El sentido del humor en Hamlet - Anna Walsh


Hace unos años presencié en la sala Imperdible de Sevilla, hoy desaparecida, una obra insólita, llevada a la escena por la compañía andaluza Teatro Crónico. La pieza en cuestión llevaba por título La comedia de Hamlet. ¿«Comedia» y «Hamlet» en una misma frase? Quienes han leído la obra, o quienes simplemente tienen alguna noción de lo que es un género literario, encuentran sin demasiado esfuerzo una aparente contradicción. Porque no cabe duda de que Hamlet de Shakespeare es un paradigma, un modelo para tener como referente, como tópico, si se quiere, a la hora de definir en qué consiste formalmente una tragedia. ¿No es en sí mismo el personaje Hamlet, el príncipe de Dinamarca, un arquetipo del individuo trágico?

Dije conscientemente que se trataba de una «aparente contradicción» porque el recuerdo de La comedia de Hamlet me ha llevado a meditar sobre la permeabilidad de los géneros literarios y, releyendo la obra de Shakespeare a la luz de esa experiencia, sobre la complejidad de un texto que invita a nuevas interpretaciones va más allá de la tragedia y más allá de su tiempo.

* * *

En palabras del DRAE (2001; 2207), entendemos como tragedia una «obra dramática cuya acción presenta conflictos de apariencia fatal que mueven a compasión y espanto, con el fin de purificar estas pasiones en el espectador y llevarle a considerar el enigma del destino humano, y en la cual la pugna entre libertad y necesidad termina generalmente en un desenlace funesto.» Matilde Moreno (2005; 372), en su Diccionario lingüístico-literario, cita a Hamlet en su entrada sobre la tragedia como un ejemplo canónico, mientras que, más prudentes respecto a su encasillamiento, José María Valverde (1994; XV) considera que «va contra las conveniencias técnicas de todo drama», y Harold Bloom (2002; 457), encumbrándola fuera de toda restricción y situándola en importancia entre La divina comedia, El paraíso perdido, Fausto o Ulises, opina que «Hamlet es apenas la tragedia de venganza que sólo finge ser».

Temas como la muerte, la venganza, la locura, la ambición, condicionan el texto, pero existen resquicios, grietas que abrió el propio Shakespeare para aligerar el peso de un conflicto y de un personaje que, como vuelve a decir Harold Bloom (2005; 491), «es demasiado grande para su obra». En efecto, Hamlet es un héroe que muestra una profundidad y una modernidad poco comunes en la historia de la literatura.

Ese matiz distinto, inesperadamente agudo, que enriquece el tronco trágico del Hamlet personaje, lo encontramos muy pronto en el drama. Aparece ya en el acto I, escena ii (2004, 73): el príncipe se encuentra con su amigo Horacio, que dice haber asistido al funeral del rey. Horacio le habla de la prontitud con que se ha celebrado la boda de la reina viuda con su cuñado, a lo que Hamlet le contesta con fina precisión, echando mano de la ironía: «Ahorro, Horacio, ahorro: los pasteles funerarios / han sido el plato frío de la boda.»

Hamlet resta importancia, aligera, desdramatiza el tono serio que el protocolo obliga cuando se habla de un funeral tan magno como el de un rey, que además es su padre. Sin embargo no deja de ser una chispa, un pequeño fulgor que pronto se ensombrece cuando la conversación vuelve a tomar el cariz dramático que debería haber tenido siempre, y el diálogo vuelve a girar en torno a la posible aparición del espectro del rey muerto.

El príncipe ha trazado un plan: debe hacerse pasar por loco para no ser el próximo objetivo de su tío Claudio, ahora en el trono. La locura es una gran estrategia tanto para Hamlet, que quiere así salvar su cuello, como para Shakespeare, que tiene la excusa perfecta para introducir el humor y el absurdo ¾si se puede hablar de «absurdo”, un término demasiado moderno para el teatro isabelino¾, y romper con esos destellos cómicos la rigidez y el fatalismo de la estructura trágica de la pieza.

Esa locura imaginaria le permite hablar claramente y con sinceridad con Claudio o Polonio, rey y consejero respectivamente, autoridades legal y de facto y, por tanto, principales enemigos de Hamlet. A éste último, a Polonio, en el acto II, escena ii, lo tilda de pescadero, insinuando que hasta un hombre de este oficio (cuya fama de alcahuetes estaba bastante extendida en el siglo XVI[1]) sería más honrado que el suyo. Sabe que Polonio detesta que le hable de su hija Ofelia, y así Hamlet hurga en la herida, insiste en tenerla como tema de conversación, irritando al padre, quien debido a su posición junto al rey no puede perder las formas, lo que multiplica su ira. Es un juego discreto de Hamlet, un mecanismo sutil y maquiavélico, cubierto sagazmente bajo la máscara estrepitosa de un lunático.

Del enfrentamiento enloquecido con Polonio surgen varios momentos que hacen de la tragedia un juguete en manos de Shakespeare. Polonio, cansado de las locuras del príncipe (locuras con una lógica aplastante, como afirma: «¿Qué atinadas suelen ser sus respuestas!, [2004; 107]) lo envía «donde no haya aire»: «¿A mi tumba?» (2004; 106), contesta Hamlet, mezclando la fatalidad y una incisiva ironía. Estas salidas inesperadas, rompiendo la línea estructural de la tragedia, representan ejemplos perfectos del mejor humor negro.

Con Polonio se revela una nueva diversión para Hamlet: burlarse de los sirvientes del rey Claudio. Por ejemplo, en el acto III, escena ii, Hamlet hace ver al consejero en una nube multitud de formas diferentes (un camello, una comadreja y una ballena) sin que tales formas existan en dicha nube. También el joven Osric, a quien llama «libélula» cuando lo presenta a Horacio, es víctima en el acto V, escena ii, de su juego y le hace ponerse y quitarse el sombrero varias veces, unas argumentando por qué debe llevarlo puesto («No, creedme: hace mucho frío. El viento es del norte»), y otras por qué no («Para mi complexión hace un calor sofocante»). Finalmente, Osric opta por no ponérselo más.

Sin embargo, las burlas de Hamlet no tienen como finalidad ridiculizar a los súbditos para dejarles en evidencia delante de la corte. Es algo completamente distinto. Un acto de superioridad, de talento, que no quiere otra recompensa que la autocomplacencia. En ocasiones, ni siquiera las propias víctimas se percatan de que están siendo objeto de las burlas del príncipe, y si lo hacen, el ataque de Hamlet ha sido tan indiscriminado que, al no quedar títere con cabeza, nadie soporta el castigo de sentirse peor que ningún otro. Todos sienten el alivio de saberse iguales en el ridículo. El ejemplo más claro está en el acto III, escena ii, durante la representación de La ratonera, cuando ironiza sobre la forma en que presume Polonio de sus pinitos como actor en la universidad, y más tarde cuando hace que Ofelia se sienta incómoda iniciando un juego sexual encubierto, o cuando seguidamente critica burlonamente que su madre, la reina, haya olvidado que estuvo casada no hace mucho tiempo. Siempre en voz alta, haciéndose el loco, como un bufón de la corte que enmascara las verdades con las artes de la risa.

Pero su gran broma, la gran farsa, es la representación de La ratonera, un ataque directo al nuevo rey, culpable de la muerte de su padre. Claudio se ha retirado a sus aposentos, sumamente alterado, y Hamlet se pregunta:

HAMLET: ¿Por el vino?

GUILDENSTERN: No, Alteza, de cólera.

HAMLET: Tenías que haber sido más sensato y decírselo a su médico, pues si de mí depende el que se purgue, quizás se agrave su cólera. (III, ii)

Todas sus agresiones contra el rey y su entorno están teñidas de este humor malhumorado. Así, en otro momento cumbre de la obra, Hamlet da muerte a Polonio, escondido tras los tapices, al confundirlo con Claudio. El rey pregunta más tarde a Hamlet dónde se encuentra su consejero, y éste le contesta: «De cena [...]. No donde come, sino donde es comido: tiene encima una asamblea de gusanos políticos. El gusano es el gran emperador de la dieta. Nosotros engordamos engordando animales, y así estamos gordos para los gusanos.» (IV, iii)

La fatalidad de la tragedia, con la muerte planificada de Hamlet como colofón, igual que en cualquier obra de estas características, está ahí, inmutable, para confirmar que estamos pisando el terreno de un género del que conocemos las claves. Sin embargo, es en esta obra sin par, en esta tragedia que posee en sí misma su propia destrucción, donde esa fatalidad tópica se deja guiar por un agente externo, invasor, un cuerpo extraño que hace de Hamlet una obra inverosímil, única, y por todo ello inmortal: un excelente sentido del humor.

BIBLIOGRAFÍA:

BLOOM, Harold (2005): Shakespeare. La invención de lo humano, Barcelona, Anagrama.

MORENO MARTÍNEZ, Matilde (2005): Diccionario lingüístico-literario, Madrid, Castalia.

PUJANTE, Ángel-Luis (2004): «Notas», en SHAKESPEARE, William, Hamlet, Madrid, Espasa Calpe.

RAE (2001): Diccionario de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe.

SANZ ALBIÑANA, Bartolomé (2010): La connotación sexual de los «puns« en algunas traducciones de «Hamlet” (Tesis doctoral), Universidad de Alicante, Alicante.

SHAKESPEARE, William (1994): Tragedias, Barcelona, RBA.

¾¾ (2004): Hamlet, Madrid, Espasa Calpe.

VALVERDE, José María (1994): «Introducción», en SHAKESPEARE, William, Tragedias, Barcelona, RBA.


[1] Dice el original: «Excellent well, you are a fishmonger». Ese término, «fishmonger», significa tanto «pescadero», en sentido literal, como «alcahuete», en sentido figurado. Ver SANZ ALBIÑANA (2010; 228). PUJANTE (2004, 105) no está de acuerdo.

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