Por la senda de la perdición: El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain - Sue Storm



Hubo un tiempo en que el sueño americano se hundió en la más negra de las miserias. Y muchos corazones ambiciosos, que habían creído ciegamente en su derecho a la conquista de la felicidad y la riqueza, desencadenaron atroces torbellinos de sangre y violencia, en una lucha desesperada por alcanzar por la fuerza aquello que se les negaba. Esos malditos tuvieron su aristocracia, con nombres como John Dillinger, Lucky Luciano, Pretty Boy Floyd; pero fueron muchos más los rebeldes mediocres, pobres peones que cayeron abatidos, sin gloria alguna, por un destino al que inútilmente trataron de enfrentarse. A estos perdedores sin encanto ni suerte cantó James M. Cain (Annapolis, Maryland, 1892 – University Park, Maryland, 1987) y, entre el conjunto de su obra literaria, ha llegado hasta nuestros días con especial fuerza su opera prima: "El cartero siempre llama dos veces", publicada en 1934.



Ya en el momento de su aparición, esta breve novela de apenas cien páginas supuso toda una revolución en la ficción criminal norteamericana. El rey del género hard-boiled era por entonces Dashiell Hammett, un autor de estilo seco pero elegante, creador de historias detectivescas protagonizadas por defensores de la ley y el orden que, aunque a veces se ven obligados a traspasar ciertos límites, no dejan de ser figuras ejemplares en medio de un ambiente de corrupción generalizada: así, el Agente de la Continental en Cosecha roja (1929) o Sam Spade en El halcón maltés (1930). Pronto siguió sus pasos Raymond Chandler, cuyos relatos comenzaron a publicarse a partir de 1933, aunque su primera novela, El sueño eterno, se haría esperar hasta 1939. En la plácida paz de este reinado, el éxito de la novela de Cain sonó como un escopetazo perturbador. ¿Cómo se explicaba que el público hubiera concedido su favor a una historia tan sórdida, protagonizada por dos personajillos bobos y vulgares, incapaces de ver más allá de sus narices? ¿Tan atractivo resultaba aquel cóctel de sexo y morbo, de un laconismo casi telegráfico? En particular, Raymond Chandler, el creador del detective Philip Marlowe, ha dejado múltiples testimonios del visceral desprecio que le inspiraba el estilo de Cain. Así, en una carta dirigida a su editor, Alfred K. Knopf, en 1942, Chandler refunfuña:



“Espero que alguna vez llegue el día en que no tenga que bailotear alrededor de Dashiell Hammett y James Cain, como el mono de un organillero. Con Hammett no tengo problema; le reconozco el mérito; hay un montón de cosas que no sabe hacer, pero las que ha hecho, las ha hecho de forma soberbia. Pero James Cain, ¡puaj!, todo lo que toca huele a macho cabrío. Es exactamente la clase de escritor que detesto: un falso naïf, un Proust en overalls grasientos, un niño perverso con una tiza en la mano delante de un muro sin nadie que lo vigile. Gente así son la escoria de la literatura, no porque sus argumentos sean sucios, sino porque escriben de una manera sucia. Nada de ambientes limpios, fríos, ventilados. ¡Mejor un burdel con olor a perfume barato en el salón, y un cubo y una fregona en la puerta de atrás! Por el amor de Dios, ¿lo que yo escribo suena acaso a eso?”



Es fácil imaginar cómo escandalizó en su época la explícita sexualidad de la novela de Cain (que la llevó a ser prohibida en Canadá y en el estado de Massachussets), y con qué morbosa avidez devoraron los lectores los aspectos sadomasoquistas de la relación entre Frank y Cora, e incluso el papel del marido en el triángulo, siempre empeñado en conservar a Frank junto a él, por razones que no quedan claras. Hoy, esos elementos en El cartero siempre llama dos veces ya no nos sorprenden tanto, si bien siguen conservando toda su fuerza sugestiva, y en ningún momento suenan falsos: es el impulso sexual en estado puro, viejo como el mundo, que surge irrefrenable entre dos animales jóvenes y ansiosos, y con su ímpetu quizá hasta llegue a animar, de una forma refleja, la libido del marido.



Para el lector actual, quizá sea más llamativa una singularidad de otro orden: la extrema concisión con la que Cain narra la historia. Toda la novela es un texto desnudo, abrupto, sin metáforas, ni descripciones, ni figuras literarias de ningún tipo. La caracterización de ambientes y personajes, cuando se hace, es tan breve como si realmente hubiera salido de la pluma del personaje-narrador, ese manojo de testosterona andante que, a sus veinticuatro años, no había hecho otra cosa que vagabundear de acá para allá buscándose la vida, hasta que el destino lo arrojó a la puerta de la Twin Oaks Tavern. El propio Cain nos dirá, en el prefacio a otra novela suya posterior, Pacto de sangre: “No hago ningún esfuerzo consciente por resultar duro, ni hard-boiled, ni siniestro, ni ninguna de las otras cosas que se me suele llamar. Sólo trato de escribir como lo haría mi personaje, y nunca olvido que el hombre medio, el que puebla los campos, las calles, las oficinas y hasta las cloacas de este país, ha adquirido una intensidad de expresión que va más allá de lo que se podría inventar; y que si soy fiel a esta herencia, a este logos del paisaje americano, alcanzaré el máximo de efectividad con muy poco esfuerzo.”



En tal sencillez llevada al extremo radica, en efecto, la fuerza expresiva del estilo de Cain. Es así desde la primera frase del libro, diez sílabas que han pasado a la historia de la narrativa criminal, con su soniquete áspero que recuerda al tecleo en una vieja máquina de escribir: “They threw me off the hay truck about noon”. “Me echaron del camión de heno a mediodía”, podríamos traducir, intentando conservar en lo posible el eco del original. De este modo, sin preámbulos, agarra Cain por el cuello a sus lectores y los precipita de un empujón al corazón de la novela: igual que a su Frank Chambers, sudoroso y vencido por el sueño, lo hacen caer a empellones del camión en el que ha buscado refugio. Con el uso de la narración en primera persona (después de rehacer, según algunas fuentes, una primera versión en la que aparecía un narrador omnisciente), la elección de un criminal como protagonista-narrador en lugar de un detective o investigador, y la total desnudez de artificios formales, James M. Cain dio un paso más allá del hard-boiled tradicional e inauguró una nueva categoría. A ella vino a sumarse en 1935 Horace McCoy, con la novela más desesperanzada, amarga y sombría de la década: ¿Acaso no disparan a los caballos? Tanto Cain como Mc Coy fueron existencialistas avant la lettre. La incómoda obra de McCoy, tras haber pasado más bien inadvertida en su país durante décadas, se convertirá en un libro de culto entre la intelectualidad francesa de los años 50. Albert Camus admitió haber tomado como modelo para su novela El extranjero, publicada en 1942, la estructura de El cartero siempre llama dos veces, y ciertamente son muchos los elementos comunes entre ambas: la elementalidad de un protagonista desarraigado, pasivo, cuya reacción casi maquinal frente a estímulos primarios desencadena los acontecimientos; el asesinato como clímax, seguido de la peripecia judicial; y unas páginas finales muy similares, con el condenado a la espera de la ejecución, y la intervención de un sacerdote a quien aquél revela su historia.



La conexión francesa en la novela de Cain resulta ser de ida y vuelta. Tras los guiños del letrero luminoso de la Twin Oaks Tavern es fácil descubrir la sombra de Thérèse Raquin, una de las cumbres del naturalismo galo, publicada por Émile Zola en 1867. En ambas obras aparece una pareja de amantes asesinos, cegados por impulsos de lujuria y de codicia, prisioneros de una mediocridad sórdida. También vemos en ambas a una mujer insatisfecha, ligada a un hombre físicamente repulsivo, que cae en los brazos de un hermoso vago sin muchos escrúpulos ni demasiadas luces. Y asimismo, en las dos historias, la suerte parece favorecer en un principio la impunidad de los criminales, para más tarde hacernos asistir al espectáculo de su paulatina destrucción moral y física, que en Zola será por completo despiadada, mientras en Cain conserva cierto aliento poético y cierto eco de tragedia griega.



Lo opresivo del ambiente y circunstancias en que malviven los personajes es transmitido por Cain de una forma sutil, indirecta, pero muy eficaz. Vemos que en el fondo Frank y Cora son dos pobres pedazos de carne, dos seres ignorantes e indefensos, lamentablemente fáciles de manipular. En su comportamiento pesan de forma atroz los prejuicios más absurdos, como por ejemplo, los prejuicios raciales: Cora es blanca, pero sabe que no lo parece, y se ofende mortalmente si la creen mexicana; pierde la cabeza por Frank porque éste, además de joven y atractivo, es ostensiblemente rubio y anglosajón, muy distinto de un marido “grasiento” que le resulta mucho más despreciable por su color de piel y su origen, que por su edad o su fealdad. Ahora bien: la sociedad que tiene derecho a castigar a los amantes por su crimen, no es mucho mejor que ellos. Cain nos presenta el sistema judicial como un garito, una mesa de juego donde el fiscal y el abogado se divierten haciendo sus apuestas, con cínica frivolidad, bajo la mirada pasiva del juez; y todos ellos son plenamente conscientes -y a ninguno le importa lo más mínimo- de que se encuentran sometidos, no al imperio de la ley, sino al criterio económico marcado por las compañías de seguros. En este cruce de envites, los justiciables se ven despersonalizados, manoseados como los naipes de una baraja, cuya única función es ser arrojados sobre el tapete cuando así lo pide el juego. El abogado que se hace cargo de su defensa manipula sus reacciones con insultante superioridad, y después de haberlos engañado, de haberlos forzado a traicionarse mutuamente, se jacta ante ellos de haber logrado con tales medios el mejor de los resultados: están libres.



Aun así, dentro de la pareja es indudable la superioridad de la figura femenina. Tan primitiva y elemental como Frank Chambers, pero más inteligente que él, Cora Papadakis – de soltera Smith – es una hembra con todas las de la ley, en el sentido más tradicional de la palabra: muy sensual, capaz de dejarse llevar por la pasión, pero también ambiciosa y calculadora cuando es necesario, con los pies bien firmes en el suelo y un fuerte instinto maternal. Lo de vagabundear por los caminos no está hecho para ella. Sus verdaderos sueños son un techo bajo el cual vivir cómodamente junto a Frank, una buena cuenta en el Banco y un negocio que funcione..., y está convencida de que puede conseguir todo eso. De hecho, hay un momento en el que llega a conseguirlo. Es una superviviente que a lo largo de la novela luchará por salir adelante: todo lo contrario de la protagonista de Horace McCoy en ¿Acaso no disparan a los caballos?, Gloria, que tiró la toalla hace tiempo y sólo vive por inercia, anhelando el momento en que la muerte la liberará. A Cora y a Gloria las marca un origen familiar desestructurado y un pasado de aspirantes a actrices en Hollywood que sólo les trajo malas experiencias, abusos y decepciones. Todo eso destruyó la fibra de Gloria, amargándola para siempre; Cora es menos analítica, más terrenal, y quizá por eso no le ha sucedido lo mismo: ella conserva la esperanza, la conservará hasta el fin. A favor de Cora hay que decir también que, si bien es ella quien arrastra al pasivo Frank al crimen cumpliendo con su papel de tentadora, no es una femme fatale al uso: no es fría, ni manipula a su amante para que sólo él cargue con la responsabilidad del crimen.



La habilidad de Cain como “maestro del cambio de ritmo” - así le llamó Tom Wolfe - brilla especialmente en las últimas etapas del relato. En ellas están presentes la conciencia de la mutua traición, los remordimientos, la desconfianza y el miedo, pero los personajes continúan fieles a su esencia: Cora sigue siendo una superviviente, Frank un vagabundo de corazón, y ambos son prisioneros el uno del otro y también de su propio sino. Se suceden escenas que son puro pulp-fiction (como el intento de chantaje del que son víctimas los protagonistas) junto a otras de un simbolismo inquietante (así, la aparición del cachorro de puma, como una monstruosa mutación del gato de la primera parte de la historia). Un breve espejismo de felicidad, de fe en el futuro, cegará a los personajes por un momento: el tiempo necesario para que el destino pueda descargar sobre ellos el golpe final.



James M. Cain había elegido para esta novela el escueto título de Bar-B-Q. Su biógrafo, Roy Hoopes, nos cuenta que el editor Alfred Knopf lo encontró poco comercial, y sugirió que el libro debería titularse Por amor y por dinero. Esta idea horrorizó a Cain, por parecerle un cliché genérico de tipo sensacionalista, y se apresuró a proponer a Knopf títulos alternativos: El puma negro, La chequera del diablo... sin que el editor aprobara ninguno de ellos.



Al fin, durante una conversación de Cain con su gran amigo, el guionista y autor teatral Vincent Lawrence, surgió el título definitivo. La anécdota es conocida: hablaban sobre lo angustiosa que resulta la espera del correo, cuando éste puede traer noticias de un editor al que se ha enviado algún manuscrito. Lawrence confesó a Cain que, cuando se aproximaba la hora en que solía llegar el cartero, él procuraba distraerse, hacer ruido, e incluso salir al patio, en un intento infantil de no oír su llamada; pero rara vez lo conseguía, porque el cartero siempre llamaba dos veces. Rápidamente Cain se lanzó sobre esta frase: ya había encontrado el título que necesitaba. Una metáfora perfecta para el aciago destino de Frank Chambers, del que pudo escapar la primera vez, pero no la segunda; y al mismo tiempo una frase sonora, plena de atractivo comercial, como Knopf exigía. Así, colocando en primer plano la sombra aciaga que empezó a perseguir a su antihéroe desde que aquel camión de heno se detuvo tan cerca, demasiado cerca, de la Twin Oaks Tavern, James M. Cain se hizo para siempre un sitio en la historia de la literatura y en la cultura popular del siglo XX.




BIBLIOGRAFÍA



Lehan, Richard Daniel: Realism and naturalism: The novel in an age of transition. University of Wisconsin Press, 2005.

Hoopes, Roy: The biography of James M. Cain. New York, Holt, 1985.

Marling, William: James M. Cain, detnovel.com, web, 2009.



6 comentarios:

  1. Que estupenda reseña, Raquel dan ganas de salir corriendo a buscar el libro.

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  2. Una vez más la storm resume un libro de tal manera que te hace pensar si al leer el original no acabarás decepcionado por comparación. La storm tiene su propio ritmo y te hace entrar en él y seguirla leyendo incluso si vas, como es habitual, falto de tiempo para lecturas. En el caso de “el cartero siempre llama dos veces” del que este humilde “escasolector” sólo ha visto la película la storm te descubre detalles que o no recordabas o no estaban en ella como el hecho de que la protagonista no fuera una espectacular rubia como Jessica Lange sino una espectacular latina con complejos por el color de su piel.
    Animo a la storm a escribir la obra “clásicos de todos los tiempos contados en un ratito” y le auguro un éxito espectacular. Seríamos legión los que lo compraríamos para decir aquello de ¿“la regenta”? Sí hombre sí... clarín no tiene secretos para mí. ¿Sartre?... lo he leído todo... es más... Sartre y yo tomábamos café juntos cuando venía a España... pregunta, pregunta...
    Y por otro lado y tras descubrir por fin por qué coño no hay un sólo cartero en la trama de un libro que se titula “el cartero siempre llama dos veces”... ¿Algún cuerpo de correos de algún país se ha planteado alguna vez pedirle daños y perjuicios a este autor por hacer que desde la publicación de su libro una de las bromas más habituales a carteros de todo el mundo sea aquél “claro... como vosotros siempre llamáis dos veces”, acompañado de una sonrisita donde ese cartero probablemente no sepa si detrás el bromista se está haciendo una imagen mental de nicholson y la lange enharinados sobre una mesa de cocina”. Resumiendo... leer a la storm es como siempre tan recomendable como leer a James M. Cain... y más rápido :-)

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  3. Muchas gracias a los dos. Lo he pasado muy bien escribiendo la reseña, me ha divertido investigar todo lo que había detrás del libro, y creo que eso se nota.

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  4. Sue, coincido con Gonzalo, tu reseña es tan buena que seguro supera al libro.

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  5. ¡Gracias, Andromeda! Y que conste que exageráis los dos. Pero me alegro mucho de que te haya gustado.

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  6. Qué buena reseña. Un placer visitar vuestra revista.

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