Los vapores de mercurio que los experimentos que los Buendía dejaban flotar por la casa, no son razón suficiente para explicar tanta penetración de lo mágico en la dura realidad, el mercurio es un factor que se suma al factor incestuoso de la familia, al factor climático, a los códigos de la cábala, enfermedades desconocidas, mal uso de plantas venenosas, al miedo que les infundía la Biblia y por deducción, a
Pero toda esta amalgama, Gabriel García Márquez la va dosificando trocito a trocito, con todo lo que recordaba de su niñez, y de lo que sus abuelos le habían contado, que asombrosamente pero cierto, había ocurrido cerca del río Magdalena, en Aracataca o Barranquilla, para edificar la novela que se mereció el premio Nobel probablemente por llegar a cualquier tipo de lector, y al intelectual con una cimentación cultural potente que puede apreciar una segunda novela de alusiones metalingüísticas o históricas pero que no puede apreciar la sencillez de sentimientos básicos, que sí pueden apreciar la mayoría de lectores comunes y mortales, y disfrutar más, sin complicaciones, recreándose con una manera de hablar y de enamorar, en la que sólo es maestro García Márquez, para poder mantener ese regocijo continuo en tantas páginas. Se imprimieron 8.000 ejemplares a mediados de los 60, se agotaron en tres semanas. Para colmo las críticas fueron en extremo favorables. Cantidades y resultados han pasado a ser muy distintos en la literatura más vendida hoy, pero Cien años de soledad sigue siendo de los más leídos y no conozco a nadie, que diga, que no le ha gustado, sin embargo, por ejemplo, El Quijote tiene detractores en muchísimos lectores comunes.
Lo leí en 1982 para relajarme ese verano, de campos electromagnéticos y
formulaciones químicas, y me encontré con el mercurio de los Buendía y los
imanes del gitano Melquíades, imanes que embrujaban a la población de Macondo.
Me parecía poco más que una burla, que los gitanos cobraran por hacer saltar
trocitos de metal cuando yo lo hacía con un destornillador y la bobina de un
contactor, pero el libro me atrajo como el imán a un alfiler. Para que no
abusaran en exceso de su inocencia, el fundador de Macondo se conformó con
imponer solamente dos leyes: -Que los curas no manden, y –Nada de gallos de
pelea. Las dos para evitar enfrentamientos fáciles, en un pueblo que no era
pueblo todavía porque nadie había muerto. Se consolida Macondo cuando el gitano
Melquíades muere por segunda vez. Lo de que los muertos se pasean hasta que
encuentran un rinconcito a su medida es de lo más natural en la novela, en
aquella época me parecía que la saturaba, hasta que un amigo que trabajó en la
central nuclear de Cofrentes me contaba que se reía de su compañero de piso,
que le pedía abandonarlo porque cuando cenaba solo, veía a una ancianita
menuda, toda de negro y con pañuelo negro protegiéndole la cabeza, caminando el
pasillo hasta desvanecerse al entrar en su dormitorio. Mi amigo llegaba de su
turno o de echar una cerveza y lo convencía
para que pudiera dormir tranquilo en el dormitorio, mientras interiormente se
partía de risa. Pero unos días después quebrantó la única regla que amparaba la
vivienda, (él se reía de todo), se coló con un ligue menor de edad en el
dormitorio. La ancianita abrió la puerta del dormitorio y señaló durante unos
segundos a los dos amantes, se dio la vuelta y recorrió todo el pasillo de
vuelta, desvaneciéndose por donde otros días había entrado. La noche de clímax
culminó antes de empezar. La chica repuso las flores de una tumba de su ciudad
al día siguiente.
Sin embargo en Cien años de soledad los muertos son más interesantes,
no se esfuman a la primera, instruyen a los pequeños de la familia, son muertos
consistentes, que perduran semanas, meses o años, y son compañeros de penas y
fatigas. Te hacen pensar cuantas veces tiene que morir alguien muy querido para
que te lo creas de una vez para siempre. Sentimientos que sólo sabe colocar García Márquez, como el del incesto.
Diecisiete hijos de distintas compañeras repartidos por Aureliano Buendía, a lo
ancho y largo del río Magdalena, entretanto hacía sus inacabables guerras en defensa de la moral, diecisiete Aurelianos. El
50 % del ADN responde a la evolución y selección natural de las especies y es
atraído por el otro 50% que busca amor
para completar sueños o la fuerza que proteja la belleza de su estirpe (antes
medias naranjas).
Las llamadas al humor son nítidamente más originales que las de tantos
parrafadores actuales que intentan o se dedican a hacer gracia. Cuando a
Macondo llegan los globos aerostáticos de empresarios gringos, sus habitantes
los consideran desfasados porque ya conocían la velocidad de las alfombras
voladoras de los gitanos de Melquíades, los globos no son prácticos, nada más
sirven para el recreo, las alfombras agilizan el transporte a la vez que los
dejaban tocar el hielo. Las abuelas en la familia tenían el poder de oler a
chamusquina en el trasero de los amantes, ventaja para evitar que los
descendientes al nacer ya trajeran la cola de cerdo con que el incesto
castigaba. ¡Ay! ¿sigue vigente? “a la prima se le arrima, y a la prima hermana
con más gana”. Las abuelas también disponían que las casas se construyeran sin
ventanas para que no pudieran entrar los piratas. Todas las precauciones son
pocas, pero entra en escena Pilar Ternera, (¿fuente de carne?), es bruja y
adivina, le ayuda su futura suegra cuando en privada confesión le comenta que
aunque ya no le permite su hijo que lo bañe y lo vista, cree haberle visto
entre las piernas la temida cola de cerdo del incesto carcelero. La adivina
prefiere no posponer intrigas especulativas y ser efectiva y funcional.
Encontró la ocasión para palparle al jovenzuelo su grandioso apéndice,
descartando así fenómenos sobrenaturales, era real el miembro. Se mantiene así
otra característica inmejorable de la novela, la erótica, a la que tampoco
parrafadores o parrafadoras hoy logran ni siquiera llegar de cerca. Son frases
encendedoras, calentorras, que en pocas líneas pueden vencer cualquier pulso a
simulaciones falsas en el tema sensual de trilogías obscenas y pesadas,
prefabricadas por pretenciosas eróticas expectativas.
Nada es tan duradero como las colas de cerdo en humanos. La mala suerte puede venir del progreso. De las plantaciones industriales, del tren. Macondo crece económicamente sin que los Buendía, ni Úrsula, la gran matriarca y reguladora de la estirpe, puedan decelerar el avance occidentalista. Huelguistas torturados y masacrados, izquierdistas y conservadores que no se sientan a charlar. Sólo dos ideales. Resignación. Hundimiento de Macondo, exterminación de un pueblo libre ¿porque era mágico? Se equivocaron los Arcadios y Aurelianos ¿se equivocó García Márquez? Las guerras se han hecho siempre para difuminar el verdadero motivo de aplicación de la barbarie: que no veamos sus manos tocar, agarrar y llevarse. José Arcadio no había entendido “que se llegara al extremo de de hacer una guerra por cosas que no se tocaban con las manos”.
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Cien años de soledad es el único libro de tantos que he releído, que
no sólo me ha gustado más, sino que voy a volver a leerlo en pocos días una
tercera vez, no para entenderlo mejor, sólo para recrearme tranquilamente,
mientras de música de fondo quiero escuchar algunos vallenatos que de tan
envidiables momentos de felicidad nutrieron al escritor. Hace poco más de 3
años, Gabriel García Márquez asistía a una fiesta, octogenario y enfermo de
Alzheimer podía saltar de su silla al escuchar esta música, aunque sólo fuera
para unos pasos, cansado, volvía a su silla y a su mirada triste y perdida. Lo
cuenta Michael Jacobs, en The robber of memories. Pudo reconocer en Gabo lo
que quienes hayan tenido contacto con seres queridos que sufran de Alzheimer,
saben identificar resignadamente. Además se sabía que estaba gravemente enfermo
de cáncer. El individuo allí sentado podía ser un mimo contratado para el
certamen literario que se celebraba en Cartagena de Indias, podía ser un
impostor que atrajera a intelectuales de moda.
Rumores tenía Colombia en exceso de que el maestro iba a morir. Sin
embargo el instinto del inglés estaba
modificado por su madre italiana (que sufrió demencia por esos años) y de su
padre irlandés (padeció Alzheimer), le notó al escritor algo que ya había
observado en sus padres, una mirada levemente enfadada y de perplejidad, como
si buscara alrededor a alguien para ir a algún sitio, como si fuera
terriblemente consciente de que no tenía ni idea de quien era aquella gente y
qué narices estaba haciendo él en su compañía. El escritor firmaba autógrafos
como el mimo que inclina la cabeza cuando su tacita recibe otra moneda. Jacobs
esperaría otra oportunidad para acercarse al dios escritor, no era partidario
del cotilleo literario. Pero cuando Gabo supo a través de su hermano, que un
inglés aventurero quería recorrer el río Magdalena, el escritor agarró con
firmeza la muñeca de Jacobs: yo te puedo contar todo sobre el río, recuerdo absolutamente todo sobre el río,
mientras sus ojos brillaban y suplicaban como un niño pidiendo un favor, le
sugirió al hermano que invitara a su
casa al inglés para hablarle largo y tendido sobre el Magdalena, el río de su
vida, de esta forma podría él navegar una vez más.
Gracias, Antonio, por tu colaboración y por ofrecernos esta reseña, se nota la admiración que sientes por el autor y por su obra.
ResponderEliminarMe ha encantado el artículo. Me han entrado ganas de releerla. Quizás este verano sea el momento, tirado en el césped de la piscina.
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