Agosto de 1995. Tenía 17 años y me encontraba en las últimas vacaciones antes de realizar mi ingreso en la universidad. Una sensación de incertidumbre futura y de febril vacío me acompañaban aquel verano.
Paseando con mi madre por la Cuesta de Moyano de Madrid reparé en “La sombra del ciprés es alargada”. El título me atrajo, tenía ganas de volver a leer algo de Miguel Delibes. “El camino” lectura obligatoria en 5º de EGB era en ese momento mi único contacto con ese escritor. Mi madre me aconsejó su lectura. Me dijo algo así como “es una historia magnífica pero muy triste, es de esos libros que te dejan huella, quizá deberías esperarte a ser más mayor para leerlo”. Ese comentario despertó aún más mi interés. Leí la sinopsis y comprobé que gran parte de la historia transcurría además en Ávila, lugar de donde procede mi familia paterna y donde había veraneado durante mi infancia. Lo compré. En una etapa complicada de mi vida buscaba un libro especial, quizá éste lo fuera.
Comencé esa misma tarde. Fueron tres días de intensa lectura en los que el libro, su historia y la forma en la que estaba narrada me atraparon. En plena crisis de adolescencia me encontraba ante un libro que hablaba sin ningún tipo de ostentación, pero con un lenguaje magistral, de la muerte, la soledad, la amistad durante la infancia, del miedo a la pérdida, del miedo a vivir por el miedo a sufrir. Poco a poco fui sucumbiendo a Pedro, el personaje principal, y poco a poco fui ahondando junto a él en mi propia alma y en mis propios miedos.
El libro me marcó, crecí, maduré con él. Desde entonces, hace quince años, ese mismo ejemplar que compré en 1995 ha viajado siempre conmigo en todos mis cambios de residencia ocupando un lugar preferencial en mi maleta. Nunca me he atrevido a releerlo, por respeto quizá al reencuentro con aquellos personajes y aquella historia que tan especiales me parecieron.
Las bellas descripciones que Miguel Delibes realiza hicieron que me enamorase de la ciudad de Ávila, de sus callejas empedradas cubiertas de nieve, de los cuatros postes, del río Adaja y la fábrica de harinas que yo ya conocí medio derruida. Suspiraba entonces por sus rincones llenos de misticismo y por la quietud en sus noches de invierno. La ciudad se “encontraba encerrada dentro de sus murallas”, yo sufría de adolescencia, me sentía también encerrado en mí mismo.
Son intensos aún los sentimientos que afloran cuando recuerdo la historia de Pedro. Muchas imágenes, la mayoría de ellas todavía muy nítidas: La sencillez de la casa de Mateo Lesmes y su austera filosofía de vida, las amistad entre Pedro y Alfredo, escasos momentos de felicidad del protagonista atenazados casi siempre por el temor a la muerte de su enfermizo amigo, la sombra alargada y afilada del ciprés, la sombra redonda y apacible del pino, la muerte de Alfredo, Jane, la pérdida de la esperanza,… el trágico desenlace.
Aun siendo una historia muy triste a mí me pareció deliciosa. El fatalismo, el pesimismo y la angustia existencial acompañaron a Pedro durante casi toda su vida. En el desasimiento y el desarraigo intentó encontrar su tabla de salvación. No arriesgar para no sufrir. No tener para no perder.
El libro me invitó a la reflexión. Dejó en mí un poso especial que ha perdurado hasta la actualidad, algo así como un placentero sentimiento de nostalgia que hoy en día no sé aún muy bien cómo describir. Su lectura significó también un antes y un después en mi universo lector. Fue el comienzo de mi idilio literario con Miguel Delibes y de mi gozosa andadura por la narrativa española, hasta entonces poco frecuentada por un adolescente que buscaba fuera lo que tenía en casa.
Gracias Miguel.
Sedum album
Es una verdadera delicia leer un artículo tan sincero, que habla de la literatura desde el corazón. Muchas gracias, Sedum Album, por compartir tu experiencia lectora con nosotros. Me lo apunto para un futuro próximo.
ResponderEliminarGracias a ti Sue! Es un honor para mi que te haya gustado (me encanta cómo escribes)
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