Publicada en 1966, ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! se desarrolla en un hipotético futuro superpoblado. Más concretamente, Nueva York es el escenario donde se investiga un asesinato y se hacinan 35 millones de personas.
La mayoría de los aficionados a la ciencia ficción nos hemos preguntado por qué tantos autores se quedaron cortos previendo años: 1984, 2001 –y 2010-, o el 1999 en que Harry Harrison ambienta esta novela. Una vez rebasados, no se ha cumplido la mayoría de aquellos sueños fruto del vértigo de la primera mitad del siglo XX y avances como Internet, o los teléfonos portátiles, van hallando su hueco en nuestras poco futuristas viviendas.
El escritor sabe que la imponente imagen urbana de Nueva York es sobradamente conocida y no necesita ser descrita. Basta mencionar cómo todo se ha ido deteriorando: no funciona el metro, tampoco los ascensores del Empire State por no existir piezas de repuesto, y a falta de taxis, el tráfico se colapsa por carritos tipo rickshaw tirados por ciudadanos. Las comunicaciones, muy primarias, no han evolucionado desde los sesenta. Es el paisaje cosmopolita de siempre, pero mucho peor.
La falta de espacio vital transmite sensación de agobio, e intuimos que parte de lo que se narra pudiera llegar a ser cierto. La novela contribuyó en su día a adquirir conciencia de la explosión demográfica; por aquel entonces muchas parejas norteamericanas se limitaron a tener una pareja de hijos, circunstancia que lamentarían años después –pasada la edad fértil- cuando comprobaron que parte de sus impuestos se destinaba a la numerosa prole proveniente de la inmigración.
La novela se centra en Andy Rusch, un policía de Manhattan a quien se encomienda resolver un crimen relacionado con la corrupción en las altas esferas y que se enamora, digámoslo así, de Shirl, la amante del finado. Hasta ahí, todo muy típico. En paralelo, se cuentan las peripecias de Billy Chung, un delincuente de poca monta que provoca el desaguisado. De paso, quedan ganas de tener mayor información del personaje más interesante, Sol Roth, el militar jubilado que comparte su habitáculo con Andy. Todo transcurre entre el 9 de agosto y la última noche del año, con un final tristón en Times Square que insiste en el imparable aumento de población del planeta.
Hay una curiosa simbiosis entre el libro y su temprana adaptación al cine Soylent Green (1973), titulada en España Cuando el destino nos alcance, ambientada más conservadoramente en 2022. La película se mantiene en el imaginario popular sobre todo por detalles ajenos a la novela: las palas excavadoras que disuelven las multitudinarias protestas descargando a la gente en camiones, y su final, con el protagonista descubriendo la composición del Soylent Green. Cuando se estrenó, me intrigaba por qué no era tolerada para menores, máxime siendo Charlton Heston el protagonista. Recuerdo el comentario asombrado de mi abuela, que no hizo sino aumentar mi interés: “¡esa película en la que a los viejos nos convierten en pastillas!”.
La película, muy divulgada, ha atraído lectores a la novela y evitado su olvido. De hecho es más popular que su contemporánea y acaso más meritoria Todos sobre Zanzíbar (1968) escrita por John Brunner, [1] y basada igualmente en la superpoblación.
Y eso que la cinta ha envejecido regular, en especial el vestuario y los decorados, tan setenteros ellos. Muchas de sus virtudes están en la novela, como la atractiva relación entre el policía y el anciano. A la rudeza de Andy, Sol contrapone su humor socarrón y los recuerdos de cómo era el mundo, mientras genera un poco más de electricidad con la bicicleta estática. El final de Sol, con la Sinfonía Pastoral y las imágenes de una naturaleza desaparecida, resume con elegancia el espíritu del personaje. Fue la última escena interpretada por el gran Edward G. Robinson, que falleció de cáncer doce días después del rodaje. Aun sin conocer esta circunstancia, el episodio emociona.[2]
En ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, el título es una concesión a la ironía por parte de Harrison; puede que también lo sea el dichoso Soylent, contracción algo chusca de “soja y lentejas”. El texto es bastante sombrío, a diferencia de otras obras suyas como la saga de Bill el héroe galáctico o la de La rata de acero inoxidable. Otro rasgo del escritor, su pasado militar, asoma en el acto reflejo de Sol cogiendo su cuchillo al sentir abrir la puerta, y cuando sitúa el refugio de Billy en la abandonada base naval de Brooklyn.
Inicialmente la trama policíaca funciona muy bien y la investigación gana interés. Se recurre sin pudor, pero con solvencia, a tópicos de la novela negra: la ola de calor en la ciudad, el jefe de policía siempre malhumorado, o los jueces propensos al soborno. Los recursos en la comisaría escasean, apenas hay papel para hacer los informes, la cinta de teletipo es lavable para ser reutilizada, y Andy lo mismo hace de detective que atiza como antidisturbios. La novela refleja indirectamente la época en que se escribió, y las protestas raciales y contra la guerra de Vietnam de los sesenta se dejan sentir en la imagen dura de la policía urbana.
Al arreciar las revueltas callejeras, la intriga se diluye relegando a un segundo plano la persecución de Billy, y el entorno repleto de gente marca entonces el devenir de los personajes. De hecho, Sol fallece tras una de las algaradas. El entorno de los acomodados -con bloques de viviendas aisladas por puentes levadizos- contrasta con el de la mayoría, que está sobreviviendo a base de la Beneficencia y de tenderetes que despachan migajas de galletas. Apenas hay unos datos muy vagos acerca de qué sucede en el resto del mundo.
Si ya de por sí son sugerentes las imágenes tremebundas de Nueva York atestado, lo son aún más muchas de las ideas desperdigadas en el relato:
- A partir de una edad las personas son un estorbo. Su experiencia vital carece ya del valor que ha tenido a lo largo de la Historia, y las manifestaciones de ancianos con pocos recursos son habituales. Esto, junto con algún comentario del tipo “(…) los políticos se están comiendo lo que nos corresponde y no les importa si morimos de hambre” adquieren hoy cierta actualidad.
- Al no circular el metro por la escasez de energía, la Beneficencia asigna las estaciones como refugios para los más desfavorecidos.
- El hogar familiar de Billy Chung es un camarote en un buque desvencijado. Chinos huidos del comunismo han formado su propio barrio con las moles oxidadas en que viajaron, fondeadas para siempre en el puerto. Además de esta tosca ciudad flotante, Billy conocerá otro hogar de metal, un vehículo inservible en un cementerio de coches.
- La basura en las calles anula esa imagen tan querida entonces por la ciencia ficción, de un futuro aséptico, impoluto. El agua escasea y es distribuida irregularmente en sitios a los que la gente acude con bidones. Esta y otras carencias contribuyen a que todo tenga un aspecto sucio. A que las sábanas no se laven, sólo se aireen. A que, en definitiva, sople un aire de desesperanza, de desarraigo.
“La historia de la medicina es la historia de la violación de la ley natural”, dice Sol a una incrédula Shirl refiriéndose al control de natalidad que plantea el gobierno. Puede resultar absurdo que ante una situación tan desbordada como la de la novela, la población no se preocupe por buscar soluciones. Pero no es menos cierto que en nuestro tiempo gana terreno el mirar a otro lado, esconder la cabeza como avestruces, o el clásico sálvese quien pueda.
El final del libro es apresurado. Todo el desenlace del acoso a Billy resulta tan accidental como lo es la muerte que da origen al relato. Es difícil tomar partido por alguno de los personajes principales, salvo quizá por Sol. Una vez él desaparece, son indiferentes los destinos de Billy, de Shirl –los de ambos se adivinan oscuros-, o el de Andy. Ninguno posee especial atractivo. Si como se ha indicado, atraen más los apuntes secundarios que la trama principal, lo mismo sucede con algunos personajes menores, como el guardaespaldas que no sabe cómo mantendrá a su familia pero mira al frente, o la mujer encallecida que se defiende en la cola del agua.
Queda un regusto amargo de la lectura. También de su adaptación al cine. Acaso el punto de partida nos sigue fascinando porque araña uno de nuestros temores: no encontrar un sitio entre la multitud que nos rodea, o perder la pequeña parcela que ocupamos en la vida.
[1] El título se refiere a que sobre la isla de Zanzíbar cabría toda la humanidad de pie, en posición de firmes. La novela de Brunner está ambientada en 2010 –otro año también rebasado- y prevé la misma cifra que Harry Harrison, 7.000 millones de habitantes. Una estimación que ha resultado bastante precisa.
[2] Se describe en HESTON, Charlton: Memorias. Ediciones B, Barcelona, 1997, pág. 514
Uy, a mí estas novelas futuristas me dan un poco de repeluco... XD. Miro alrededor y veo lo mal que está el mundo pero si leemos novelas de este tipo nos sentimos aliviados de no estar aún peor.
ResponderEliminarDe todos modos siempre es fascinante echar a volar la imaginación a falta de una bola mágica que nos prediga el futuro.
Un abrazo, J.M.
Hola Babel. Feliz Año. La verdad es que empezar enero con esta reseña es un poco así. El futuro que se nos presenta -el de la novela y el de la vida real- no es que sea como para tirar cohetes.
ResponderEliminarDe hecho no sé por qué hemos perdido la determinación que tuvieron nuestros abuelos, que no sé si soportarían la que está cayendo como si tal cosa. Ya digo, para mí, que es que nos están echando algo en el agua…