Al principio de los tiempos y en el Libro de los libros hallamos el origen de la cosa. Un hombre abrió sus ojos y durante un instante creyó ver su propio cadáver arrojado en el suelo. La misma estatura, la misma piel tostada por el sol, los mismos rasgos en el rostro donde la Muerte extendía sus amargas veladuras. El corazón golpeaba con fuerza en el pecho, y la ira y el éxtasis del combate comenzaban a mezclarse con algo turbio que subía desde el vientre. Un cordero apareció de pronto para lamer con mansedumbre el charco oscuro que crecía sobre la tierra y sólo entonces Caín empezó a comprender la enormidad de su acto. Siguió comprendiéndola cuando le cegó una luz y escuchó una voz poderosa que le preguntaba por su hermano. La comprendió todavía mejor al recibir la terrible sentencia y persistió en ese aprendizaje a lo largo del resto de su vida fugitiva y errante; durante las interminables y frías noches en que su mano maldita reconocía la marca de fuego impuesta por Yahvé.
Crimen, víctima, investigación, criminal y detective. En el asesinato de Abel ya están las bases y los personajes paradigmáticos del género policíaco. No obstante, la pugna de los antagonistas se reveló demasiado desigual. No existía por aquel entonces cultura criminal en el mundo y Caín, desprovisto de maestros y de referencias, ignoraba reglas tan elementales como que debía borrar sus huellas, deshacerse del arma, procurarse una coartada y no adoptar actitudes sospechosas. Se hubiera necesitado un pionero con el talento del genio y Caín demostró ser, por el contrario, un asesino inexperto y bastante chapucero al que no le se le ocurrió otra cosa que ponerse flamenco con la policía. Realmente uno no se extrañaría de que, días después de su delito, fuera todavía por ahí con la ropa manchada de sangre, con señales de lucha en la cara y hasta llevando bien visible la quijada del asno. Por el contrario, Yahvé era un detective avezado, extraordinario en penetración y agudeza, dominador absoluto del arte del interrogatorio y dueño de una perspicacia apabullante como ya había tenido ocasión de demostrar en el misterioso caso de las manzanas robadas. Así, con una sola pregunta y una sencilla prueba sanguínea vino a desenmascarar al tosco fratricida.
Pero a la estirpe de Caín no debía oponerse una estirpe de raíz divina sino otra tan dolorosamente humana como aquélla. En una ciudad devastada por la peste, un rey que había huido de su futuro emprendió la investigación de la muerte de un hombre llamado Layo. Llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del crimen, aseguró. Y proclamas públicas, informaciones de confidentes e interrogatorios a testigos fueron los medios de los que se valió el desdichado Edipo para al final descubrir, en una de las vueltas de tuerca más geniales de toda la historia de la literatura, que él mismo era el culpable que buscaba.
Frente a la raza de Caín, el Asesino, la raza de Edipo, el Detective. O trasladado al universo shakespeariano en el que todo lo humano se contiene: frente a los hijos de Macbeth, los hijos de Hamlet. Con estos presupuestos ¿qué de pacífico y de bueno cabría esperar de la vida familiar de los epígonos de un rey tebano que se casó con su madre, que tuvo hijas que eran sus hermanas y que acabó desesperado y ciego, y de un príncipe danés de incierta salud mental, obsesivo, abrumado por el peso de su corazón, cuyo ímpetu destructor se llevó por delante hasta la más inocente criatura de la corte? Un buen detective no se casa jamás reza el título de una novela que en la actualidad podemos ver en los escaparates. Pero es que, en sus camas infantiles, las mujeres recibían en sueños el consejo de sus ángeles de la guarda: Niña, por tu bien, ni se te ocurra mirar a esos seres inquietos de fondo desolado, a esos rebuscadores de verdad que todo lo envenenan.
En una gloriosa y memorable mañana de octubre uno de esos tipos pulsó el timbre de la fastuosa mansión Sternwood. Mientras aguardaba la respuesta contempló la vidriera situada sobre la puerta principal: un caballero de oscura armadura rescataba a una dama desnuda atada a un árbol. Podemos preguntarnos si la dama simbolizaba algo bastante evidente (la ayuda a los menesterosos, a los débiles) o algo más profundo (la verdad), pero enlazar la figura del Detective (sin duda uno de los grandes mitos literarios construidos entre los siglos XIX y XX) con la del Caballero Andante no es ningún disparate. Por el contrario y por lo que respecta al menos a los dos grandes detectives clásicos de serie negra, Philip Marlowe y Lew Archer, eso resulta algo absolutamente justo e inevitable. Cabrera Infante, por ejemplo, no dudó en calificar a Marlowe de Don Quijote. Sustituyamos la espada por el revólver, el caballo por el automóvil, hasta el bálsamo de Fierabrás por la botella de whisky. La fundamental entereza del código caballeresco y su modo de vida reaparecen en el moderno detective. Estos Amadís y Esplandián de California son pobres, son valientes, son sensibles y son generosos. Pero -esto los diferencia de los antiguos paladines- carecen de una visión ilusionada y optimista del mundo, de este mundo frío y en penumbras donde siempre sucede lo que no debería suceder. Les acompaña un espíritu incorregiblemente romántico pero también un hondo desengaño que raya en el escepticismo. Se sienten a menudo vacíos como el bolsillo de un espantapájaros, sirven a una pasión aún más compleja que la justicia: la compasión; y están solos. Solos en sus tristes apartamentos, solos en sus oscuros despachos, solos en sus aventuras contra el Mal que se yergue desde sus raíces hechas de sexo y dinero. Sin mujer, sin hijos, sin escudero que los asista. Archer arrastra un divorcio como un segundo corazón (sabemos que su esposa le abandonó por entregarse demasiado a los demás y poco a ella) y al fin de un largo pasillo de relaciones fugaces habrá quizás de atisbar el brillo de una esperanza duradera; Marlowe apuntará a un matrimonio que es la consunción del propio Marlowe. Pero, por encima de circunstancias y de estados civiles, ambos son siempre dos solitarios. Lo que a veces, al mirar el lado vacío de sus camas, representa el alivio de saber que no tienen que explicar a nadie lo que han hecho y lo que han visto en el día que termina.
Pasando de los héroes de Chandler y MacDonald a los de su precursor y tercer grande de la novela negra americana, Dashiell Hammett, nada sabemos acerca de la vida personal del anónimo agente de La Continental y a Sam Spade lo conocemos lo suficiente para apreciar que, si comparte con Archer y Marlowe la dureza exterior y el desencanto interior, éste último le ha llevado a un lugar distinto: el cinismo. Marlowe pisó la cárcel por no traicionar a un amigo. Spade, atento primero a sus propios intereses, entrega a una mujer, a quien quizás ama, por evitarla. Apostamos a que esa merma de halo romántico redundará para Spade en una salud confortable y, a la postre, en una vida razonablemente insatisfactoria.
Precisamente sobre el romanticismo y los detectives trata James Ellroy, convertido en investigador/arqueólogo del crimen de su madre, en esa singular y bella obra que es “Mis rincones oscuros”. Lo hace hablando de lo que él viene a denominar síndrome de Laura: A los detectives de homicidios les gustaba mucho la película Laura. Un poli se obsesiona con la víctima de un asesinato y descubre que está viva. Es muy bella y misteriosa. La mujer se enamora del poli. Casi todos los detectives de Homicidios son unos románticos. Irrumpen en vidas destrozadas por el asesinato y dan consuelo y consejos. Se ocupan de familias enteras. Conocen a las hermanas y a las amigas de sus víctimas y sucumben a una tensión sexual relacionada con la aflicción. Tras cada drama encuentran una válvula de escape a sus matrimonios.
Uno de los cambios fundamentales que supuso la aparición en la literatura criminal del subgénero negro fue la nueva mirada dirigida a la víctima (el vértice relegado del triángulo). Investigar delitos dejó de ser un mero problema de lógica, una prueba de laboratorio, una exhibición de superiores habilidades donde la víctima era una pieza de ajedrez en la más o menos complicada y necesaria partida, para convertirse en eso y algo y mucho más. Algo que era y es un descenso a unos infiernos en cuyo pórtico, sobre el Abandonad toda esperanza dantesco, se ha escrito este desafío a personajes y lectores: Atrévete a mirar a través de un cristal sucio las vidas sucias de personas en un mundo sucio. Los errores y las malas decisiones se pagan en un lugar lleno de bestias. La angustia y el sufrimiento se palpan. Es famoso un pasaje en el que Lew Archer, contemplando las luces de la ciudad, siente de pronto un puñetazo que le llega en forma de verso al corazón: la noche está llena de voces de muchachas que dilapidan su juventud y se despiertan aterrorizadas de madrugada. O inolvidable también, por ejemplo, es ese episodio en que Philip Marlowe recoge a uno de esos cervatillos heridos, restaña sus heridas, lo cuida y acaricia con delicadeza elegante y conmovedora, para al final asistir impotente a cómo el cervatillo se levanta y se dispone a regresar a la jungla en busca de los tigres.
Moverse entre cadáveres ensangrentados, mujeres violadas, padres y madres destrozados por los hijos perdidos no es barro que se adhiera a los zapatos y que uno pueda quitarse al regresar a casa pisando un felpudo. Convivir diariamente con el sufrimiento deja posos en el alma y el dolor pide anestésicos. Casi no puede imaginarse una novela negra sin la anestesia del alcohol, que a veces es reactivo, atmósfera y ambiente. Ciertamente cada caso resulta diferente. Leyendo Adiós, muñeca uno llega a la conclusión de que no es que Marlowe tenga un problema con la bebida; es la bebida la que tiene un problema con Marlowe. Nick Charles, el protagonista de El hombre delgado de Hammett, detective retirado tras su feliz matrimonio con una mujer rica, bebe porque su vida es una fiesta y en las fiestas se bebe. Otros detectives americanos de los años 30 y 40, como Bill Crane, hallan en el whisky la verdad de todos los misterios porque es medio borrachos como mejor discurren (y nadie amó jamás tanto la verdad como Bill Crane); y aún así, el bueno de Bill es casi un abstemio comparado con Lemmy Caution, que en su mano ya tiene el trío de ases que, en mayor o menor grado, exhibirá toda una escuela de detectives: la violencia, el whisky y las mujeres. Mike Hammer, un auténtico esquizoide, no es que cuente con ese trío de ases sino que ha arramblado con todas las barajas de Nueva York. Mike Shayne, tras el asesinato de su esposa, escupe su agresividad y su cinismo henchido de furia. Max Thursday inicia su andadura alcoholizado, recién divorciado, sumido en la suciedad y la depresión de una habitación de hotel…
Alguno de ellos formará una familia y encauzará su destino. El enamoradizo Bill Crane desaparecerá en 1939 tras prometerse en matrimonio, Mike Shayne contratará a una secretaria por su parecido físico con su esposa muerta y volverá a ser feliz; Max Thursday, por amor a su hijo, superará su derrota moral y se reinsertará en un mundo corrupto, brutal y lleno de mentiras. Pero, en general, la soledad sigue al detective como un perro fiel. Soledad que atraviesan con frecuencia, entre Scilla y Caribdis, criaturas fascinantes de ojos alimentados de su propia belleza, cabelleras con el color de un atardecer de los buenos y pechos exactos como dilemas. Es la sirena contra la nereida. Perdición contra Laura. Barbara Stanwyck contra Gene Tierney. Jugarse la vida a riesgo de arrojarla por la borda o abrazar un sueño imposible a riesgo de volverse loco. ¿Qué eligen los mejores de estos últimos románticos, de esta raza de tipos duros y tiernos puestos en la encrucijada? Cada cual a su manera, seguramente. Pero pocas expresiones más significativas hay en la historia del cine negro como la del rostro del teniente MacPherson cuando, al despertar en el apartamento de la muchacha muerta, descubre que su sueño se ha hecho realidad y que ella, embutida en un abrigo, le mira interrogante.
¡Qué maravillosamente bien escribe este Raoul! :)
ResponderEliminarGracias por el artículo, interesantísmo este repaso a los grandes maestros del género y a sus míticos personajes.
Un abrazo.
Raoul siempre es un placer leerte, pero esta vez has superado las previsiones!
ResponderEliminarPrimera sorpresa, un fotograma de la maravillosa película Laura, luego una descripción hilarante del primer asesino de la historia y el primer y, por lo visto, mejor detective, una sola pregunta y resuelto el misterio. Genial!!
Después el repaso fantástico de los mas conocidos para llegar a los mas clásicos y amados por los seguidores del genero.
Los amamos, nos han dado momentos innolvidables y gracias a ti, Raoul, los tenemos todos juntos en un espacio magnífico.
Un abrazo y mil gracias por este excelente artículo.
Raoul, muy bueno el artículo. Todo un recorrido por esos grandes y clásicos detectives del blanco y negro. Siempre me los imagino así: blanco y negro, güisqui en el vaso y mucho humo de cigarrillo. Sin embargo, cuando leo a Ellroy el color aparece.
ResponderEliminarUna maravilla, como todo lo que sale de la pluma de nuestro Raoul, y además especialmente disfrutable. Toda una delicia recordar con él a nuestros queridos detectives.
ResponderEliminarMuuuuchas gracias a todos, sois muy amables.
ResponderEliminarY un abrazo para lady Ashling, paciente editora y testigo de cómo este artículo, que en principio pretendía ser otra cosa, iba cambiando y encogiendo de día en día hasta quedarse así :)
Es un honor para mí poder leerte, Raoul, espero que sigas escribiendo mucho más para las siguientes entregas. Un abrazo de vuelta. :)
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