Tácticas de guerra: "La belleza inútil", de Guy de Maupassant - Sue Storm







Poco antes de que su amargo y certero raciocinio fuera devorado por la locura, Guy de Maupassant, el maestro del relato (Dieppe, 1850 – París, 1893) publicó esta narración. En ella aparecen varias de sus obsesiones recurrentes: la guerra entre los sexos, la imposible certeza de la paternidad, la duda que envenena la convivencia, y el matrimonio como un intolerable estado de esclavitud impuesto a la mujer, que la obliga a recurrir a estratagemas para conquistar mínimas parcelas de libertad personal. El personaje de la condesa de Mascaret podría haber sido concebido por la más radical de las feministas del siglo XX, y sin embargo es la profecía de un visionario de rara inteligencia. Pasen y lean.




Este relato vio la luz por primera vez en el diario L'Echo de Paris, donde se publicó en tres entregas sucesivas, entre el 2 y el 7 de abril de 1890. Casi inmediatamente se utilizó como cabecera de una recopilación que, bajo el título “La belleza inútil y otros cuentos”, conoció hasta veintitrés ediciones en un solo año. Maupassant defendía con ardor la singularidad de este cuento entre los demás del volumen; así se expresaba en una carta a su editor, arguyendo:



... Puede estar seguro de que "La belleza inútil" vale cien veces más que "El olivar" (el segundo relato del libro, que es de corte naturalista, pura truculencia con efusión final de sangre). Este último estremecerá, sin duda, la sensibilidad burguesa; pero la sensibilidad tiene nervios donde debería tener el juicio. La belleza inútil es el relato más extraordinario que jamás he escrito. Es todo un símbolo...




La historia está protagonizada por una de tantas parejas de la alta sociedad parisina, que mientras ofrece al mundo la imagen idílica de un matrimonio perfecto, guarda para la intimidad sus profundas diferencias, su guerra soterrada e interminable. El ambiente en que se mueven los personajes es acaudalado, y además aristocrático, si bien los lectores habituales de Maupassant se permitirán ciertas dudas sobre la antigüedad de los blasones del conde de Mascaret. En este hombre “de gran estatura, hombros anchos, poblada barba roja; todo un caballero, un hombre de mundo, con reputación de marido modelo y padre excelente”, no vemos la menor traza de ese refinamiento sutil que a menudo se asocia con la verdadera aristocracia. Su comportamiento nos evoca más bien a un hombre de negocios sanguíneo y agresivo, cuyo rápido enriquecimiento le hubiera abierto el camino hacia un título nobiliario, tal vez comprado, como lo fue la baronía tan hábilmente conseguida por otro héroe de Maupassant, Bel Ami. Así ennoblecido, el flamante conde de Mascaret procedería rápidamente a una segunda compra para dar lustre a su casa: la adquisición de la mujer más refinada, más bella, más seductora que pudo encontrar. Así, al menos, lo explica ella: “Me casé con usted contra mi voluntad; violentó usted la de mis padres, aprovechándose de que es usted rico y ellos se hallaban en situación difícil. Después de muchas lágrimas, tuve que ceder. Usted me compró (…).”



Maupassant construye el argumento en torno a cierta estrategia o práctica conyugal, muy extendida en la época entre los maridos celosos de mujeres jóvenes y atractivas: someter a éstas a una serie ininterrumpida de embarazos, prácticamente sin intervalo temporal entre uno y otro, mientras durara su edad fértil. De este modo, la mujer no sólo experimentaba sin tregua la deformación de su cuerpo y las molestias propias del estado de gestación (dejando, pues, de aparecer como objeto de deseo a los ojos de los demás hombres), sino que también quedaba condenada a un casi continuo aislamiento social, puesto que no se consideraba decoroso que ninguna dama, por muy casada que estuviese, exhibiera su embarazo en público. Y lo peor, quizá, para la mujer, era la conciencia de que tantas maternidades encadenadas no tenían por causa la pasión insaciable de un marido enamorado, sino que se debían a la innoble, humillante treta de un dueño celoso. Un dueño al que ni siquiera le estaba permitido negarse, puesto que era su deber complacerle en todo.



Por eso la condesa de Mascaret, fracasados todos sus intentos de resistencia (qué estremecedoras resultan sus palabras cuando habla de lágrimas, de puertas rotas y cerraduras forzadas), ya madre de siete hijos a los treinta años, decide hacer una última, arriesgadísima tentativa en defensa de su derecho a vivir como mujer, no sólo como hembra reproductora. El ardid que utiliza para conseguirlo, y las consecuencias que el mismo traerá para su matrimonio, constituyen el argumento del relato.



Presenta éste cuatro partes bien diferenciadas, que se adecúan a la sucesión temporal de los acontecimientos, como si de una representación teatral se tratara. La primera de ellas – planteamiento del conflicto y revelación de la condesa – arranca con un diálogo conyugal lleno de tensión dramática que tiene lugar en el estrecho espacio de un coche descubierto, mientras éste rueda por los Campos Elíseos de camino al Bois. Está presente también el cochero, encargado de guiar el carruaje, pero su única intervención se reduce a volver la oreja hacia su amo cuando éste le requiere para cambiar de dirección: en el mundo de los condes de Mascaret, un criado es poco más que una bestia útil, así que nada importa si ha podido o no escuchar algo de lo que se ha dicho allí. Cuando la condesa ha herido ya a su marido en lo más vivo, primero en su orgullo masculino, después en su sentimiento paternal, le asesta la última puñalada durante la tremenda escena de la iglesia, de la cual encontraremos ecos en muchas otras obras posteriores (entre ellas, la novela corta de Stefan Zweig Veinticuatro horas en la vida de una mujer). Es soberbia la forma en que Maupassant cierra esta primera parte: los lectores quedamos sobrecogidos con la huida hacia adelante de la condesa, que teme lo peor y sin embargo lo asume, porque prefiere poner en riesgo su propia vida a continuar con la existencia que había conocido hasta entonces. No es difícil imaginar con qué ansiedad los suscriptores de L'Echo de Paris esperarían la publicación de la siguiente entrega.


La segunda parte es tan tributaria del esquema teatral como la primera; en ella, asistimos a una exquisita graduación en el crecimiento de la intriga, que se resuelve de forma inesperadamente favorable para los propósitos de la condesa. Impresiona en particular el desarrollo de la cena, una de las más tensas que se han narrado en la literatura, durante la cual la presencia de los hijos de la pareja es a la vez escudo protector y arma arrojadiza: una situación tristemente actual.



La tercera parte de La belleza inútil contiene los fragmentos que con más frecuencia han sido citados y reproducidos en reseñas, estudios y antologías. Han transcurrido seis años: la condesa de Mascaret brilla en sociedad y, durante un entreacto en la ópera, dos jóvenes que la observan a distancia se preguntan qué secretos esconderá la vida y el matrimonio de tan hermosa mujer, que después de dar a luz siete hijos, y siendo con todos ellos una madre cariñosa y atenta, ya no ha traído al mundo ninguno más. Al mismo tiempo, su marido ha envejecido de forma inexplicable, su carácter se ha dulcificado y parece roído por una preocupación cuyas razones nadie conoce.



Al mencionar los once años de enclaustramiento que ha vivido la condesa, uno de los interlocutores, Roger de Salins, abomina de “esa odiosa ley de la reproducción, que hace de una mujer normal una simple máquina de hacer hijos”. Hoy podemos sin esfuerzo entender esta “ley” como un producto cultural, ya que a nadie se le ocurriría elevar el sometimiento de la mujer a la tiranía de su esposo al rango de ley natural; pero desde la mentalidad de la época, el amigo de Roger, Bernard Grandin, no duda en responder: “¿Y qué le vas a hacer? Es la Naturaleza”. Y resulta llamativo que el largo soliloquio sobre naturaleza y civilización en el que Roger se embarca a partir de este momento, defendiendo apasionadamente la necesidad de rebelarse contra el control biológico que Dios ejerce sobre la humanidad, no cuestione en absoluto la contradicción en la que Bernard ha incurrido. Más bien, diríamos que la da por buena. La “odiosa” ley de la reproducción es, para Roger, una ley natural; precisamente por esta razón es “odiosa”, porque nos acerca al animal y nos aleja de los refinamientos de la civilización. Así pues, la condesa de Mascaret, al liberarse de esa imposición, se ha colocado en un plano espiritualmente superior, si bien a costa del sufrimiento de su marido. Realmente desesperanzador: no hay términos medios. El hombre y la mujer no pueden, todavía, ser iguales.



Y sin embargo, en la tercera parte, Maupassant dibuja para esta historia un desenlace sin crueldad, sin cinismo, lejos de los que son habituales en su obra. Por una vez -y esta es una interpretación muy personal- el autor deja abierta la posibilidad de que lleguen para los condes de Mascaret días más felices, ahora que una cierta forma de comprensión, y también un vago sentimiento de admiración y de respeto hacia su mujer, han conseguido al fin abrirse paso en el ánimo del marido. Cierto que los esfuerzos de la condesa no han ido dirigidos en ningún momento a reconducir su matrimonio, sino tan sólo a la conquista de su libertad individual. Pero ahora que ya el conde es capaz de apreciar toda la complejidad espiritual que bulle bajo la superficial belleza de su esposa, bien podría, de la mano de esa “emoción extraña” y nueva que le embarga, convertirse en su digno compañero.








BIBLIOGRAFÍA



Gregorio, Laurence A.: Maupassant's fiction and the Darwinian view of life. Peter Lang (International Academic Publishers), New York-Oxford-Wien, 2005.



Fusco, Richard: Maupassant and the American short story; the influence of form at the turn of the century. Penn State Press, 1994.

4 comentarios:

  1. Gracias por este análisis tan detallado, Sue, anima a leer el relato de Maupassant, me ha despertado curiosidad.

    Un beso.

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  2. Muy interesante la evolución de la condesa de Mascaret, sin duda este cuento nos muestra un inteligente retrato. Sue, has despertado mi curiosidad.

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  3. Siempre me ha extrañado que este relato no sea de los más conocidos de su autor. Me dais una alegría cuando decís que mi comentario anima a su lectura, porque eso es exactamente lo que pretendía. ¡Muchas gracias!

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  4. Yo también fuí animado por la storm a leer a maupassant y de entre las muchas vueltas que se le pueden dar al relato me quedo con la del individuo que se rebela a su destino. La marquesa se resignó durante años a su destino de matrona perpetua hasta que finalmente la humillación a que se veía sometida día tras día le hizo plantearse el "todo o nada"... y venció.
    No siempre se gana en estos pulsos y no siempre se tiene el coraje de, tan siquiera planteárselos.

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