Podría presentarme como es debido pero, la verdad, no es necesario. Pronto me conocerás bien, todo depende de una compleja combinación de variables. Por ahora basta con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti con la mayor cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color se posará sobre mi hombro y te llevaré conmigo con suma delicadeza. (La ladrona de libros, Markus Zusak)
La muerte es parte de la vida, queramos verlo o no. Y vivimos en una sociedad en la que, normalmente, no se nos prepara para aceptar esa realidad. No obstante, está presente en nuestro día a día; con suerte, en la distancia que nos permiten las noticias, las guerras lejanas, las crónicas de sucesos o –incluso- la prensa rosa. Si no somos tan afortunados, la tenemos más cercana, más presente, y la pérdida de seres queridos nos golpea y nos duele como nunca hubiéramos deseado. O enfermamos y no nos queda más remedio que mirar de frente a la parca, aunque sólo sea para decirle hoy no.
Obviamente, las creencias en la trascendencia espiritual –sea cual sea la forma religiosa que adopten- suponen un alivio ante este desenlace, que no es sino un tránsito hacia otra esfera del ser. Quienes no comparten dichas creencias, se ven abocados a un final que sí es definitivo, y el ser humano, tan diverso, tan racional e irracional a un tiempo, fluctúa entre el miedo, la negación y la huida. Cuales Orfeos empeñados en salvar a Eurídice del inframundo, nos negamos a mirar a la muerte, salvo que se nos aparezca en negro sobre blanco, y sea la de otros.
La literatura nos ha narrado muertes de muy diversas maneras. Muertes por amor como las de Romeo y Julieta, o desamor, en el caso de Anna Karenina. Por vejez o cansancio; tristes como las de Fantine o Jean Valjean en Los Miserables, o Madame de Tourvel, en Las amistades peligrosas; o placenteras y bien merecidas como la de Andrew Martin, El hombre bicentenario. Por supuesto, muertes violentas: guerras, duelos, asesinatos, atentados, la literatura está llena de fallecimientos cruentos, anunciados o no. Y en no pocas ocasiones la ha convertido en personaje, principal o secundario, de la narración.
Por otra parte, pareciera que la literatura, como con muchos otros temas, nos permite conjurar nuestros miedos o dudas ante lo que ocurrirá en el último momento de nuestra vida. E, incluso, nos puede dar una esperanza de que más allá hay algo, pues podemos visitar infiernos, cielos, paraísos o –simplemente- otros mundos después de la vida que nos permiten jugar con la idea de que realmente, la muerte no es tan definitiva.
Y si esas visiones del más allá no fueran suficientes, siempre nos queda la no muerte sin vida. Zombies, vampiros, fantasmas, son creaciones que nos conectan con lo desconocido, con lo temido; nos traen historias que nos hacen apreciar la vida con más ansia, que nos escalofrían ante la muy remota posibilidad de que la muerte, a pesar de todo, no sea tan definitiva.
Con este número afrontamos ese momento del que tan poco nos gusta hablar, que no queremos que llegue, pero que está a nuestro alrededor. Entremos, sin necesidad de abandonar ninguna esperanza, y disfrutemos de sus artículos.
No hay duda de que la muerte es parte de la vida y la literatura la ha mostrado desde todos los aspectos, tal como bien lo referenciaste. Todas las muertes duelen, cuando leemos un libro y un personaje muere, sobre todo, si era uno de los "buenos" nos deja un sabor amargo. Hay quienes piensan que en ella se encontrará la paz final o el horroroso inframundo. Otros, escépticos, afirman que el ser humano se termina con ella, que no hay alma o espíritu y que todo acaba con el último estertor. Son muchos, muchísimos los autores que debieron enfrentar a sus personajes a la muerte y tomar partido por una u otra forma.
ResponderEliminarFelicitaciones por tu editorial Montse, me gustó mucho, tocaste un tema muy delicado y lo hiciste con mucho estilo y respeto. Muchas gracias.