Oscar Wilde (Dublín 1854 – París 1900) fue autor de numerosos relatos breves, algunos de ellos escritos para niños, y otros para adultos. En todos ellos brillan a gran altura la finísima ironía y la extrema belleza formal que caracterizan su estilo. Esta es una aproximación muy personal a Wilde, en la que enfrento los recuerdos de mi experiencia lectora infantil con la lectura adulta de algunos de sus cuentos.
Siempre me alegraré de haber descubierto a Oscar Wilde siendo muy pequeña. Hablo del Wilde de verdad, no de ninguna de esas atroces versiones mutiladas que se llaman a sí mismas adaptaciones. A los siete años de edad, quizá ocho, descubrí en casa un librito de mágico aspecto, encuadernado en cuero rojo, con páginas de papel cebolla: una joya de la Colección Crisol, que muchos recordaréis. Era una selección de cuentos de Oscar Wilde, traducidos y anotados por Julio Gómez de la Serna.
Supongo que me atrajo el pequeño tamaño del volumen, que parecía de juguete. Lo abrí, lo hojeé: no había ilustraciones, salvo una fotografía de un joven de gruesos labios y ojos soñadores que sostenía un puro mientras miraba distraídamente a la cámara; pero, aun así, me seguía pareciendo un objeto encantador. Nunca había visto un libro tan pequeño y al mismo tiempo tan cuidado. Era más bonito que todos mis cuentos, por muchos dibujos de colorines que éstos tuvieran. Un libro así debía ser especial, debía estar lleno de secretos y maravillas. Y además se titulaba “Cuentos”, y los cuentos son para los niños, ¿no?
Mis padres parecieron confiar en mi capacidad para manejar el librito sin destrozarlo, y por lo demás, tuvieron el acierto de mantenerse al margen: ni me desanimaron, ni me espantaron con recomendaciones demasiado insistentes. Recuerdo algo así como “Vale, quédatelo y léelo, que es muy bonito”. Y, encantada con la adquisición, me lo quedé.
El contenido no defraudó mis expectativas. En efecto, aquel librito no sólo parecía mágico: lo era realmente. A través de él descubrí el poder de la letra impresa, y además el listón quedó, para siempre, colocado a gran altura. Después de haber leído a Wilde, ya no aceptaría leer “cualquier cosa”.
No podría decir cuál de todos los cuentos me produjo un mayor deslumbramiento. Mil relecturas se superponen en mi memoria, con tal viveza, que las distintas impresiones se resisten a dejarse ubicar en el tiempo. Sí sé que en aquella primera ocasión los leí todos, excepto uno, que se me atragantó a la segunda página y no fui capaz de abordar hasta muchos años después: El retrato de Mr W.H. Sin duda era demasiado para mi tierna edad, aquella fantasía tejida en torno a los Sonetos de Shakespeare, en la que unos lánguidos personajes trataban de resolver el enigma por excelencia de la literatura británica: ¿a quién, o a quiénes, van dirigidos los Sonetos? Ya adulta, con algunas referencias y mucha curiosidad, pude paladearlo como lo que es, un bocado exquisito, una rareza.
Los demás cuentos claramente dirigidos a lectores adultos, que carecían de distinción específica de los infantiles en ese volumen, me divirtieron y me asombraron por partes iguales. La burlona ironía de El crimen de lord Arthur Savile me conquistó; recuerdo haberme reído a carcajadas con la carta de la hija del deán de Chichester, en la que contaba cómo el explosivo camuflado en un reloj, con el que lord Arthur intentó patéticamente consumar el crimen al que se creía predestinado, era tomado en casa del deán por un juguete, y tratado como tal. Hoy sigue siendo uno de mis cuentos favoritos. En El modelo millonario vi algo no muy alejado de ciertas comedias del Hollywood de los 40 con las que la televisión nos obsequiaba las tardes de los sábados: un argumento frívolo y brillante, con sorpresa final coronada por un bello juego de palabras, que más adelante reconocería como de fuerte influencia teatral. No entendí demasiado bien, en cambio, La esfinge sin secreto; mejor dicho, sí percibí la idea central, es decir, que hacerse el misterioso, aunque en realidad no haya en nuestras vidas nada que esconder, es una receta infalible para despertar el interés de los demás; pero otros detalles de la historia se me escapaban: ¿por qué era tan horriblemente comprometedor para lady Alroy que la vieran entrando a solas en un apartamento...? (Bendita inocencia la mía). La piel de naranja fue mi primer contacto con un tipo de argumento cuasipoliciaco, pero no lineal, sino sujeto a interpretaciones diversas, de tal forma que el lector puede compartir las sospechas del protagonista o rechazarlas. Ese recurso me fascinó, por ser totalmente distinto a las historias cerradas que hasta entonces había conocido, en las que quedaba claro lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que realmente había sucedido y lo que no. Wilde, una vez más, era distinto. Wilde me daba la posibilidad de elegir. ¡Qué extraña sensación de poder y de desconcierto a la vez!
Entre los cuentos infantiles, recuerdo con especial cariño El famoso cohete. Aunque ya conocía, por Andersen y los Grimm, la idea de presentar objetos inanimados que hablan y se comportan como humanos, este “pequeño cohete de altivo continente”, de un ego tan sumamente inflado que era incapaz de tomar conciencia de su propia ridiculez, me hizo reír como nadie hasta entonces. ¡Pero cómo se podía ser tan estúpido, tan disparatadamente despegado de la realidad, tan tonto! ¿De verdad creía que era el hijo del Rey quien tenía la suerte de casarse el mismo día en que le disparaban a él, “el famoso cohete”? ¿Cómo no se daba cuenta de que él era tan sólo una ínfima parte de los festejos en honor de la boda, y no al revés? Bien, ya se encargaría la vida de demostrarme lo lleno que está el mundo de personas así; ¡cuántas veces se me ha venido a la cabeza el cohete en cuestión, delante de alguno de ellos! Y he vuelto a ese relato, y he encontrado una fábula estilizada, un mecanismo de precisión exquisita, que mezcla príncipes y fuegos artificiales en una historia tan hilarante como aguda. Pobre, estúpido cohete, cuyo estallido final nadie ve, y aun así sigue creyéndose el centro del mundo.
Otro de los relatos del librito me abrió las puertas de la poesía: El pescador y su alma. Es una historia de amor, de mar y de sirenas. También es un cuento fantástico, donde aparece una joven bruja de ojos verdes y roja cabellera, que adivina la llegada del pescador no por el cosquilleo de los pulgares, como sus shakespearianas hermanas en Macbeth, sino por la picazón en la palma de la mano. Y es una fábula moral sobre la necesidad de elegir, y de vivir con las consecuencias de nuestras elecciones. Pero lo que más me llegó en mi lectura infantil no fue el mensaje, que se me antojó algo confuso, sino la extraordinaria belleza formal del texto. La prosa de Wilde, en la maravillosa traducción de Julio Gómez de la Serna, es en este relato, prácticamente, poesía: poesía modernista, orientalizante, llena de adjetivos deslumbradores, de figuras literarias y ritmos diversos que se pegan al oído e invitan a repetirla en voz alta. Después del choque inicial (una vez más, no se parecía a nada de lo que había leído hasta entonces), descubrí que podía pasarme las horas muertas releyendo algunos pasajes y dejándome mecer por la cadencia de las frases. Pronto llegarían a mí, acercados por manos sabias, Rabindranath Tagore y Rubén Darío, que terminarían de ayudarme a apreciar la poesía como el más depurado de los placeres lectores. Pero Wilde fue el precursor.
También son formalmente muy poéticos El niño-astro y El joven rey, si bien en ellos la moraleja aparece mucho más clara, y por tanto es más perceptible desde el punto de vista infantil. En ambos, como en El príncipe feliz, se contraponen bondad esencial y belleza formal, resultando curioso cómo un esteta confeso como Wilde toma decididamente partido por “lo que está oculto a los ojos”, frente a la idea de belleza vacua o, lo que es peor, belleza obtenida a través del sufrimiento ajeno. Ahora bien, mientras en El joven rey la situación se resuelve sin fisuras por la intervención divina, como también sucede en El príncipe feliz, el final de El niño-astro es mucho más cínico y desesperanzado: el triunfo del bien no es definitivo, sino que representa tan sólo un breve intervalo, tras el cual vuelve a instaurarse el reinado del mal.
No es desesperanza, sino ironía, un chafarrinón de ironía punzante, lo que aparece en El amigo fiel. Ya es revelador a quiénes elige Wilde para contar la historia: una rata de agua y un pardillo, un vulgar pájaro del campo con ínfulas de crítico literario. La fábula que éstos nos cuentan, a pesar del título, no trata de la amistad, sino de la relación abusiva de un egoísta con alguien que carece de autoestima. Por esta razón, el lector infantil puede sentirse desconcertado al ver que el personaje “bondadoso”, el pequeño Hans, termina muriendo sin que el molinero resulte castigado. Sólo desde una mirada más adulta, seremos capaces de descubrir que si el egoísmo del molinero puede llegar a extremos criminales, es precisamente porque se apoya en el servilismo del pequeño Hans. Ambos son igualmente culpables, el uno de abuso y el otro de no respetarse a sí mismo ni hacerse respetar. Con lo fácil que hubiera sido para el pequeño Hans, con su buen corazón y su simpatía, encontrar amigos de verdad, en lugar de dejarse embaucar por las huecas palabras del molinero...
El ruiseñor y la rosa, tachado por muchos de cruel, no me causó ningún trauma. Mi sensibilidad ya venía curtida por Hans Christian Andersen y su cuento infantil La pequeña cerillera, indudablemente mucho más sádico y mucho más angustioso para cualquier niño. Más bien me pareció admirable el espíritu de sacrificio del ruiseñor, aunque fuera en aras de una causa vana. La parte sensorial del relato hizo el resto. Gocé con las maravillosas descripciones en las que pude oler el jardín, sentir el frío de la noche y compartir el dolor lacerante de la espina clavándose en el corazón del pájaro. En cuanto a la frivolidad de la hija del burgomaestre y la decepción final del estudiante, en aquella primera lectura infantil fueron un elemento más de la historia, sobre el que pasé sin reflexionar demasiado. No me llamaba especialmente la atención que una niñata caprichosa destrozara ilusiones, por tratarse de un esquema conocido. Hoy, resultaría tan fácil para cualquier adalid de la corrección política colgar a este cuento la etiqueta de “machista”, que renuncio a entrar siquiera en semejante consideración, por superficial, anacrónica, y en definitiva, ridícula.
La bellísima historia de El gigante egoísta siempre me ha dejado sin palabras. No se puede construir una metáfora más bella, en la que sólo hay delicadeza y ternura; por una vez, la ironía está ausente, salvo un leve atisbo inicial en el cartel que el gigante clava en la verja para alejar a los niños (“Se procederá judicialmente contra los transgresores”). El cuento es transparente como el cristal: a ningún lector, sea cual sea su edad, se le escapa el significado del invierno eterno que se instala en el jardín del gigante, un reflejo del egoísmo de su corazón, que sólo desaparecerá cuando el amor a un niño desvalido le lleve a derribar las barreras que aíslan el jardín. Es una de esas lecturas deliciosas, que por más años que pasen, siempre emociona. En particular, las líneas finales que narran la redención del gigante siguen poniéndome un nudo en la garganta.
Y del mismo modo, no puedo dejar de sonreír cuando pienso en El fantasma de Canterville. Desde las primeras líneas disfruté enormemente con ese viejo fantasma trasnochado y la práctica familia americana que, al tropezarse con él de noche en los corredores del castillo, en lugar de aterrorizarse le aconsejan con toda frialdad que utilice un producto para engrasar sus cadenas. Eso sí, al principio del relato me identificaba mucho más con los gemelos, y con las perrerías que éstos inventaban para atormentar al fantasma, que con la gentil Virginia. Tuve que avanzar en la lectura para llegar a entender que ella sintiera compasión por aquel ser patético, atrapado entre la vida y la muerte en penitencia de sus muchos pecados. Y cuando lo comprendí así, Sir Simon de Canterville llegó a darme mucha pena, y me emocionó acompañarle, de la mano de Virginia, hasta la conquista definitiva de la paz. Años después percibiría otros matices, claro: la alegoría de Europa y América, la vieja sociedad anacrónica y encorsetada frente al nuevo mundo que arrasa lo que no entiende; o, también, el espíritu acorralado por la incredulidad de los tiempos modernos, cuya única fe está puesta en el dinero y en el éxito. Seguiría sonriendo al recordar al fantasma, aunque ya con algo de melancolía.
En suma, puedo decir que Wilde puso las bases para hacer de mí la lectora que soy, y que a lo largo de mi vida he vuelto y una otra vez a él, sin que nunca haya dejado de enriquecerme y apasionarme. Leed a Wilde. A cualquier edad. No os arrepentiréis.
Precioso artículo, Sue. XD. De verdad que las lecturas que se hacen en la infancia marcan como ninguna, y si uno tiene la suerte de toparse con Wilde en tan tierna edad deja una huella profunda y valiosa como lo ha hecho contigo. Sus cuentos son inolvidables. "El jardín del gigante egoísta", "El ruiseñor y la rosa" y "El príncipe felíz" estaban en el Senda, mi libro de lectura del cole, reducidos (:S) pero aún así me gustaron muchísimo.
ResponderEliminar¡Y qué decir de "El fantasma de Canterville"! Cuánto humor y cuanta ternura encierra. Es, en sí mismo, una pequeña joya.
Creo que todos tenemos que dar las gracias a Oscar Wilde por sus relatos. Un abrazo.
Descripción amplia y "amante" de una enamorada de la literatura. Más de uno que te lea se decidirá a conocer o profundizar en la obra de wilde.
ResponderEliminarEse es el principal objetivo que buscamos, Gonzalo, transmitir la pasión que nos provocan las obras que elegimos para comentar. Muchas gracias
ResponderEliminarHa sido un placer recordar los cuentos uno a uno contigo Sue. Mi preferido siempre ha sido "El gigante egoista" aunque en mi caso lo leí la primera vez en una versión para niños, o por lo menos dibujos tenía, no recuerdo si el texto estaba adaptado o no, seguramente sí. Y que afortunada fuiste al leerlos a los ocho años ¡y valiente! creo que a esa edad no me hubiese acercado al precioso libro rojo que has escaneado para nosotros.
ResponderEliminarMuchas gracias por el artículo.
Aunque ya te lo dije en privado, Sue, magnífico y sentidísimo artículo acerca de una de tus primeras experiencias lectoras de la mano de Óscar Wilde. Artículos como el tuyo despiertan interés real por la lectura porque traslucen pasión por las letras.
ResponderEliminarPor cierto, las imágenes del Crisolín, resultan impagables para fetichistas :)
Gracias ;)
Muchísimas gracias a todos y a cada uno de los que habéis comentado aquí. Mejor o peor, he puesto el corazón en lo que he escrito y creo que se ha notado. Espero que disfrutéis cuando releáis a Wilde. Un abrazo.
ResponderEliminarSue,he vuelto a paladear contigo los cuentos de Oscar Wilde. No me los leí todos juntos como tú, ya que no tenía la edición que comentas pero sí los he ido leyendo a largo de mi vida. Como tú, sonrío a encontrarme a "cohetes" y recuerdo cómo me reí y me enternecí con el fantasma de canterville o el crimen de lord saville.
ResponderEliminarUn placer leer tu artículo
Gracias, Leonita :-) ¡A este paso acabaremos fundando una hermandad de lectores de Wilde! ¡Qué ilusión!
ResponderEliminarHola, Sue.
ResponderEliminarMe ha gustado tu artículo pues has enfocado estos cuentos de Wilde desde tu experiencia personal. Has tenido la suerte de descubrirlo a una edad temprana, en la que obtuviste una visión parcial de las historias, y luego tu madurez como lectora y personal te permitió llegar a la esencia de los cuentos, y me has hecho partícipe de ello.
Gracias por tu lección sobre esta faceta de Wilde.
Un saludo.
Cape
Muchas gracias por tus palabras, Cape. Me encanta tu comentario, porque has captado exactamente lo que yo pretendía transmitir. Un abrazo.
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