxito conseguido le llevó a escribir la continuación, Ninette, modas de París, en 1966.


Muchos de los escritores que, como el propio Mihura, colaboraban semanalmente en la revista humorística La codorniz, cultivaron también el teatro. Es el caso de Tono, seudónimo de Antonio de Lara (1896-1978), que retomó el género de la “astracanada” y le aunó la influencia de su maestro Ramón Gómez de la Serna, en títulos como Guillermo Hotel (1945), ¡Qué bollo es vivir! (1950), Crimen pluscuamperfecto (1956) o El señor que las mataba callando (1964). También Carlos Llopis (1913-1970) hizo numerosas aportaciones al género de la comedia, aunque en un tono aburguesado, más cercano a Víctor Ruiz Iriarte o a Torcuato Luca de Tena que al humor absurdo que cultivaban sus compañeros de publicación; entre sus obras merecen destacarse, por su popularidad, Con la vida del otro (1947), Nosotros, ellas y el duende (1946), La cigüeña dijo sí (1951) y ¿Qué hacemos con los hijos?  (1959).


Capítulo aparte merece Alfonso Paso (1926-1978), rey de la comedia durante las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX; si no por la calidad de su producción, que, examinada hoy, resulta ínfima, sí al menos por lo nutrido de la misma y por el rotundo éxito que en su momento obtuvo. Yerno de  Enrique Jardiel Poncela –se casó con la única hija de éste, Evangelina-, según algunos vivió obsesionado por emular la figura de su suegro. En 1968 tuvo en cartel siete obras a la vez, en diferentes teatros de Madrid, con lleno absoluto en todas las funciones de tarde y noche; y eran continuas las adaptaciones al cine y a la televisión. Sin embargo, de aquella carrera fulgurante hoy no queda nada. Títulos que en su momento fueron grandes éxitos, como Usted puede ser un asesino (1958), Cuidado con las personas formales (1960), Vamos a contar mentiras (1961) o Al final de la cuerda (1962)… destilan oficio, sí; pero también resultan acartonadas, trasnochadas, previsibles. No han podido traspasar la barrera del tiempo. En palabras de Eduardo Haro Tecglen, “es un fenómeno de posguerra: los autores han tenido una vida limitada, unos éxitos fulgurantes y un olvido casi inmediato. Alfonso Paso fue una moda.”


Tras el breve paso por las tablas de Juan José Alonso Millán (Madrid, 22 de junio de 1936) que antes de convertirse en guionista de las películas del “landismo” nos dejó títulos como El cianuro, ¿solo o con leche? (1963) y El alma se serena (1968), con la Transición llegó un mal momento para el humor en el teatro español, pues los escenarios se llenaron de obras serias, trascendentes y de hondo calado político, y de sátiras amargas y desgarradoras, como las de José María Rodríguez Méndez (1925-2009) y José Martín Recuerda (1926-2007). El humor tuvo que refugiarse en espacios casi marginales, como el café-teatro. Faltaba en España un Darío Fo, que supiera hablar de política haciendo reír al público.

A partir del estreno en 1981 de La estanquera de Vallecas, José Luis Alonso de Santos (Valladolid, 23 de agosto de 1942), se erige, con gran éxito, en representante de una nueva comedia urbana, heredera del sainete y de la astracanada, pero también empapada de crítica social, cuyo máximo exponente es otra pieza suya de 1985: Bajarse al moro. En la misma línea está Rafael Mendizábal (1940-2009), con obras como Mi tía y sus cosas y Mañana será jueves, ambas de 1985; y, sobre todo, con Mala yerba (1989).

Y hoy, en el siglo XXI, ¿quién hace reír al público en el teatro español? Pocos ejemplos encontramos, más allá de las reposiciones de títulos ya mencionados en este artículo. Podríamos citar las producciones más recientes de Albert Boadella para Els joglars, que arrancan la risa de labios del espectador en más de una ocasión; pero es una risa amarga, producto de la sátira despiadada. Si en pequeñas salas se vienen representando obras cómicas  traducidas del francés, o del inglés, que han sido éxito en sus países y también lo cosechan aquí, ¿por qué no surgen autores dramáticos que hagan humor en español? Nuestro teatro los necesita urgentemente. 


BIBLIOGRAFÍA

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Haro Tecglen, Eduardo: “Alfonso Paso no resucitó.” El País, 19 de junio de 1979.

Herrera Ángel, Rafael: “El teatro andaluz costumbrista: los hermanos Álvarez Quintero”. Revista “Gibralfaro”, enero-marzo 2012.

Jardiel Poncela, Evangelina: "Enrique Jardiel Poncela, mi padre". Editorial Biblioteca Nueva, 1999.

Ochando Madrigal, Emilia: “Del sainete al esperpento (evolución de los géneros teatrales en España).” Revista de la Facultad de Educación de Albacete, nº 8, año 1993.

Romero Ferrer, Alberto: “El sainete La boda de Luis Alonso o la noche del encierro, de Javier de Burgos: estudio y edición”. Universidad de Cádiz.

Pérez Jiménez, Manuel: “El género comedia en el teatro español actual”, Universidad de Alcalá.

Sánchez, Aurora y Campal, José Luis: “Pedro Muñoz Seca, seis obras en un año”. La ratonera, nº 36.

Víllora, Pedro: “Escrito para gustar: Antología de Rafael de Mendizábal”. Madrid, 2003.

Vilches de Frutos, Mª Francisca: “Los sainetes de Don Ramón de la Cruz en la tradición literaria. Sus relaciones con la Ilustración”. Instituto Miguel de Cervantes del CSIC.


3 comentarios:

  1. Un excelente repaso al teatro humorístico español, todo un señor artículo. Gracias Sue, como siempre estupenda

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  2. Muy interesante, Sue. Me ha gustado mucho.
    Elisel.

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