El folletín de capa y espada: Manuel Fernández y González - Sue Storm


Todo un personaje en su época, el gran éxito popular de su obra corría parejas con la antipatía general que despertaba su persona. El llamado “Dumas español”, Manuel Fernández y González (Sevilla, 1821 – Madrid, 1888), supo ganarse al gran público de mediados del XIX con sus más de 300 novelas por entregas, de argumento trepidante y acción sin tregua. Entre su ingente obra, lo más digno de ser recordado son precisamente los folletines de corte histórico, de los que parecen haber tomado bastantes elementos muchos de los recientes éxitos editoriales de la novela histórica de aventuras. Conozcámoslos.

EL AUTOR

Florentino Hernández Girbal, en su biografía Una vida pintoresca: Manuel Fernández y González (1931) recoge una anécdota, o leyenda, tan ingenua como sorprendente. Una noche del invierno de 1866, el folletinista Manuel Fernández y González paseaba por la ronda de Atocha, embozado en su capa española para defenderse del frío, cuando al pasar junto al cementerio de San Nicolás fue abordado por un individuo alto, delgado, de extraña palidez, al que en principio tomó por un malhechor que quizá pretendiera asaltarle. Nada más lejos de la realidad: el extraño sujeto se presentó como “el barón del Destierro”, es decir, el Diablo expulsado del Paraíso. Y, pareciendo saber muy bien quién era su interlocutor, le hizo una proposición: si consentía en escribir una novela basada en el argumento que le iba a sugerir, él, el barón del Destierro, le aseguraba que este libro le haría rico. El sevillano, que era ya un autor de cierto éxito, pero a quien sus publicaciones por entregas en el diario liberal La Discusión no le reportaban precisamente un gran beneficio económico, escuchó con interés al misterioso individuo. Y, a las pocas semanas, vieron la luz en La Discusión los primeros capítulos de una nueva novela: Luisa, o el ángel de redención, uno de cuyos protagonistas es precisamente el barón del Destierro.

El éxito fue rotundo, fulminante, sin precedentes. Llegaron a venderse doscientos mil ejemplares del periódico en que se publicaba, cifra inaudita para la época. Desde aquellos momentos, la carrera literaria de Fernández y González despegó con fuerza, y pronto disfrutó de la fama, del dinero y de la gloria que su interlocutor de aquella noche le había prometido... si bien, al mismo tiempo, su carácter se agrió, y su soberbia y su vanidad crecieron hasta hacerse insoportables. Cuanto mayor era su fama, cuanto más rico se hacía y más popular era su obra, mayor era también el descrédito en que caía su persona, y la antipatía que ésta despertaba. Nadie le parecía tener méritos suficientes para ser su amigo; se peleaba con todos; no era raro que desafiara a duelo a cualquiera, por la más mínima diferencia de opinión; cuando cierto día La Discusión no publicó el capítulo diario de su folletín, irrumpió en el despacho del director clamando: “¡Esto es como dejar a Madrid sin pan!” y añadiendo: “¡Si ese director gobierna aquí por su talento, más talento que yo no tiene nadie!” En suma, el pacto con el barón del Destierro no le procuró -como no podía ser menos- la felicidad; y ya en su vejez, don Manuel Fernández y González murió solo y prácticamente arruinado, pues había dilapidado sin tasa sus ganancias durante los años de éxito.

Hasta aquí la leyenda, que, a pesar de su ingenuidad, caracteriza bien al personaje. Era este sevillano un antipático sin remedio, y un engreído de marca mayor, sí; pero también poseía el secreto de los argumentos que encandilan, y una inigualable habilidad para acumular episodio sobre episodio, y elegir precisamente el momento de mayor tensión dramática para suspender la acción hasta la siguiente entrega. Fernández y González sabía dar a sus lectores exactamente lo que éstos buscaban: aventura, emoción, fantasía, para evadirse de la monotonía de sus vidas. Los mediocres lo condenaron, pero no faltan plumas insignes que han afirmado su mérito: como recuerda Laureano Bonet, Galdós reconocía haber leído a Fernández y González en su juventud “con placer indecible”, y Baroja confesaba sin rubor haber sentido siempre una admiración inconsciente hacia él, “el novelista más romántico, más popular y desaliñado de España”.

Un autor tan prolífico (publicó más de trescientas novelas, ninguna de las cuales baja de las seiscientas páginas, a las que hay que sumar su obra poética y dramática) necesitaba el apoyo de cierta, digamos, infraestructura. En sus años más fecundos, trabajaba para Fernández y González un equipo de secretarios, a los que dictaba los capítulos que debían ser publicados al día siguiente; ellos los transcribían taquigráficamente, pues el discurso que pasaba de la imaginación a los labios del sevillano era tan fluido y arrollador, que hubiera sido imposible plasmarlo de otro modo. Después de tres o cuatro horas de frenético dictado, era también labor de los secretarios convertir las notas taquigráficas en prosa clara, para que ésta pudiera llegar puntualmente a la imprenta. Pronto esta forma de trabajar levantó sospechas y críticas entre la profesión, afirmándose que los secretarios eran en realidad “colaboradores” a la manera de los de Dumas, y que sobre unas líneas argumentales levemente trazadas por su jefe, eran ellos quienes hacían todo el trabajo de redacción y composición. En son de burla, se dijo que las iniciales “M. F. G.” que el sevillano lucía en letras doradas sobre las portezuelas de su coche, significaban en realidad “Mentiras Fabrico, y Grandes”. Hoy resulta imposible saber cuánto hay de verdad en aquellas acusaciones. El más famoso de sus secretarios, el joven Vicente Blasco Ibáñez, que utilizó la técnica allí aprendida para escribir La araña negra, nada dijo sobre el tema. Sólo Tomás Luceño, uno de los últimos que trabajaron para él, concedió en 1929 una entrevista a Carmen de Burgos, en la que defendió apasionadamente la genialidad y la capacidad de trabajo de Fernández y González. Evoca las maratonianas sesiones de dictado en las que el sevillano se comportaba, según Luceño, como una máquina, brindándoles el texto prácticamente terminado según salía de su imaginación; y a la pregunta de la periodista: “¿Es verdad que estaba siempre borracho?” contesta indignado: “¡Falso! No lo vi jamás borracho, ni siquiera alegre. Se emborrachaba de genio, de imaginación; pero no bebía.”

EL COCINERO DE SU MAJESTAD (MEMORIA DEL TIEMPO DE FELIPE III)
En 1858 ve la luz el que quizá sea el más logrado de todos los folletines publicados por Fernández y González. En el centro de la intriga, se sitúa un personaje aparentemente oscuro: Francisco Fernández Montiño, cocinero real, que está construido sobre la identidad de alguien que existió verdaderamente, y que fue autor del Arte de cocina, pastelería, vizcochería y repostería (1611), fuente de información imprescindible para conocer la cocina barroca española. Pero nuestro folletinista vuelve la espalda a las virtudes culinarias de Montiño, y nos lo pinta como a un auténtico villano: usurero, celoso patológico (aunque, ay, con sobrados motivos), versado en venenos, intrigante; siempre en turbios tratos con un rufián a sueldo y con el siniestro tío Manolillo, el bufón del rey. Con él se cruzan damas misteriosas, inquisidores, frailes, una hermosa menina de la reina, una comedianta ansiosa de venganza..., y todos ellos, por los oscuros pasillos del Alcázar Real, se persiguen, se embozan y disfrazan, se engañan y sorprenden, enredándose en mil marañas ante los ojos asombrados del joven Juan Montiño, sobrino del cocinero recién llegado a la corte, que resulta no ser tal sobrino, sino el fruto de una relación adúltera entre dos poderosos personajes.

Contará el joven Montiño con un compañero de aventuras que a ningún lector resulta desconocido. Así lo describe Fernández y González en su primera aparición: “... hombre como de unos treinta años, de menos que mediana estatura, y más desaliñadamente vestido que lo que convenía a un caballero del hábito de Santiago, cuya cruz roja mostraba sobre el ferreruelo. Tenía la actitud valiente del hombre que nada teme y se atreve a todo; mostraba los cabellos un tanto más largos que como se llevaban en aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida; la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso de unas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba ver sus grandes ojos de mirada fija, chispeante, burlona y grave a un tiempo (…); aquellos ojos estaban divididos por una nariz aguileña de no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un poblado bigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía una boca en la que parecía estereotipada una sonrisa burlona, pero con la burla de un sarcasmo doloroso. Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas.

Sí: el mismo Quevedo pendenciero, fanfarrón, intrigante y temerario que tanto éxito le está proporcionando hoy a Arturo Pérez-Reverte en Las aventuras del capitán Alatriste, buena muestra de que la fórmula, sin duda, aún funciona. Fernández y González parecía especialmente encariñado con el señor de la Torre de Juan Abad, pues le atribuyó mil correrías más en otra novela posterior, de rotundo título: Amores y estocadas: Vida turbulenta de don Francisco de Quevedo.

A lo largo de las páginas de El cocinero de Su Majestad se suceden amores contrariados, conjuras políticas, intrigas palaciegas, llegando a superponerse en la historia hasta seis tramas distintas, todas las cuales son resueltas con coherencia. El alarde de viveza de los diálogos raya en lo cinematográfico. Todas estas virtudes bien pueden compensar lo rimbombante, descabellado... folletinesco, en suma, del conjunto. No tiene más pretensión que la de entretener al lector; y, leído hoy, alcanza este objetivo con la misma eficacia que en el momento de su publicación.


EL PASTELERO DE MADRIGAL
Publicado en el año 1862, este folletín se inspira en uno de los casos de suplantación de personalidad más conocidos del siglo XVI: el de Gabriel Espinosa, pastelero de profesión, natural de Madrigal de las Altas Torres (Ávila). En 1580 Felipe II de España, con gran sentido de la oportunidad, se había anexionado el reino de Portugal, aprovechando el inesperado vacío que se produjo en el trono del país vecino. Pero en torno a 1594 empezó a correr la voz de que el rey don Sebastián de Portugal, cuyo cadáver nunca se encontró, no había muerto en la batalla de Alcazarquivir, sino que vivía bajo nombre supuesto, como un humilde pastelero de un pueblo de Ávila, y desde allí se proponía plantar cara a Felipe II, reivindicando su trono y la independencia de su nación. Un fraile intrigante de origen portugués –el siniestro fray Miguel de los Santos- y una monja enamorada - doña Ana, la desgraciada hija de don Juan de Austria- fueron los protagonistas de una conjura patética, urdida alrededor de las fabulaciones de un pobre hombre que quizá acabó por creer de buena fe sus propias fantasías. La historia terminó mal para los tres. Gabriel Espinosa murió en la horca como un valiente, y después del ahorcamiento su cuerpo fue decapitado y descuartizado, exponiéndose sus despojos al pueblo para ejemplo general. Fray Miguel de los Santos, tras ser reducido a la condición de laico, fue también ahorcado en la Plaza Mayor de Madrid. Ana de Austria fue recluida de por vida, primero en Ávila, luego en el monasterio burgalés de Las Huelgas, del que fue nombrada abadesa perpetua cuando, en atención a su linaje, le fue concedido el perdón por el nuevo rey Felipe III.

El mito del “sebastianismo” ya había sido tocado por Lope de Vega en La tragedia del rey don Sebastián y bautismo del príncipe de Marruecos, y por Jerónimo de Cuéllar en otro drama del que Fernández y González tomaría el título: El pastelero de Madrigal. Ya en el Romanticismo, llegaría Patricio de la Escosura con su novela Ni rey ni roque (1835) y José Zorrilla volvería a subir a Gabriel Espinosa a las tablas, en Traidor, inconfeso y mártir (1849). Por su parte, Fernández y González aligera el tema, lo trufa de episodios aventureros –como si la historia real, por sí misma, no fuera lo suficientemente rocambolesca- y mezcla los personajes históricos con títeres de su invención, que, todo hay que decirlo, resultan bastante más divertidos que las austeras figuras enlutadas de los Austrias.

Entre estos personajes de ficción, destaca el de Mari Galana, una prostituta que resulta ser la hija secreta que don Rodrigo de Santillán, alcalde del crimen de la Real Chancillería de Valladolid, había engendrado en Italia. Cuando don Rodrigo es destacado a Madrigal para investigar la conjura, se reencuentra inesperadamente con la hija perdida, ahora convertida en moza de partido que sigue a las tropas. La revelación de la verdad, el afán del padre por reparar el daño que causó con su abandono, y el fin trágico que le está reservado, convierten a Mari Galana en una especie de paralelo femenino del desgraciado Gabriel Espinosa.

Tan honda huella dejó el folletín del pastelero en la memoria popular, que en 1930 el diario ABC lo reimprimió, con la misma fórmula de ofrecer un capítulo al día; y el nuevo público lo devoró, con tanto interés como lo habían hecho las generaciones anteriores. Y es que novelar una superchería rescatada del olvido, es garantía de éxito. Bien lo sabe hoy Umberto Eco, que en su último best-seller, El cementerio de Praga, ha desempolvado todo un recital de engaños, trampas y manipulaciones de hace doscientos años; si bien su habilidad para hilar con todos ellos una historia interesante queda muy por debajo de la que adornaba a nuestro atrabiliario y feroz don Manuel.



BIBLIOGRAFÍA

BONET, LAUREANO: “La biblioteca folletinesca: una tentación permanente”. Revista Ínsula, nº 693, septiembre 2004.

BURGOS, CARMEN DE (COLOMBINE): “Hablando con los descendientes”, Compañía Americana de Publicaciones, Madrid, 1929.

FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ, MANUEL: “El cocinero de Su Majestad (Memoria del tiempo de Felipe III).” Ediciones Giner, Madrid, 1976.

FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ, MANUEL: “El pastelero de Madrigal”. Círculo de amigos de la Historia, Madrid, 1973.

HERNÁNDEZ GIRBAL, FLORENTINO: “Una vida pintoresca: Manuel Fernández y González (Biografía novelesca)”. Biblioteca Atlántico, Colección Vidas extraordinarias del siglo XIX, Madrid, 1931.

9 comentarios:

  1. Vaya, un artículo realmente bueno. No sabía nada de este autor, pero has logrado que tenga ganas de conocer sus obras...

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  2. Me ha encantado el artículo, que está muy pero que muy bien trabajado. Yo sí lo había oído mentar, de rebote de su "negro" Blasco Ibáñez, y ando desde hace tiempo atento para ir a la caza de alguna novela de este MFG a ver qué tal. Hace unos años se reeditó "La historia de un hombre contada por su esqueleto", que me llama, me llama...
    Enhorabuena. Me ha engordado la curiosidad.

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  3. Magnífico artículo, Sue. Me apunto a este autor que no conocía para ver si leo algo de lo que has comentando.
    Muchas gracias por abrirme nuevos mundos.

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  4. Muchas gracias; cuánto me alegro de que os haya resultado interesante. Yo me he divertido mucho investigando sobre este personaje y sus obras. Tan sólo he leído las dos que comento, pero si encontrara alguna más, creo que no sabría resistirme.

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  5. Estupendo artículo Sue. Al principio pensé que no conocía de nada a este escritor, no me acordaba de él, pero resulta que leí un libro suyo sobre la reina Sancha de Navarra. Me lo apunto :).

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  6. Ay, ¡yo quiero leer algo de este hombre! Ni sabía que existía. Felicidades, Sue, por dárnoslo a conocer, por escribir tan bien y siempre entresacar lo más interesante de todo lo que lees.
    Un abrazo.

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  7. Hola, Sue.

    Desconocía la existencia de este fénix de los folletines, pues ya hay que tener soltura para escribir más de 300 novelas de esa extensión, por muchos "negros" que tuviera, incluído Blasco Ibáñez.
    Gracias por tu trabajo que nos ha dado a conocer a este personaje sin duda singular. Enhorabuena.
    Cape

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  8. Una verdadera maravilla de artículo, Sue, ¡ahora muero por leer a ese autor!!
    Besos. :)

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  9. Un buen artículo, muy agradable de leer, que además divulga la obra de uno de los más prolíficos escritores de novela histórica. La última obra suya que he leído es El motín de Esquilache, en la que FYG sigue fielmente la historia de la sublevación del pueblo madrileño en la semana santa de 1766, contra el ministro italian de Carlos III. Gracias por tu artículo, María Ignacia

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