La mirada felina de la literatura japonesa - Miguel Ángel Maroto (topito)



El neko es parte intrínseca de la cultura japonesa, por lo que no es de extrañar su gran presencia en las óperas primas de su literatura. El ejemplo más reciente traducido al castellano es El gato que venía del cielo (2001), ópera prima del poeta y ensayista Takashi Hiraide, donde el autor nos obsequia con uno de los gatos más adorables de la literatura nipona de principios del siglo XXI. Si, por otro lado, quisiéramos nombrar alguna que otra obra de autores con un reconocimiento más notable en occidente, nos vendría rápidamente a la memoria Haruki Murakami y su ópera prima Escucha la canción del viento (1979), pues en ella ya se aprecia el característico aroma a felino que ha impregnado gran parte de sus escritos. No obstante, si hablamos de este tema, sería todo un agravio obviar una de las obras más exquisitas de la cultura del sol naciente; y me refiero, claro está, a  Soy un gato (1905), ópera prima de Natsume Sōseki, el padre de la literatura moderna japonesa, cuyo protagonista, un gato socarrón, no cesa de narrar con lengua viperina los quehaceres de la burguesía Meiji. Ahora bien, para comprender el impulso que llevó a estos literatos, y a muchos otros, a concebir sus primeros escritos bajo una mirada felina, debemos retornar al pasado y observar con detenimiento el devenir de los neko en la sociedad nipona, pues solo así podremos llegar a vislumbrarlo.

Existen varias hipótesis sobre la llegada de los neko al archipiélago japonés, aunque la más aceptada apunta a los monjes budistas que alcanzaron sus costas a mediados del siglo VI. Estos monjes —coreanos para más señas— viajaron junto a un grupo de gatos, fieros guardianes de las escrituras sagradas frente a posibles ataques de roedores, cuyos descendientes poblaron de forma escalonada todo el archipiélago. No obstante, esta teoría se sustenta sobre lodos de suposición y no sobre firmes cimientos históricos, como así debiera ser. Hoy en día existe un estudio genético que confirma el origen indio de los gatos japoneses, dando por supuesto que los coreanos son los ancestros, pues comparten el mismo origen, pero se obvia un hecho histórico fundamental, que no es otro que el fluido comercio marítimo entre la India y Japón, pretérito a la llegada del budismo. Desde tiempos inmemoriales, las embarcaciones disponían de una tripulación felina que protegieran las provisiones y el cargamento de los ataques de ratas y ratones, por lo que se puede plantear que en algún momento anterior al siglo VI desembarcara en tierras niponas parte de esta tripulación, siendo estos los verdaderos colones del archipiélago, y no los coreanos. Por tanto, a mi parecer, claro está, no existen hechos concluyentes que lo demuestren, solo una visión romántica del origen del neko en Japón, una que lo muestra como guardián y protector de las escrituras sagradas y que, con el transcurrir de los siglos, la sociedad nipona a proyectado sobre sí misma.


Representación del Maneki-neko de la Era Taishō (1912-1926)




El ejemplo más claro lo encontramos en la fábula del Maneki-neko, o más conocido en occidente como «el gato de la suerte». La leyenda se sitúa en Tokio, en el siglo XVII, cuando el periodo Tokugawa comenzaba su andar, y dice así:

Todos los habitantes de Edo corrían raudos hacia los rincones más profundos de templos, casas y comercios, temerosos de la tormenta que los acechaba… ¿Todos? ¡No! No todos. Un hombre, un señor feudal, posiblemente un samurái, osado y valiente, permanecía en la calle, justo a medio camino entre un desvencijado templo y un elegante cerezo, contemplando ensimismado la danza de las hojas al compás que marcaba el viento sobre la calzada. Sin embargo, el baile terminó cuando llegó la tormenta, por lo que no le quedó más remedio que buscar cobijo en el lugar más cercano; que, por supuesto, no era otro que aquel elegante cerezo. Allí permaneció largo rato, sentado, esperando que amainara la tormenta. Pero ésta no se aplacaba, más bien se envalentonaba. La inquietud le embargó y comenzó a mirar a diestra y a siniestra, pensando si no sería más prudente ir en busca de un cobijo más seguro. Entonces, por azar o porque el instinto se lo dijo, detuvo la mirada al frente, justo hacia donde se encontraba el desvencijado templo, quedándose perplejo, pues un gato rechoncho, de cómicos bigotes y rostro sonriente lo miraba con fijeza mientras ascendía y descendía con mucha gracia la pata derecha. Lo cierto es que al principio no lo entendió, ya que nunca antes un gato lo había llamado, pero, cuando el felino insistió, de la única forma que sabía, es decir, acelerando el movimiento de la pata, algo en su interior se encendió, comprendiendo. El gato lo invitaba a entrar, a refugiarse bajo el techo de aquel desvencijado templo. No obstante, la naturaleza del hombre suele ser de carácter perezoso, por lo que en un principio no se movió. Puede ser que no fuera por pereza sino por no empaparse los ropajes. Lo cierto es que no lo sé. Lo que sí  puedo afirmarles, pues así lo cuenta la leyenda, es que al final cruzó la calzada y que, cuando pisó el tatami del templo, un rayo cayó sobre el elegante cerezo. El gato lo había salvado. O así lo creyó. Y en gratitud a aquel guardián de las santas escrituras mandó reparar el templo y sufragar los gastos de por vida que tuvieran tanto los monjes como del neko que le había protegido la vida.

Isla de Tashiro, Japón.
Ahora bien, no solo encontramos ejemplos en las narraciones orales o escritas, también en escenarios reales, siendo su mayor exponente la isla de Tashiro, en la prefectura de Miyagi.

Tashirojima cuenta con una población felina muy superior a la humana, además de medio centenar de monumentos dedicados a los gatos y un amplio santuario edificado para su veneración. Un lugar donde se respira tal misticismo en el  ambiente que hasta los amantes de los perros acabarían como conversos. Una tierra de dioses con bigotes. Un Olimpo felino. Un Paraíso para los amantes de los gatos. Y, ante todo, para autoridades e isleños, una renovada  fuente de ingresos tras la desaparición de la actividad mercantil tradicional y la incipiente peregrinación a la zona. No obstante, para comprender mejor este inusitado fervor, debemos retroceder en el tiempo, hasta el siglo XIX. En aquella época los isleños eran pescadores y criadores de gusanos, siendo esta última la actividad mercantil por excelencia. Las orugas que se utilizaban para la fabricación de seda eran todo un manjar para los ratones, lo que provocó una eclosión en la población de roedores. El número de gatos locales era insuficiente para salvaguardar a las orugas, por lo que las autoridades no tuvieron más remedio que importar más felinos a la isla. Una medida, por cierto, ya aplicada en el siglo XVII en el resto del archipiélago con muy buenos resultados, y de la que hablaremos más adelante. La iniciativa, como se esperaba, tuvo éxito, y el número de roedores disminuyó drásticamente y, por consiguiente, menguó también la principal fuente de alimentación de los neko. Lógicamente, estos debieron buscar una nueva, una que apenas tardaron en encontrar. La pesca, por aquel entonces, había relegado a un segundo plano a la cría de gusanos, por lo que aumentó considerablemente las cargas de pescado en el puerto. La fragancia que desprendía las lonjas atrajo de inmediato a gran parte de la población felina y los pescadores, en vez de ahuyentarlos o denostarlos, les permitieron permanecer allí, alimentándolos con las sobras de pescado. Además, con el transcurrir de los años, los pescadores observaron que los neko alteraban su estado de ánimo ante los cambios climáticos, prediciéndoles la llegada de tempestades y tifones; la causa por la cual germinó en los isleños la creencia de que los gatos atraían la buena fortuna y la riqueza, motivo por el cual, durante el siglo XX, se edificó cientos de templos y monumentos para su veneración a lo largo y ancho de la isla.

Hasta ahora hemos hablado de las connotaciones positivas y no de las negativas, las cuales surgieron en el siglo XVII, tras el dictado de una ley que prohibía la compraventa y posesión de felinos y la obligación de liberar a los domésticos. Esta ley marcó el punto de inflexión más importante en el devenir felino en Japón. La causa que la motivó no fue otra que la urgente necesidad de proteger los campos de arroz, además de la cría de gusanos, contra una plaga de roedores que se extendía por todo el archipiélago. Trás su aplicación aumentó de forma exponencial la población felina, lo que originó un creciente número de merodeadores en las calles de pueblos y ciudades en busca de comida. Por aquel entonces las viviendas se iluminaban con lámparas alimentadas con aceite de pescado, y el aroma que desprendían atraía a los gatos. Estos se acercaban con sigilo, elevaban el cuerpo, descansándolo sobre sus patas traseras, y bebían el aceite mientras apoyaban las delanteras sobre la lámpara. Los viandantes más aprensivos, una vez contemplaban la sombra distorsionada sobre las paredes adyacentes, creían ver la transmutación de un neko en un ser de mayor tamaño, erguido sobre sus dos patas y de apariencia humana. Naturalmente, a raíz de las historias que estos seres tan aprensivos contaban a familiares, amigos y vecinos nació el mito del bakeneko, literalmente gato-monstruo, y sus variantes, ahora muy populares en occidente gracias al anime. ¿Conocen a Doraemon  o a los pokémon? Pues ahí tienen dos ejemplos.

Un Nekomata atacando a un humano, ilustración de 1910.
No obstante, a pesar de las connotaciones negativas que surgieron tras el edicto y la pérdida de su estatus como animal doméstico, el gato continuó teniendo gran importancia en el sustento de la economía tradicional y, por tanto, su imagen como símbolo de la buena suerte, guardián de la prosperidad y protector de lo sagrado siguió intacta, persistiendo hasta el día de hoy.

Llegado a este punto, tras esbozar los motivos que han convertido al neko en un ser omnipresente de la cultura japonesa, ya estamos preparados para entender los impulsos que han llevado a los literatos nipones a concebir sus primeros escritos bajo una mirada felina. Eso sí, cada una distinta a las demás e intrínsecas al devenir del neko en la historia japonesa. Esto último lo podemos comprobar si, por ejemplo, analizamos dos de las tres óperas primas que hemos nombrado al inicio del artículo, Yo soy un gato y El gato que venía del cielo, publicadas en 1905 y 2001, respectivamente, comprobando que los autores no solo describen el estatus otorgado a los felinos en cada una las épocas retratadas, sino que además lo utilizan como pared maestra de la trama. En Yo soy un gato se describe a la burguesía Meiji, aún anclada en la tradición y mecida por los aires modernos de occidente, a través de las impresiones de un gato. Un neko sin hogar, sin nombre y nacido en libertad, al que se le insta a cazar, a salvaguardar el sustento de la familia que le acoge y a obtener la indiferencia de sus amos, pues no lo llegan a considerar como mascota. En El gato que venía del cielo se expone las preocupaciones de la sociedad de finales de la era Showa a través del creciente amor de la pareja protagonista hacia el gato del vecino. Un neko con hogar, con nombre y al que no se le insta a cazar ni a salvaguardar el sustento de la familia que le acoge, pues solo es un gato doméstico, una mascota, un ser nacido para recibir el afecto de sus amos y vecinos. En definitiva, Sōseki y Hiraide disertan sobre la sociedad que les rodea retratando con precisión el estatus que posee los gatos en cada una de sus épocas, aunque lo hagan desde puntos de vista diferentes.

En conclusión, cuando ustedes se decidan a leer alguna de las obras mencionadas, o cualquier otra de la literatura japonesa donde el protagonista o el hilo conductor de la trama sea un felino, recuerden lo que han leído de forma muy esbozada en este artículo, pues, si uno está atento, descubrirá un retal de la historia del devenir del neko en el archipiélago japonés.
 

1 comentario:

  1. Un excelente artículo que nos introduce en el significado de la figura del gato en Japón, que encontramos tan a menudo en la cultura popular de eses país. Me ha encantado.

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