Travesuras de la niña mala - Sue Storm



"¿Ustedes se han dado cuenta de lo mediocres que son nuestras vidas comparadas con la de ella?”



Mario Vargas Llosa, “Travesuras de la niña mala”




Cuando esta novela de título eufónico y sugerente vio la luz, en el año 2006, muchos de los lectores habituales de Mario Vargas Llosa pensamos que podía tratarse de una nueva incursión en el género erótico, en la línea de Elogio de la madrastra. Pero el mismo autor nos sacó de dudas: había querido escribir una historia de amor, idea que consideraba “uno de los desafíos más difíciles, por la tradición tan rica que hay en el género”, y también porque “es un tema que te empuja hacia el estereotipo, hacia el lugar común (…) Los escritores más bien lo rehúyen, y cuando lo abordan, hacen verdaderos malabares para evitar caer en lo trillado”(1). También los críticos se encargaron de subrayar que éste es el primero de los libros de Vargas Llosa en que el discurrir temporal de la acción es por completo lineal, yendo desde la adolescencia hasta la vejez del protagonista a la manera clásica, sin jugar con el tiempo, ni emplear ninguno de los recursos narrativos que tan queridos son al autor. En efecto, y como éste declaró: “En esta novela, la forma no está por encima del relato; no es el tema, como lo era en La casa verde”(2). Ante tal presentación, los lectores acogimos el libro con entusiasmo y curiosidad por partes iguales. Y una vez más, su lectura no nos defraudó.



Es la narración de cuarenta años de amor no correspondido, que se desarrolla entre Lima, París, Londres y Madrid; todas ellas, reconoce el autor, “ciudades en las que yo he vivido, y precisamente en los años que se describen allí.” El protagonista y narrador en primera persona es Ricardo Somocurcio, intérprete y traductor de origen peruano que, gracias a su trabajo en la Unesco, ha realizado su sueño de poder vivir en París. Es un hombre culto, de buen corazón, satisfecho de haberse instalado en su aurea mediocritas, que podría haber encontrado fácilmente una mujer cariñosa y fiel con la que ser feliz..., si no estuviera ya atrapado en la telaraña de la pasión inextinguible que le inspiró, de una vez y para siempre, ella, la niña mala. Aunque las vidas de ambos no pueden ser más dispares, una y otra vez se encontrarán a lo largo de los años, en los lugares y en los momentos más insólitos: ella, siempre camuflada bajo una máscara distinta, a cuál más chocante; él, perpetuamente atónito y seducido a su pesar. En cada nuevo encuentro, para Ricardo saltan chispas, brillan fuegos artificiales, suenan violines y su alma se eleva hasta tocar el cielo… aun a sabiendas de que el abandono llegará, inevitable, y entonces su dolor y su desconsuelo volverán a no tener remedio, hasta la próxima vez. Hasta la próxima dentellada de esa pasión inmisericorde que acabará por convertir su vida en “una payasada trágica”, como él mismo dice en un momento de lucidez.



Comienza la historia en el barrio de Miraflores de la ciudad de Lima: el lugar que en la obra de Vargas Llosa simboliza el paraíso perdido de la juventud, muchas veces idealizado por la nostalgia y la distancia. Allí, en el “verano fabuloso” de 1950, el último de la adolescencia de Ricardo, transcurre el patético episodio de las chilenitas, que ocupa el primer capítulo, y sobre el cual el autor nos ha dejado palabras reveladoras: “Está inspirado en algo que ocurrió, no exactamente como está en la novela, pero que tiene que ver con ese episodio. Desde que yo era muy chico, tenía la idea de escribir una historia a partir de esas imágenes que tenía en la memoria. Por eso cuando decidí que iba a escribir una historia de amor, ahí reapareció el recuerdo de aquellas chilenitas, e inmediatamente dije: éste es el arranque de mi historia, tiene que empezar aquí y así.” (1)



Acertadísimo arranque. Sólo cuando hayamos avanzado en la lectura, comprenderemos la trascendencia que aquella humillación juvenil tuvo en la forja de la extraordinaria personalidad de la niña mala, siempre corroída por una obsesiva ansia de elevación social y por una ambición devoradora, que no conoce medida ni escrúpulos, y que paradójicamente terminará por arrojarla al abismo de una inexplicable sumisión autodestructiva. Resulta conmovedor que, en una de las muchas identidades que adopta, el autor la disfrace de personaje de Flaubert (dándole el nombre de madame Robert Arnoux, todo un guiño a La educación sentimental), porque además, el lector atento descubrirá fácilmente en la niña mala muchos rasgos tomados directamente de Emma Bovary, el personaje tan bien glosado por Vargas Llosa en su magistral ensayo de 1975 La orgía perpetua.



Siguiendo las peripecias del desdichado adorador de la niña mala, vamos recorriendo de la mano del autor una sucesión de épocas y lugares, pintados con los vivos colores de la nostalgia. Los escenarios son encantadores; es difícil preferir uno entre todos. Fascina el retrato del París de finales de los cincuenta, donde, entre el grupo de hispanoamericanos febrilmente ilusionados por la gran esperanza que supuso la revolución cubana, Ricardo se reencontrará con la niña mala, primero disfrazada de aprendiz de guerrillera, y poco después transmutada en la francesísima esposa de un buen burgués. Es divertida la siguiente evocación, la del swinging London de los sesenta: allí la alta sociedad acartonada y aburrida (entre la cual ha encontrado un sorprendente refugio la niña mala) convive con el inicio del movimiento hippie, que el autor ha recordado así: “Viví muy de cerca aquel proceso pero por razones puramente accidentales. Me había ido a enseñar a Inglaterra, y la casualidad quiso que yo me fuera a vivir a Earl's Court, que era el corazón de la movida hippie. Vi todo ese movimiento con mucha simpatía, pero a distancia: nunca hubiera podido ser un hippie, mi temperamento y mi vocación no estaban por allí. Pero es innegable que había mucho encanto en esa corriente de jóvenes que se rebelaban contra la moral y un modelo de vida tradicional que ellos repudiaban profundamente (…).” (1) A continuación, de nuevo París, ya en la década de los setenta, un tiempo gris bajo los gobiernos de Pompidou y Giscard d’Estaing… y de repente, Tokio: la ciudad a la que llega Ricardo tras los desconcertantes pasos de la niña mala, para que ésta le destroce el corazón con cínica frialdad, infligiéndole la herida más profunda que la dignidad de un hombre puede recibir. Es imposible leer esas páginas sin un íntimo estremecimiento de doloroso asombro. Tokio es, como ha declarado el autor, “un lugar de paso”, y por eso no hay en este episodio cuadros de costumbres ni color local, como sí sucede en los demás; pero “tiene mucha importancia dentro de la historia. En una reseña – dice Vargas Llosa - han hecho una muy buena observación: escribieron que Tokio no ocupa mucho espacio, pero es una ciudad fundamental, porque es allí donde la novela se dispara en una dirección definitiva, y eso es verdad.” (1)



El regreso a París y la llegada de buenas amistades a su vida parecen traer al baqueteado espíritu del protagonista cierta paz, al menos, si no el olvido. Pero este interludio no puede durar. La nueva aparición de la niña mala será aún más terrible que todas las anteriores, porque esta vez vendrá derrotada, herida en el cuerpo y en el alma, a suplicar la ayuda de la única persona con quien sabe que puede contar desinteresadamente. Durante un tiempo, todo parece ir bien para Ricardo. Sólo durante un tiempo. No puede ser de otra manera. A esta etapa pertenecen dos de los fragmentos más hermosos del libro: el episodio del clochard en el Pont Mirabeau, que salva la vida de Ricardo (inolvidable “Fais pas le con, imbécile!” ), y el viaje a Lima, donde la casualidad le lleva a conocer a Arquímedes, constructor de rompeolas, el viejo pícaro que le hará revelaciones que él nunca pudo imaginar.



El Madrid de los años noventa es el último de los escenarios por donde Vargas Llosa pasea su historia de amor. Quería el autor traer a colación España, que es para él “en cierta forma la historia feliz de los tiempos modernos, con su gran transformación de dictadura en democracia, de país aislado a un país completamente integrado a Europa y al mundo” (1). Por eso eligió Madrid: “Madrid es como el símbolo de esa gran transformación de España, y además, dentro de Madrid, el barrio de Lavapiés es muy sintomático, muy prototípico de esa transformación de la España ensimismada, a la torre de Babel que es hoy día” (1). En el corazón de esa Babel, tras las mesas del Café Barbieri, ha buscado refugio un Ricardo que ya es sólo la sombra de sí mismo. El lector asistirá con emoción al desenlace de tantos años de amor malgastado; años que sólo ahora parecen cobrar sentido. “Siempre has querido ser un escritor y no te atrevías”, le susurra ella desde el jardín de sus últimos días en Sète, bajo la sombra protectora del poeta Valéry; y con su eterno tonito de burla, justifica de una vez y para siempre su paso devastador por la vida de Ricardo: al menos, le ha dado tema para una novela, para esta novela. Ya no tendrá motivos para sentirse vacío, miembro de una “profesión de fantasmas” cuya única utilidad es verter en otro idioma palabras ajenas. Tendrá su propia voz: gracias a la historia que la niña mala le ha regalado, será escritor.



La amistad es otro de los grandes temas de Travesuras de la niña mala.Cada uno de los capítulos”, explica Vargas Llosa, “es una historia que tiene su protagonista, que es un amigo muy entrañable de Ricardo. Esos amigos (que irán desapareciendo uno tras otro) además le abren otros mundos, son como unos puentes hacia esos mundos que él no vive, pero que de alguna manera conoce de forma vicaria a través de ellos.” (1)



El primero de esos grandes amigos es Paúl Escobar, el gordo Paúl, que en palabras del autor es “un personaje histórico que deja de serlo cuando pasa a la literatura. Efectivamente fue un dirigente del MIR, pero dentro del contexto de la novela se convierte en un personaje literario, y le añadí muchos episodios que no tienen nada que ver con su biografía real. Pero pensé que la experiencia del MIR, que yo conocí muy de cerca, podía dar una idea muy gráfica del papel que jugó París en esos años, en lo que fue toda la utopía social, guerrillera, que conmovió a América latina.” (1) Leyendo la entrega de Paúl a un ideal y su trágico destino, nos viene a la cabeza otra obra de Vargas Llosa, Historia de Mayta, donde también se trata el tema guerrillero a través de una figura histórica, con una técnica similar de realidad-ficción.



En los años de Londres el testigo de la amistad lo recoge Juan Barreto, el encantador dibujante que, al dedicar su talento al retrato de caballos de raza, deja de ser un hippie insolvente para convertirse en un hippie de salón. Desde su pied-à-terre de Earl's Court será el guía de Ricardo en ese palpitante mundo nuevo, y también una desgraciada víctima de la cara oscura de la revolución sexual.



De regreso a París, Salomón Toledano entra en la vida de Ricardo. Con su manía de coleccionar soldaditos de plomo, es un perfecto ejemplo de ese tipo de persona que todos hemos conocido alguna vez: individuos sin vicios ni defectos notorios, que reúnen todas las virtudes, pero que al mismo tiempo sufren de un punto de ridiculez y una carencia de tacto que en el trato cotidiano los hace insoportables. Este sefardí que gusta llamarse a sí mismo “trujimán” en lugar de intérprete, y que no es capaz de superar el rechazo del amor de su vida, es uno de los personajes mejor caracterizados del libro, y el lector no puede evitar sentir compasión por él y por su triste final.



Simon y Elena Gravoski, los nuevos vecinos, y su hijo Yilal, el niño sin voz, serán los amigos a la latinoamericana, que traerán un poco de calor familiar a la soledad de Ricardo. Y finalmente, la cara Marcella, la italiana artista, entusiasta y dinámica, le llevará hasta Madrid, si bien pasará por su vida como de puntillas, envuelta en su alegría, sin conseguir comunicársela a él, ni dejarle verdadera huella.



Otro aspecto interesantísimo en Travesuras de la niña mala es cómo Vargas Llosa refleja los vaivenes de la historia de Perú a lo largo de las cuatro décadas que cubre la historia, utilizando para ello el personaje de Ataúlfo Lamiel, el tío de Ricardo. En sus cartas, el inteligente Ataúlfo vierte toda la decepción que siente ante cada cuartelazo, cada intentona guerrillera que sólo sirve para hacer el juego al Ejército, cada cambio de gobierno que, tras un fogonazo inicial de esperanza, no tarda en revelarse aún más corrupto y torpe que el anterior. Los lectores europeos nos quedamos, ciertamente, con ganas de profundizar más en el tema, tan ameno y claro es su tratamiento aquí.



La novela lleva una dedicatoria provocadora: “A X, en memoria de los tiempos heroicos”. Por supuesto el autor ha rehuido toda aclaración, riéndose de los lectores chismosos y arguyendo que "si yo hubiera querido que se supiera (quién es X), no habría puesto una X, sino el nombre y apellido de la persona a quien está dedicada” (1). Hay quien apuesta por Julia Urquidi, quien habla del escritor y amigo de la infancia Luis Loayza, y también quien defiende que detrás de la X no hay nadie. A mí me gusta pensar que no es así; que la dedicatoria tiene un destinatario, y que éste se llama Gabriel García Márquez. El viejo camarada al que, más allá de todas las diferencias, de todos los enfrentamientos, Vargas Llosa siempre estará unido, en el recuerdo de los tiempos heroicos.






(1) “Vargas Llosa según pasan los años”. Entrevista por Ezequiel Martínez, publicada en la revista “Ñ” del Grupo Clarín, el 17 de junio de 2006.



(2) “Vargas Llosa presenta Travesuras de la niña mala, su primera novela de amor”. Crónica de agencia publicada en el diario “El País” el 23 de mayo de 2006.









2 comentarios:

  1. Gracias por el artículo, Sue :). Tengo muchas ganas de leer a Vargas Llosa, y este libro me llama mucho. Me ha encantado el final :).

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  2. Qué alegría que te haya gustado, Marga. Esta novela no es de las más valoradas del autor, pero a mí me cautivó por completo. Espero que te decidas a leerla, y ya compartiremos comentarios. Muchas gracias.

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