"Un libro
no leído es en potencia como una bomba que no ha estallado"
María
Zambrano
"Digo lo
que tengo que decir, sin literatura"
Clarice
Lispector
“Se
escribe para leer lo que queremos leer, -afirma el autor-, pero
también se escribe cuando no queremos leer a los otros”; la
lectura y la escritura se convierten en las dos caras de una misma
moneda y la crítica reúne en sí misma estas dos actividades, ya no
entendidas como opuestas, sino como dos elementos complementarios,
dos suplementos de una totalidad siempre superior y siempre
inesperada llamada Literatura.
Hay
libros que emergen en los propios sueños, otros nos enredan en
aventuras intrépidas; los hay despiadados, sin misericordia hacia la
naturaleza humana, algunos son intimidatorios o molestan, otros
depuran, revitalizan y los hay incluso que producen nuestra más
estentórea carcajada. Libros que enseñan (en "esta ilustración
sin luces", que decía un cantautor), que nos hacen cosquillas,
que nos acompaña, libros que están con nosotros. Pero mis
preferidos de todos son los libros que respiran, libros con ventanas
a otros: libros que hablan de libros. El de hoy, es uno de ellos.
Cuando
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) acertó a colocar
el paradójico título, No leer a una serie de artículos y
crónicas, no buscaba meramente provocar, que también, sino que el
título alude "al placer de no leer algunos libros",
sentimiento que acusó tras dejar la crítica literaria semanal
después de tres años. "Ser crítico literario es uno de los
oficios que más respeto. Pero definitivamente no quería ocupar ese
lugar de autoridad", dice. Por otro lado, el título alude a
varios temas presentes en el conjunto: a las imposturas del mundo
literario, a la tiranía de las novedades, a las desconcertantes
listas de lecturas obligatorias, (¿cómo puede el placer
obligarse?), a la insólita pero arraigada costumbre de hablar de
libros sin haberlos leído y también, en cierto modo, a la
dificultad de encontrar un título. "Pero en verdad, -vuelve a
decirnos- este libro es, sobre todo, un elogio de la lectura".
El
libro está dividido en tres apartados: en la
parte I, asistimos a una serie de
anécdotas en torno a libros y autores, muchos de ellos
latinoamericanos (y algunos desconocidos para mí), pero otros autores
consagrados, merecedores, nunca canónicos (¡bye, bye, Harold
Bloom!) de la mejor literatura. Onetti, Borges, Juan Rulfo,
Ribeyro, José Donoso, Macedonio Fernández ("mi escritor
favorito año por medio", dice), Cortázar, Ezra Pound,
Eliot, Pessoa, Alejandro Rossi, Cheever, Carver, Le Clézio,
Coetzee, Buzzati, Péter Esterházy entre otros.
Nos
habla de su desgana de leer Madame
Bovary
en el cole, -los profesores "hicieron todo lo posible para
demostrarnos que leer era la cosa más aburrida del mundo"-,
pues era lectura obligatoria, que sólo luego más tarde disfruta en
todo su esplendor; hay un elogio a la fotocopiadora, gracias a la
cuál lee los ensayos de Roland
Barthes,
poemas de Enrique
Lihn,
Gombrowicz
y Clarice
Lispector,
entre otros, pues "los libros siguen siendo escandalosamente
caros", dice (p. 24). Nos aconseja leer libros extravagantes e
innovadores, irreductibles a toda definición más o menos canónica
de novela, como El
beso de la mujer araña,
o Maldición
eterna a quien lea estas páginas,
ambas de Manuel
Puig,
o los cuentos "Silvio
en El Rosedal", "Al pie del acantilado", o Sólo para
fumadores" de Julio
Ramón Ribeyro.
O autores como Alejandro
Rossi,
el comentarismo de lo mínimo, y su Manual
del distraído,
que prefiere los libros que, "sin remordimientos, podemos abrir
en la página que nos dé la gana". (p. 81). Además nos habla
del coleccionismo, "esa enfermedad maravillosa e incurable que
nos lleva a atesorar primeras ediciones o rarezas bibliográficas o
incluso libros que nos llaman la atención por el diseño, por la
tipografía, por el tamaño. Ejemplos, la belleza de una edición de
Kawabata
en japonés, o un ejemplar en alemán de Opiniones
de un payaso
de Heinrich
Böll.
Nos brinda excelentes recetas lectoras: combinar lecturas, en general
de naturaleza distinta, por ejemplo, cien páginas matinales de Libro
del desasosiego,
tres cuentos de Clarice
Lispector
por la tarde y algunos poemas de César
Vallejo
antes de dormir. Habla de sus preferencias por las novelas largas,
"esas que reservamos para la primera gripe del año", a
pesar de publicar una novela muy corta. Ulises
de Joyce
(aunque lo lee con desgano), y La
montaña mágica,
(que lee tras una cesantía, y que terminó por tomarse la
temperatura cada cinco páginas), o la intensidad duradera de una
magnífica novela como Manuscrito
encontrado en Zaragoza.
El humor no
escasea en Zambra y para muestra sus dos reseñas polémicas contra los poetas, en
clave satírica, eso sí, y que a muchos de ellos molestó. Aconseja
el divertidísimo ensayo de Witold
Gombrowicz.,
Contra
los poetas
(abstenerse gente sin sentido del humor, pienso que diría).
Coincido con él
en considerar que "estamos demasiado llenos de etiquetas".
Es casi una obsesión el afán clasificatorio que tenemos. Se habla
de poema en prosa, de prosa poética, de "proema", de
novela en verso, de poema narrativo, incluso de novela de poeta y de
novela erótica escrita en forma de poema en prosa, (jajaja). A veces
necesitamos ambigüedad para decir lo que queremos decir. Un respiro,
por favor.
Genial la reseña dedicada a J.M. Coetzee titulada "Una lengua corrompida", que se inicia con las sobrecogedoras preguntas: ¿Cómo confiar en el lenguaje si éste ha demostrado con creces su incapacidad para dar cuenta del horror, de la soledad, de la muerte? ¿Cómo escribir en una lengua corrompida por la historia?
Lo
que hace a este libro atractivo, entre otras cosas, es la riqueza de
fuentes, lecturas y referencias literarias que brinda, de una forma
amena, con un tono muy directo, cercano, analítico pero no sesudo, y
con una aguda ironía, alejada de esa sobriedad y presunción de
otros libros de ensayos de este tipo (pienso en Piglia, o
Manguel). Es, además, una invitación a la reflexión. Zambra
es ante todo un buen lector y es por ello que nos contagia a leer,
en este caso como propuesta afirmativa, -un SÍ rotundo y mayúsculo-,
a autores y obras que conoce, que disfruta, algunas de las cuales son
poco habituales, o viven en los márgenes de las corrientes de la
gran literatura. Me refiero a nombres como César Aira, Rodrigo
Fresán, Mauricio Wacquez, Diamel Eltit, Marcelo Mellado, Josefina
Vicens, Mario Levreo, Eduardo Molina, entre otros.
En
la parte II, dedica Zambra unas reseñas un
tanto más largas en extensión, y profundidad (podríamos decir que
también más serias) de seis autores, tres de ellos chilenos:
Roberto Bolaño, Gonzalo Millán, Nicanor Parra, Julio Ribeyro,
Cesare Pavese, y Junichiro Tanizaki.
La
primera de las reseñas es mi preferida, quizá porque admiro a
Bolaño y todo lo que
he leído de él. Además ha despertado mis ansias por conocer mejor
su faceta poética, así como los primeros poemas, que como dice
Zambra, son
desarreglos a la manera de Rimbaud,
alegatos salvajes a favor del desorden. Roberto Bolaño,
al que llama "el poeta-prosista", pensaba que la mejor
poesía del siglo XX había sido escrita en forma de novela: "En
el Ulises de James Joyce está contenida La tierra
baldía de Eliot, y es mejor que la La tierra baldía
de Eliot". Afirmación un tanto atrevida, si se quiere,
pero no por ello sugerente frente al tema de las etiquetas del que
hablaba antes. Por otro lado, la obra de Bolaño, -autor de
grandes novelas como Los detectives salvajes o 2666-
cuenta la historia de un poeta resignado a ser novelista. Un poeta
que desciende a la prosa para escribir poesía.
Las lecturas
simultáneas de Zambra entre el poeta Gonzalo Millán y
Elías Canetti, hace compararlos, pues ambos parecen apelar a
ese "lector salteador" que proclamaba Macedonio o
Machado de Assis, entre otros enemigos de la línea recta.
¿Leer para dejar de leer, para detenerse? Sí. "Sería
espantoso, sería absurdo, leerlo de un tirón", decía Canetti
a propósito de El corazón secreto del reloj. Otra similitud
que hace es la de Ribeyro con Kafka, a propósito del
humorismo de ambos. "Kafka es mi hermano, siempre lo he
sentido, pero el hermano esquimal, con el cual me comunico a través
de señas y ademanes, pero entendiéndonos", escribe Ribeyro.
Además los personajes ribeyreanos por excelencia son débiles,
arrinconados por el presente, víctimas de la modernidad.
¿Cuántas
veces nos gusta y disgusta un mismo autor?, ¿es posible un cambio de
gustos?, ¿está ese cambio en la propia tarea como lectores al
asumir una grado de madurez, análisis o criterio?, ¿es posible que
un autor que amamos nos resulte decepcionante en otro momento, y
luego volvamos a admirarlo? Zambra
lo tiene claro y su respuesta es afirmativa. En un principio la
relectura de El
oficio de vivir
le resultó decepcionante para terminar diciendo: "Releo
algunas páginas y rápidamente vuelvo a quererlo: me gusta, de
nuevo, Pavese"
(p. 206). Y todo ello después de experimentar la emoción de visitar
el pueblo natal del autor, Santo Stefano Belbo
y
conocer mejor sus singladuras personales. En las cuatrocientas
páginas, el escritor italiano cultiva la idea del suicidio como si
se tratara de una meta: no es el enigmático amigo de Wislawa
Szymborska
en el poema "La habitación del suicida", ni el suicida del
poema de Borges
que dice "lego la nada a nadie". Por el contrario, Pavese
es consciente de su legado, de dejar una obra importante. La
principal virtud de Pavese,
-dice su amiga Natalia
Ginzburg-,
era la ironía, pero a la hora de escribir y a la hora de amar
enfermaba, súbitamente, de seriedad" (p. 203). Interesantes
esos cambios de registro, ¿no?
En
la última e inextensa (como no podía ser de otra manera) parte
III, nos explica el origen y arquitectura de su brevísima (y
aconsejadísima, añado) novela Bonsái, así como La vida
privada de los árboles, una
novela que, en más de un sentido, es el reverso de Bonsái.
"La historia de Bonsái
es la historia larga de un libro corto", dice. Igualmente nos
habla de su formación literaria, así como la preferencia a no
adherirse a un estilo o tendencia particular. "Leímos a los
propios como si fueran ajenos y a los ajenos como si fueran propios.
Yukio Mishima
fue nuestro Severo Sarduy.
César Vallejo
fue nuestro Paul Celan.
Macedonio Fernández
fue nuestro Laurence
Sterne. Raymond
Carver fue nuestro
Raymond Chandler.
Álvaro Mutis
fue nuestro abuelito. Robert
Creeley fue nuestro amigo
mudo. Emily Dickinson
fue nuestra primera polola. Y Borges
fue nuestro Borges".
[....] Pero leímos tarde el boom, casi todo lo leímos tarde, por forturna...
[....] Pero leímos tarde el boom, casi todo lo leímos tarde, por forturna...
En definitiva, un aconsejable libro para disfrutar, para saborear
delicias literarias, breve pero amplio en información, y muy
dinámico, repleto de referencias y vidas. Un interesante muestreo
para seguir ampliando nuestra cada vez más inmensa (e intensa) red
de deseos lectores.
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