El contacto con el continente latinoamericano supuso en la biografía del británico Graham Greene (Berkhamsted, Reino Unido, 1904 - Vevey, Suiza, 1991) el inicio de su camino de maduración literaria y personal. Poco podía imaginar Greene que el accidentado recorrido que emprendió a finales de los años 30 por los convulsos estados mexicanos de Tabasco y Chiapas, sería el primer paso hacia una historia de amor incondicional con Latinoamérica, donde viajaría repetidamente durante su larga vida y donde situaría algunas de sus ficciones más aclamadas. Su visión de la realidad latinoamericana irá evolucionando con los años, desde la mezcla inicial de fascinación y repulsión que compartió con otros grandes de las letras sajonas, hasta llegar a mostrar una solidaridad y un compromiso excepcionales en un miembro de la siempre aislacionista raza británica.
México fue la puerta de entrada en Latinoamérica para Graham Greene. Junto a su nombre, suelen citarse los de otros dos escritores británicos fascinados por la realidad mexicana del siglo XX: D. H. Lawrence (1885-1930) y Malcolm Lowry (1909-1957). El primero de ellos dejó sus torturadas impresiones en una novela, La serpiente emplumada, que vio la luz en el año 1926 y que muchos críticos colocan por encima del resto de su producción literaria en cuanto a calidad; sin embargo, Lawrence, que ingenuamente había apostado por tesis indigenistas, pronto se vio desilusionado por la dureza del país y por la apatía de las gentes que en principio tanto le entusiasmaron. Como observa Douglas W. Veitch en su ensayo Lawrence, Greene and Lowry: the fictional landscape of Mexico (Wilfrid Laurier University Press, Canadá, 1978) “el contacto con los indios y con el fiero sol mexicano le expusieron a un abismo espiritual que no tenía fuerzas para afrontar.” El muy sensible Lawrence tendría que volver a Europa y curarse las heridas del primitivismo antes de poder escribir de nuevo, iniciando entonces el período final de su producción literaria, entre su Inglaterra natal e Italia.
Más profunda es la visión de Malcolm Lowry, que utilizó las tradiciones y los paisajes de México, la herencia colonial y la continua presencia de la muerte en la cultura mexicana como telón de fondo de su obra maestra: Bajo el volcán, finalmente publicada en 1947 después de haber sido reescrita innumerables veces. Narra allí el tan comentado “descenso a los infiernos” del ex cónsul británico en Cuernavaca, que, en el Día de Difuntos de 1938, se emborracha de mezcal y de recuerdos, mientras a su alrededor hierve el país y el presidente Cárdenas nacionaliza el petróleo arrebatándoselo a las compañías británicas y norteamericanas. México es para Geoffrey Firmin, el desgraciado protagonista, “un paraíso infernal” y este es también sin duda el pensamiento del autor, que emplea a este personaje a modo de alter ego. En otra obra posterior, Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, inédita a la muerte de Lowry y que se publicará póstumamente en 1968, reaparece el escenario mexicano para ser recorrido por un nuevo personaje: Sigbjørn Wilderness, otro escritor alcohólico y alucinado que va de Cuernavaca a Oaxaca en pos de sí mismo, de sus personajes y sobre todo de su único amigo ya difunto, en un viaje de reencuentro con el pasado, donde nada es ya como en su recuerdo.
La experiencia mexicana inicial de Graham Greene, y el reflejo literario de la misma, guarda más puntos de contacto con el caso de D. H. Lawrence que con Malcolm Lowry. Cuando en enero de 1938 Greene sale de Inglaterra con destino a México, en un viaje financiado por sus editores, tiene treinta y tres años de edad, se define como escritor católico y ya ha publicado varias novelas y crónicas de viajes con considerable éxito. En esos momentos, Europa no es ningún remanso de paz: España se desangra en la guerra civil; en Inglaterra se hacen preparativos para la defensa de la población civil en un conflicto bélico que muchos creen inminente; fascismo y comunismo se desafían en todo el continente con creciente violencia. Pero Greene no pretende con su viaje alejarse de ese ambiente enrarecido, en busca de paraísos exóticos: todo lo contrario. Hace tiempo que viene siguiendo con preocupación e interés el desarrollo de los acontecimientos políticos en México, país donde, como en toda Hispanoamérica, el culto católico se encuentra especialmente arraigado. En los últimos tiempos, a modo de reacción contra el poder fáctico que la Iglesia representaba, el Estado laico instaurado en la Constitución mexicana de 1917 ha ido sufriendo una progresiva radicalización hacia posiciones marcadamente anticatólicas.
Dicha radicalización conoció su máximo apogeo durante la presidencia del general Calles (1924-1928). El 31 de julio de 1926 se promulgó la “ley Calles”, por la que se exigía un riguroso cumplimiento de la legislación anticlerical vigente (es decir, de la Constitución), incluido el derecho del Estado a controlar las manifestaciones del culto, derecho que gobernantes anteriores habían evitado ejercer. Como respuesta a la ley Calles, los obispos mexicanos suspendieron el culto público en México y retiraron a todos los párrocos de las iglesias. Muchos sacerdotes católicos, temiendo por su vida, acataron las órdenes del gobierno, que les imponían la obligación de contraer matrimonio civil y abandonar su ministerio; pero muchos otros empezaron a decir misa en la clandestinidad, a administrar los sacramentos en casas particulares, atendiendo a muchos cientos de personas por día y arriesgando su vida como si delincuentes fugitivos se tratara, pues administrar los sacramentos era un delito grave según la legislación vigente. Mientras se levantaban entre el pueblo las primeras partidas armadas que dieron origen a una nueva explosión de violencia, conocida como “la guerra cristera” (1926-1929), muchos de estos sacerdotes heroicos fueron capturados, y algunos de ellos, en los momentos más virulentos de la represión, fusilados.
En ese año de 1938, cuando el muy británico Greene emprende su viaje con la intención de comprobar sobre el terreno cuál es la situación, se empieza a permitir en la capital del Estado y en algunas otras zonas la reapertura de los templos -ahora, propiedad del gobierno- y un porcentaje muy reducido de sacerdotes puede ya desempeñar su ministerio. Pero en otros lugares, la persecución subsiste: en Tabasco, se decía que el gobernador Garrido Canabal no había dejado un solo cura en todo el estado; en el remoto y mal comunicado estado de Chiapas, no quedaban iglesias donde decir misa, el obispo estaba exiliado y el culto católico sólo podía desarrollarse en la clandestinidad. A estos lugares remotos es a donde Greene, amparándose en su cualidad de extranjero, dirige sus pasos, para documentarse de primera mano.
Sus peripecias, en primera persona, quedarán recogidas en la crónica Caminos sin ley, que verá la luz en 1939. Clasificada en la categoría de “libro de viajes”, esta obra es en realidad un reportaje estremecedor, que retrata una realidad salvaje y amarga, impregnada de odio fratricida. Escribe Greene: “Nunca estuve en un país donde uno tenga más conciencia, en todo momento, del odio. Aquí la amistad es a flor de piel, un gesto de protección. Ese ademán de saludo que uno ve en todas partes en la calle, las manos tendidas para tomar los brazos del otro, el medio-abrazo, ¿qué es sino el ademán de abrazar al otro para impedirle que saque la pistola?” Ya en las primeras etapas de su viaje, por las zonas más cercanas a la frontera norteamericana, escribe que “en México, uno se acostumbra a la decepción” y no encuentra belleza alguna en lo que para otros puede ser atractivo o pintoresco. Su sentimiento de superioridad es, en realidad, la mirada colonialista propia de un inglés del primer tercio del siglo XX. En su descargo, hay que decir que si de alguien se burla sin piedad no es de los mexicanos, sino precisamente de los británicos y norteamericanos que va encontrando por el camino, en un tono de crítica a su ciego provincianismo y a su total indiferencia hacia el entorno que, posteriormente, trasladará a sus novelas, cuando algunos de estos conocidos reaparezcan transmutados en personajes. Pero es que Greene no habla entonces una palabra de español, y sin la ayuda de intérpretes no puede entablar relación más que con estos anglosajones estrafalarios.
Según se adentra en Tabasco y se embarca en un recorrido de pesadilla hasta llegar al corazón de Chiapas, Greene nos irá desgranando la sarta de penalidades sufridas durante el viaje: el calor abrasador, la imposible higiene, la fiebre, las dificultades para avanzar tanto por el río como por tierra, las esperas interminables para emprender la siguiente etapa del camino… El lector llega a preguntarse cómo es posible que este hombre llegara vivo al final del camino, o cómo en ningún momento se le ocurre desistir de su empeño. Afortunadamente, la considerable dosis de distanciamiento que le aporta su espíritu anglosajón le permite, incluso, plasmar en su crónica bastantes rasgos de humor, que en medio de un panorama violento y ensangrentado, llegan a arrancar una sonrisa al lector. Y una vez de regreso en Europa, después de haber participado en las misas clandestinas de Chiapas, las de Londres se le antojarán a Greene descafeinadas.
La mayor virtud de un libro tan mordaz y amargo como Caminos sin ley reside
en encerrar la semilla de una de las grandes novelas de Greene: El poder y la gloria (1940). Volveremos a encontrar en ella, sin apenas cambios, a varios de los tipos que el autor conoció durante su viaje, y que ya habían hecho breves apariciones en Caminos sin ley: el dentista irlandés, el mestizo de los largos colmillos, el corrupto jefe de policía, el amable matrimonio luterano… Son el coro de una tragedia que envuelve a dos grandes personajes: un cura borracho y pecador, gordo, sucio y desagradable, que a pesar de todos sus vicios, en momentos de tribulación se mantiene fiel a su fe; y un teniente de policía, íntegro e inflexible en su rectitud, que es su incansable perseguidor. A través de ellos, la novela de Greene trasciende el momento histórico concreto para convertirse en una dramatización del viejo antagonismo de la fe y la razón, o como dice Mario Vargas Llosa en su prólogo a este libro, “de las utopías encontradas del espiritualismo y el materialismo”. Se trata, en efecto, de una novela de tesis, pero en ella la acción está dotada de tal carga dramática, conmueve y emociona tanto, que, sea cual sea la ideología del lector, no le deja indiferente. “En México, oí contar muchas de las historias de corrupción con las que pretendían justificar la persecución a la Iglesia Católica”, recuerda Greene en su autobiografía, “pero también pude observar por mí mismo cómo el valor y el sentido de la responsabilidad habían renacido bajo esa persecución. Vi la devoción de los campesinos que rezaban en las iglesias sin sacerdotes; asistí a misas celebradas en graneros donde no podía sonar la campanilla de la consagración por miedo a la policía. Entre los policías y pistoleros que conocí, en cambio, no encontré el idealismo y la integridad del teniente de El poder y la gloria. Tuve que inventarlo como un contrapunto necesario: el policía idealista que, con las mejores intenciones, ahoga el soplo de la vida, frente al cura pecador que es capaz de entregar la suya para que los demás continúen viviendo.”
Pasarán casi veinte años antes de que se produzca el regreso literario de Graham Greene a Latinoamérica. Tras haber vivido la guerra y la inmediata posguerra como agente del Servicio Secreto británico, la personalidad de Greene como escritor está ya consolidada: ha publicado muchos de sus grandes éxitos comerciales, novelas de espías y traidores como El agente confidencial (1939), El revés de la trama (1948) o El tercer hombre (1950). A estas alturas de su carrera, las tensiones de la Guerra Fría y el contacto personal con la Cuba prerrevolucionaria le proporcionarán el marco perfecto para ambientar un divertimento ligero, muy distinto de las obras sombrías que fueron fruto de su experiencia mexicana: Nuestro hombre en La Habana (1954).
Se trata de la versión definitiva de una historia que Greene había concebido a
finales de los años 30 y situado inicialmente en Tallin (Estonia), “un escenario razonablemente adecuado para una novela de espías”, como recuerda el autor en su autobiografía Vías de escape. En aquella primera versión, el agente británico nada tenía que ver con la venta de aspiradoras, y si engañaba a sus superiores con informaciones y contactos ficticios no era para complacer los caprichos de su hija, sino los de su esposa. Una trama así no terminaba de convencer al Greene de los años 30: la amenaza de la guerra era en esos momentos demasiado sombría para ser tratada en tono de comedia, y además un personaje que se aprovecha de la credulidad de sus superiores sin otro objeto que complacer a una esposa caprichosa no podía entonces despertar muchas simpatías.
Pero en la década de los 50, tras haber visitado varias veces La Habana, “de repente”, cuenta Greene, “me di cuenta de que allí, en aquella ciudad extraordinaria, donde todo vicio era permisible y todo comercio era posible, estaba el verdadero escenario para mi comedia. Allí, en medio del absurdo de la Guerra Fría (porque, ¿quién puede aceptar la supervivencia del capitalismo occidental como una causa noble?) podía desarrollar sin problemas una situación cómica aceptable, y más aún si cambiaba el personaje de la esposa por el de una hija.” Así nació el patético, encantador, humanísimo Wormold, alguien con quien cualquier padre y cualquier sencillo ciudadano de este mundo convulso se podría identificar, y que ha pasado a la historia de la literatura como el protagonista de una de las partidas de ajedrez más alcohólicas y más inolvidables que pueden leerse. Toda la novela se mantiene en un tono ligero y abunda en diálogos ingeniosos, aunque al lado de la crítica amable y las entretenidas peripecias no dejan de aparecer los eternos temas del bien, el mal, la culpa y la rebelión. Pero todavía en esta obra Greene mira el país caribeño como un simple escenario, un telón de fondo para su historia, y se limita a aprovechar las peculiaridades de la situación política del momento -dictadura de Batista ya amenazada por la revolución que se aproxima- para ambientar una trama argumental que transcurre entre británicos, con la aparición de un villano local, pero sin conceder protagonismo en ningún momento al pueblo cubano.
Tendrá que llegar el año 1966 para que, con la publicación de Los comediantes, se produzca un giro considerable en su actitud. Y resulta sorprendente que la nación latinoamericana que toque por vez primera el corazón de Greene sea aquella que para un europeo resulta más hermética y más difícil de aprehender en su desoladora realidad: Haití. Durante la década de los 50 Greene había visitado la isla en un par de ocasiones, haciendo buena amistad con poetas, novelistas y pintores locales, entre los que destacaba quien le serviría para modelar el personaje del doctor Magiot. “Era médico y también filósofo”, recuerda Greene en Vías de escape, “aunque no era comunista, como mi personaje. Durante un tiempo fue ministro de Sanidad (de uno de los gobiernos de Paul Magloire), pero se encontró con las manos demasiado atadas y dimitió, algo que hubiera sido muy peligroso hacer después, bajo Duvalier.” Precisamente tras regresar a Haití en los peores tiempos de la dictadura de Papa Doc, Greene decide utilizar todo el material que ha recopilado para escribir una novela de denuncia, la primera de su producción en la que apuesta decididamente por la rebelión y la lucha guerrillera como la única opción éticamente correcta ante un régimen de terror.
La acción arranca a bordo de un buque que se dirige a Puerto Príncipe, y se centra a continuación en el Hotel Trianon, trasunto literario del Hotel Oloffson, donde Greene se alojaba. Un anciano matrimonio norteamericano, únicos huéspedes del hotel junto al autor, fueron la inspiración para la impagable pareja formada por el señor Smith – el candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por el partido vegetariano - y su devota cónyuge, dos extravagantes viejecillos que en cualquier otra circunstancia resultarían ridículos, pero que dan un ejemplo de valor y coherencia que pocos podrían igualar. Brown, propietario del hotel, y Jones, antiguo oficial del Ejército británico, completan el elenco de "comediantes", a los que se unirán un traficante de armas, un líder revolucionario y la esposa de un embajador. Hay, cómo no, toques de color local, como la descripción de una ceremonia vudú a la que Greene asistió realmente; pero además, late a lo largo de todo el libro un interés auténtico por el país y su desgraciado destino, y una denuncia de la despiadada tiranía ejercida por Duvalier. Consiguió así ofender profundamente al dictador, que contraatacó con la publicación de un folleto, “Graham Greene desenmascarado”, donde se tachaba al escritor, entre otras lindezas, de mentiroso, cretino, sádico, desequilibrado, pervertido, espía y drogadicto.
Después de hacernos surcar el río Paraná, entre Argentina y Paraguay, con los enloquecidos protagonistas de Viajes con mi tía (1969), Greene elegirá esta misma zona fronteriza para ambientar El cónsul honorario (1973), novela dedicada “a Victoria Ocampo, con amor, en recuerdo de las muchas semanas felices que pasé en San Isidro y Mar del Plata”. Combina el sentido del humor de Nuestro hombre en La Habana con el compromiso ético propio de Los comediantes, mientras que a través del personaje del padre Rivas, el cura que ha colgado los hábitos para unirse a la guerrilla, retoma las preocupaciones teológicas de El poder y la gloria para tratarlas brevemente, aunque con emocionante profundidad. El propio Greene declaró que la consideraba la mejor de sus novelas.
El protagonista es Eduardo Plarr, joven médico anglo-argentino, un ser solitario y desubicado que, manipulado por dos amigos de la infancia que se presentan inesperadamente en su consulta, se ve envuelto en un complot urdido por un grupo guerrillero. Planean secuestrar al embajador norteamericano durante un viaje de éste por la provincia, para canjear su vida por la libertad de algunos presos políticos entre los que, aseguran, está el padre de Plarr. Pero se confunden y, en lugar de secuestrar al poderoso embajador, atrapan a un cónsul honorario británico, un pobre alcohólico cuya vida no tiene valor alguno para la negociación. El juego de conflictos, lealtades y traiciones es múltiple, pues Plarr es también el amante de la esposa del cónsul, que espera un hijo suyo.
Greene estuvo a punto de no empezar esta novela, porque, cuando ya tenía el argumento en mente, sucedió en la realidad un episodio muy parecido: el cónsul de Paraguay en la ciudad argentina de Corrientes, Joaquín Waldemar Sánchez, fue secuestrado en Buenos Aires por integrantes de la organización guerrillera Frente Argentino de Liberación. No quería Greene que el desarrollo real de tales hechos pudiera perturbar la ficción que tenía proyectada, pero pronto se dio cuenta de lo vano de sus preocupaciones: en la realidad, como en la ficción, las autoridades no mostraron el más mínimo interés por la suerte del cónsul, y el caso fue rápidamente olvidado, dejando al escritor en completa libertad para componer su fábula.
En 1984, un Greene ya anciano cerrará su relación literaria con el continente con un libro-reportaje sorprendentemente laudatorio, en torno a la figura del dictador panameño Omar Torrijos. No obstante los métodos populistas y nada democráticos de éste, Greene llegó a estar unido a él por una estrecha amistad, manifestando reiteradamente su admiración por cómo el líder de un pequeño país era capaz de plantar cara a los omnipotentes Estados Unidos. Muchas, y feroces, fueron las críticas que despertó en los círculos intelectuales latinoamericanos esta obra, en la que puede leerse: “¿Por qué he estado siempre tan interesado en Hispanoamérica? Tal vez esta sea la respuesta: en esos países, la política nunca ha sido una mera alternancia electoral entre partidos rivales, sino una cuestión de vida o muerte.” Aspecto muy fructífero, sin duda, como tema literario; pero resulta comprensible que frases así levantaran ampollas, haciendo que muchos luchadores por la democracia se sintieran traicionados. Greene, deslumbrado por la firmeza de Torrijos a la hora de recuperar la soberanía sobre el Canal de Panamá, no supo denunciar sus injusticias y abusos, como en cambio sí hizo veinte años antes con los cometidos por Duvalier en Haití.
BIBLIOGRAFÍA
Fuente Monge, Gregorio L. de la: “Clericalismo y anticlericalismo en México, 1810-1938”. Revista “Ayer”, nº 27, Asociación de Historia Contemporánea y Marcial Pons Ediciones de Historia, España, 1997.
Greene, Graham: “Ways of escape: An autobiography”. Vintage Classics, Reino Unido, 1999.
Greene, Graham: “Getting to know the General: The story of an involvement”. Penguin Books, Reino Unido, 1985.
Martínez, Ibsen: “El síndrome de Graham Greene”. Revista “El malpensante”, nº 77 (marzo-abril), Grupo Editorial 87, Colombia, 2007.
Vargas Llosa, Mario: Prólogo a "El poder y la gloria" de Graham Greene. Círculo de Lectores, España, 1987.
Veitch, Douglas W. : “Lawrence, Greene and Lowry: The fictional landscape of Mexico”. Wilfrid Laurier University Press, Canadá, 1978.
Magnífico y exhaustivo artículo, Sue :)
ResponderEliminarLo que he leído hasta ahora de Grahamn Greene me ha entusiasmado. "Nuestro hombre en La Habana" es una asignatura pendiente desde hace tiempo, tendré que ponerle remedio. Tomo también buena nota de los otros libros que has comentado.
Un abrazo.
Muchas gracias, Eyre. Mi favorito de los Greenes de ambiente latinoamericano es "El cónsul honorario", si bien "Nuestro hombre en La Habana" es una pequeña joya. ¡Espero que los disfrutes!
ResponderEliminarMuchas gracias, Sue.
ResponderEliminarEnorme trabajo, excepcional artículo que nos reconcilia con la buena literatura. Algunos de los libros que nos comentas, no los he leído: ¡prometo redimirme!.
Un abrazo enorme,
Estoy segura de que te encantarán, Aben. Gracias por tus elogios; como siempre, exageras, pero me encanta. ¡Besos!
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