¿Cómo se llega a la locura desde la cordura? ¿Cuáles son las razones por la que un ser aparentemente normal transforma su conducta en patológica? ¿Es el ambiente donde se mueve tan determinante como para producir este cambio? Quizás, nuestro personaje, el doctor Andrei Efímych, nos pueda responder a estas preguntas, pero lo que no cabe la menor duda es que sus respuestas están espléndidamente descritas en esta obra de Antón Chéjov, cuya edición viene mejorada con otro cuento que se titula El hombre enfundado, donde la melancolía y la frustración también hacen estragos.
El tratamiento sobre la locura, que ha mostrado la ficción hasta nuestros días, ha sido dispar y, a menudo, de la mano de ambientes y entornos que oprimían, sin misericordia, al personaje principal hasta que lo transformaba en un demente y marginal. No se mostraban como lapsos complejos o ambiguos, sino como como un proceso, un acontecimiento trágico o un cúmulo de hechos aciagos que terminaban en un fatal desenlace personal. Universos y situaciones, que eran más que suficientes, como para condicionar la psicología de los protagonistas de la novela. En el caso de este cuento largo de Antón Chéjov, en un primer momento, es la animadversión o el prejuicio ante el edificio oscuro y tenebroso, el pabellón nº 6, motivo que provoca el inconsciente colectivo como una espada de Damocles, tanto que la entrada en él se podía producir por razones espurias e ilógicas:
No recordaba haber cometido ningún delito y podía responder de sí mismo de que nunca mataría a nadie, no incendiaría, ni robaría, ¿pero acaso es difícil cometer un crimen sin querer, en un descuido? ¿Y no es posible la calumnia y, finalmente, un error judicial? No en vano la secular sabiduría popular enseña que para la miseria y la prisión siempre hay tiempo y ocasión. Y el error judicial, en las circunstancias actuales de jurisprudencia, es muy posible y no sería como para asombrarse (p. 48).
Este inconsciente, que se va forjando suave y constante, opera como miedo coercitivo ante un lugar equivocado, un error judicial o un mal encuentro con la policía: acontecimientos pasaderos como para condicionar la vida y la personalidad de los habitantes de una ciudad y de la sociedad. Una losa que se incrusta en nuestra mente y que se enquista. Es lo exterior que influye poderosamente en lo interior. Pero, además y en un segundo plano, es la relación con el otro y con lo otro -en el sentido que concibe Emmanuel Levinas- la que trabaja de manera sibilina. Es, como un espejo que devuelve nuestra imagen desfigurada que no nos conviene y repugna, la que nos lleva a un precipicio profundo. Nuestro primer actor de la obra, Iván Dmítrich, que padece de una manía persecutoria, pasa por un periodo de angustia donde su mente que se encontraba, anteriormente, ágil e ingeniosa, de manera que inventaba razones para rehuir en defensa de su libertad y de su honor, se cambia y produce un desasimiento y una pérdida de interés por el mundo exterior, por los libros, y por la realidad que le envuelve, cuando le empieza a engañar la memoria - ¿nuestra amiga más fiel?-. Es algo que se debe subrayar, lo primero que se excluye el exterior y, más tarde, el yo acaba enfrentándose con su interior en desigual combate.
Mientras, como Ángel de la Guarda, aparece otro protagonista: alguien nuevo que no conoce la vida de la ciudad, ni sus edificios y costumbres. Es el doctor Andrei Efímych, como director del hospital, le atiende, de una manera displicente y despegada, le dictamina la locura evidente y se interesa por el pabellón nº 6, sin miedo alguno ante el edificio patológico. Es evidente, acaba de llegar a la ciudad. Sin ninguna obcecación y fascinación, entra en una vida monótona y rutinaria, pero interesado por la tarea que acaba de iniciar, es decir, ya ha dado el salto hacia lo otro. Supera el anterior estado del hospital, que se describe como espantoso y repugnante -tanto que la ciudadanía, cuando pasa cerca de él, mira hacia otro lado- e inicia el camino hacia la compasión del paranoico. En resumen, este pabellón nº 6 es declarado a los ojos de todos como un sitio inmoral y pernicioso. En medio de todo esto, esta porquería acabará siendo tierra fértil, porque, aunque nuestro doctor no sepa rodearse de vida inteligente y honrada, como si ésta fuera, a la manera que lo comprende Antón Chéjov, excelente antídoto contra la locura, intenta desarrollar su labor profesional de la mejor manera. En este momento, comienza para el doctor y el autor una propuesta antropológica muy sugerente, porque, tras un período estéril de adaptación, el primero ve inútil aliviar los sufrimientos, ya que éstos son caminos de perfección y lugar de la religión y la filosofía. Éstas las necesitamos para vivir y, si las eliminamos, entonces podemos quitar la razón de la existencia de estos conocimientos humanos y divinos, y, por ende, de nuestra forma de existir. Por contra, inicia un camino hacia la pusilanimidad y el aburrimiento, condimentos indispensables para que el pensamiento entre en una órbita peligrosa y viciosa. De manera lógica y convincente, su nuevo amigo, Mijaíl Averiánych, jefe de Correos, acaba reflexionando sobre la angustia de la vida, sobre el mero hecho de estar vivo y sobre el sufrimiento de serlo:
¡Oh! ¿Por qué el hombre no será inmortal? -piensa. ¿Por qué los centros cerebrales y las circunvoluciones, por qué la vista, el habla, el genio, la salud, si todo eso está condenado a convertirse en polvo y, a fin de cuentas, a enfriarse con la corteza terrestre, para vagar después de millones de años y sin ningún sentido con la Tierra alrededor del Sol? (…) Sólo un cobarde, que ante la muerte tiene más pavor que dignidad, puede consolarse con la idea de que su cuerpo con el tiempo vivirá en la hierba, en una piedra, en un sapo (pp. 69-70).
Este constructo antropológico se cierra con la cuestión de la inmortalidad del Hombre y la supervivencia de lo externo, de lo que no le es propio a uno. Todo se torna inútil y sin sentido: la conciencia de estar vivo es conditio sine qua non de la existencia de lo físico. Se hace insoportable y cuestiona la personalidad que nos habita o, mejor entendido, gracias a ella. Todo diálogo comienza por una pregunta que lanza el paciente: "¿Por qué me tiene encerrado aquí? (p. 76). Ya no vale la contestación del doctor, una respuesta oficial y técnica, porque los hechos que vive ya no son casuales y simples. En definitiva, la sociedad se protege de los enfermos psíquicos y de la gente incómoda y, sólo así, es invencible. El razonamiento acaba convenciendo a Iván Dmítrich y comprende que su estancia en el pabellón nº 6 es necesaria. Lanza un alegato a favor de la nueva vida, de un nuevo alumbramiento a otra forma de sentir y de un deseo incontestable de anhelo de inmortalidad, sin olvidar que las leyes de la naturaleza siguen siendo las mismas. Le confiesa unas enormes esperanzas de vivir y esto implica la pregunta al doctor por la existencia de lo que hay fuera, en la ciudad y en la sociedad. Con todo, el médico le previene de esos inútiles deseos, lanza una interesante reflexión sobre la paz, la quietud y la satisfacción, las cuales radican en uno mismo: es el pensador, el hombre reflexivo, quien tiene que buscarlos en sí mismo, en su interior. Para el galeno, que pone como ejemplo a Diógenes, este sabio acaba despreciando el sufrimiento para aspirar a comprender la Vida, aunque no sea una tarea fácil. Parece que ya no nos sirven los estoicos, porque todas las sensaciones están en la Vida y, por lo tanto, no se puede despreciar el sufrimiento: en definitiva, es parte de la existencia, de lo que somos y de esa Vida.
Aquí es donde el relato empieza a cambiar de cara y de perspectiva, ofreciendo una que es más funesta y espinosa. Esas visitas rutinarias a Iván Dmítrich, con un trato irónico e indulgente, a partes iguales, prosperan en un retrato distinto de los personajes en los que éstos se ven como seres con capacidad de pensar, de razonar y de ser solidarios, ya no son meros objetos clínicos. Todo se va transformando de una manera imperceptible. Su alrededor le va rechazando hasta comprender que hay que comprobar el estado de las facultades mentales del doctor: ¿es, por lo tanto, el contacto con el enfermo Iván le que ha contagiado la locura? ¿Quién puede diagnosticar, a parte de un profesional, la situación patológica de Andrei Efímych? De nuevo, la llegada de Mijaíl Averiánych, el jefe de Correos, asoma de manera inesperada para acompañarle en un viaje que le ayude liberarse del estrés, sin embargo le va a engendrar el efecto contrario: todo se hace insoportable y la vuelta a la vida cotidiana y a la relación con Iván Dmítrich acaban siendo un esfuerzo ímprobo de alpinismo exigente. Esa falta de inapetencia por lo exterior empieza a emerger en la vida del doctor y una interesante reflexión sobre el futuro y sobre la vida en la Tierra rubrica este momento, y es que la historia personal y psicológica se repite: el yo, que no sobrevive en su lucha con el exterior, acaba replegándose hacia un viaje peligroso:
Si pudiéramos imaginarnos que dentro de un millón de años algún espíritu atravesando el espacio sobrevolara el globo terrestre, descubriríamos que sólo vería barro y rocas desnudas. Todo -la cultura, la ley moral-, todo desaparecerá y hasta la hierba dejará de crecer. ¿Qué importancia tienen, pues, la vergüenza ante el tendero, el despreciable Jóbotov y la amistad plomiza de Mijaíl Averiánych? Todo es absurdo y nimio (p. 109).
De manera violenta, el doctor responde y le surgen las preguntas: ¿dónde está la razón en el diálogo o el tacto entre las personas? ¿Dónde queda la comprensión de las cosas y la impasibilidad filosófica de carácter estoico que antes usábamos para resolver nuestros problemas existenciales? El compañero de viaje acaba siendo un pernicioso cicerone y le intenta convencer de que está enfermo, que debe entrar en el hospital, en ese lóbrego pabellón nº 6. En cambio, Andrei Efímych dice que su enfermedad consiste sólo en que, en toda la ciudad y en la sociedad, no se ha encontrado a ninguna persona inteligente con la que dialogar y que, por lo tanto, el mundo exterior deja de tener un interés cierto. Cae en un redondel vicioso donde todo le da igual, sufre de una abulia agotadora y, al final, entra en el hospital (véase el capítulo XVII). Ante la convivencia paralela con su contertulio habitual, Iván Dmítrich le aconseja que filosofe y que piense como único medio de supervivencia del cogitans, a la manera cartesiana, que está a punto de desaparecer. El facultativo cuenta que la Vida también tiene, con su porquería añadida, capacidad para la postración y la derrota. Dicho de otro modo, las personas somos débiles y mezquinas, y, cuando se enfrentan a la Vida, acaban por agotarse. En el fondo, aparentamos bravura ante nuestra existencia, pero es cierto que nos podemos doblegar, como papel de fumar, ante cualquier adversidad:
Somos débiles, querido amigo… Yo era un hombre indiferente a todo, pensaba bien y con sensatez, y ha bastado con que la vida me haya tocado con su porquería para que me derrotara… la postración… Somos débiles, mezquinos… Y usted también, mi querido amigo. Es usted inteligente, un hombre honesto que ha mamado con leche de su madre los impulsos y la bondad, pero apenas se encontró con la vida se agotó y cayó enfermo… ¡Débiles… débiles! (pp. 120-121).
Hasta aquí, podemos leer un relato donde los destinos de seres singulares y corrientes se van entrecruzando sin afán de destruirse, pero con la conciencia de que tienen que luchar contra un destino ineludible: ¿es esta tarea la que les va a producir la locura definitiva? ¿nuestros personajes deberían haber sido más insolidarios y egoístas para sobrevivir ante la demencia? Quizás su visión sobre la Vida es trágica y el doctor no puede evitar esa degeneración psicológica, algo que ha intentado estudiar durante sus años universitarios. Su afán por ser empático ante el dolor y el sufrimiento de su paciente habitual le va a suponer un camino que no quiere recorrer, pero al cual se ve abocado de manera irremediable y, en cierta medida, empujado por sus amistades que no le acaban de comprender.
Bien mirado, el cuento de Antón Chéjov es una interesante descripción del proceso de la locura: laimagen de una amistad que van forjando y anudando un joven paranoico recluido en un manicomio y el director del establecimiento, quien termina, igualmente, siendo acusado de demente e internado en la misma sala que su paciente. Esas transformaciones personales y psicológicas pueden dar lugar a un ensayo sobre una experiencia en la que coinciden varios de los personajes que aparecen por las páginas de esta obra; no obstante, la crítica de entonces, también avalada por el novelista Maxim. Gorki, entiende que es una fábula, una metáfora, de la situación de frustración e impotencia de los intelectuales rusos del siglo XIX. Finalmente, para el lector, cualquiera de las dos interpretaciones tiene cabida y sólo dependen del punto de vista con el que encare su lectura. A fuer de ser sincero, la frustración y la impotencia también generan procesos cercanos a la enajenación mental.
Esta edición, la que me ha permitido conocer en un primer acercamiento, a Antón Chéjov, tiene un prólogo muy lírico de Maxim Gorki donde analiza la figura de nuestro escritor como cuentista y también como persona sencilla y humilde. Para comprender mejor la figura y el prólogo, quisiera transcribir la descripción que Maxim Gorki hace de esta sensación que al lector le queda cuando lee estos relatos de Antón Chéjov:
Al leer los cuentos de Chéjov uno parece sumergido en un día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente y en él se recortan con punzante nitidez los árboles desnudos, los estrechos edificios, la masa gris de la muchedumbre. Todo es tan extraño, tan solitario, inmóvil y desamparado. Las profundas lejanías, azuladas, desiertas, fundiéndose con el pálido cielo, soplan con un frío angustioso sobre la tierra cubierta de suciedad helada. La mente del autor, como un sol de otoño, ilumina con despiadada claridad los destrozados caminos, las retorcidas calles, las sucias y apretujadas casas en las que se ahogan de aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de un insensato y soñoliento bullicio (p. 25).
Por aquello de concluir, ¿acaso no es esta una comprensión acertada de lo que supone un proceso abocado a la locura? Y, no es menos cierto, ¿que la demencia, la depresión o la paranoia tienen algo de destrozados caminos o retorcidas calles? Estos símbolos que sirven para expresar los significados y la fuerza de la narrativa de Antón Chéjov son parte de las descripciones que buscamos para orientarnos en el marasmo de la locura, mientras tenemos algo de conciencia. Si uno ha leído a Leopoldo Panero, tiene que encontrar estas semillas en ese insensato y soñoliento bullicio y no conviene olvidar que, sin aparentar signos patológicos, debemos cuidar nuestra psicología como un bien preciado, porque la espada de Damocles en esta sociedad tan agitada puede caer: Andrei Efímych no la vio, pero acabó padeciéndola.
FICHA TÉCNICA DE LA OBRA:
Antón Chéjov, El pabellón nº 6, Madrid, Alianza Editorial, 1991. Traducción de Ricardo San Vicente. Sección: Clásicos. Tiene 149 páginas. El ISBN es 978 84-206-1708-3.
FICHA TÉCNICA DEL AUTOR:
Antón Chéjov nació el 29 de enero de 1860 en Taganrog, Ucrania.
Hijo de un tendero y nieto de mujik. Cursa estudios de Medicina en la Universidad de Moscú y, a la vez, comienza a publicar relatos en revistas de este ámbito estudiantil. Termina la carrera, pero no la ejerce. Su éxito como escritor y la tuberculosis que padece -enfermedad, en aquel tiempo, incurable- le hacen tomar otro camino personal. Sus primeros pasos literarios, los escribe bajo el seudónimo de Antocha Chejonte y su primer colección de escritos humorísticos se titula Relatos de Motley que se edita en 1886. Posteriormente, vendría su primera obra de teatro, Ivanov, que se estrena en Moscú al año siguiente y la Isla de Sajalín en 1891.
Tras estas incipientes publicaciones, Antón Chéjov se convierte en una de las figuras más señeras del Realismo ruso. De manera que se la acaba considerando como creador del relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y del simbolismo que del argumento. Tanto que, algunos de sus mejores relatos, se encuentran en su libro publicado póstumamente Los veraneantes y otros cuentos en 1910.
Casi, a finales de siglo, conoció al productor Konstantín Stanislavski, director del Teatro de Arte de Moscú, que en 1898 representó la obra de Chéjov La gaviota, que había sido escrita hacia 1896. Esta asociación, escritor y director, permitió la representación de varios de sus dramas en un acto y de sus obras más significativas como El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). La unión con el teatro traspasa lo literario y, en 1901, se casa con la actriz Olga Knipper, que también había actuado en sus obras.
Finalmente, Antón Chéjov falleció en el balneario alemán de Badweiler el 15 de julio de 1904.
Una delicia, como siempre, leerte Aben Razín, en un tema tan acertado como Locura y Literatura. No he leído este relato de Chejov, aunque por tus impresiones, sí que quedan reflexiones muy acertadas sobre el cuento. La primera, que me afecta profesionalmente, y no hay que olvidar que Chejov estudió Medicina, aunque no la acabara. Se trata en este caso de la empatía que un "cuerdo terapeuta" puede sentir por un "paciente loco". Te aseguro que es un tema que me preocupa a lo largo de toda mi profesión. A veces, he acabado comprendiendo más al loco que a su entorno. Evidentemente, no todas las veces. Otro tema muy interesante es hasta que punto la locura es simplemente una desviación del pensamiento colectivo, tema que probablemente Chejov quiso reflejar en su relato, buscando la comprensión de sus escritos.
ResponderEliminarAgradezco tu benévolo comentario sobre mi artículo. En un primer momento, tuve ciertas reticencias en tratarlo desde un punto de vista literario, pero creo que, a medida que avanzaba la lectura de esta obra, se fueron derribando.
EliminarHa dejado un poso interesante en mi forma de pensar y creo que estoy más próximo a tu segundo punto de vista; de hecho, creo que Antón Chejov se inclina por esta segunda interpretación.
Un saludo,
No conozco este cuento y mira que me gusta Chejov, y es por eso que, antes de leer este artículo tuyo, procedo a buscarlo y a leerlo. Pero ¿sabes, Aben? buscando información sobre el relato he leído algo, relacionado con el final, con el desenlace, que me ha hecho sonreír, pero no puedo decir nada. Lo leo, vuelvo y te comento.
ResponderEliminarBerlín,
EliminarEstoy muy interesado en que me indiques el motivo de tu sonrisa. Bueno, ya me dirás, porque, si te soy sincero, la lectura y el artículo no me produjeron, precisamente, este sentimiento tan agradable.
Un saludo,
La sonrisa, Aben, se debía a que tanto en el relato de Machado de Assis, como en el de Chejov, los alienistas acaban siendo alienados, y esa coincidencia fue la que me arrancó ese gesto. En fin, quería hacerlo por ese orden, primero el relato y luego el artículo, tú artículo, muy bueno por cierto.
EliminarCreo, Berlín, que es algo que suele suceder en muchos relatos: el extraño es siempre el otro, y no uno mismo. Es un lenguaje común en nuestra sociedad, desgraciadamente.
EliminarGracias por tus elogios.
Un artículo interesantísimo. ¿Qué es la locura? ¿Quién decide quién está loco y quién no lo está? Si uno lee como a los homosexuales se les consideraba como pervertidos y que hasta hace poco estaba considerado una patología mental, con tratamientos crueles a base de electroshocks entre otros, a veces mucho peores, puede observar cómo lo que hoy es locura mañana no lo es, y quizás es la sociedad la que decide que el diferente sea el loco y este sea internado en la defensa de los valores de esa sociedad. Un tema muy interesante.
ResponderEliminarSebastián,
EliminarAgradezco tu comentario y, sin duda alguna, esta lectura merece un reposo y un estudio más profundo, desde el punto de vista que nos estás exponiendo, pero creo que desborda la intención del articulista.
Un saludo,
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarLa locura, fue y es terrible. La sociedad excluye, todo lo que salga del patrón que alguien (no sé quién) ha decidido. Loco era Dali, pero era admitido. Creo y Sabino sabe mucho más, que esta la enfermedad como tal, pero hay muchos locos, que lo único que han
ResponderEliminarhecho es aislarse de todo lo que le rodea. Gracias por este articuló que me lleva a época lejana y muy triste. No creo que lea nunca esta novela, pero sí los cuentos. Un abrazo
Emma
Muchas gracias por tu comentario. Espero que no te haya traído algun momento de nostalgia y de tristeza, aunque esta obra los tiene.
EliminarUn saludo,