El viaje del elefante de José Saramago - Sabino Fernández Alonso (Ciro)


Es frecuente la presencia de animales en los cuentos infantiles y las fábulas, pero es más raro encontrarlos como protagonistas de alguna novela histórica. En El viaje del elefante, José Saramago, nos presenta a su animal no sólo como protagonista, sino como el centro sobre el cual gira toda la novela. Los problemas, las dificultades, los peligros, las picarescas, los sentimientos, todo surge en torno al elefante.

El viaje del elefante es una novela histórica del escritor portugués publicada en 2008.

Un elefante, aún hoy, sorprende a un habitante europeo. Es el animal terrestre más grande y tiene una peculiaridad morfológica difícil de igualar, especialmente por su trompa multifuncional. Hay que imaginar la expectación que en el siglo XVI, pasado ya el esplendor del imperio romano en que se exhibían bestias de todo tipo en los anfiteatros, despertaba un animal de tamañas dimensiones y peculiares características. 

En la novela se le describe como bruto paquidermo, ridículo proboscídeo, con largos incisivos blancos y curvos, o de bestia sin oficio ni beneficio con una piel gruesa de color medio ceniza medio café y lleno de pelos y lunares. Sin embargo, Salomón, que tal es el nombre del paquidermo en cuestión, no solo despierta odios, también afectos incondicionales. Nuestro Salomón, nombre bíblico que implica sabiduría proverbial, fue colocado en el Portugal de Juan III el Piadoso como un regalo de la India y varado en la playa de Belén, junto a su cornaca Subhro, el otro gran protagonista de la historia. Dada su inutilidad en esas latitudes y que come y bebe como un descosido (trescientos kilos de vegetales y doscientos litros de agua), la reina portuguesa Catalina de Austria y el propio rey Juan, idean que puede ser un buen regalo (envenenado, diría alguien) para el archiduque de Austria, Maximiliano, que se encuentra en Valladolid haciendo de regente.


  
Juan III de Portugal y su esposa Catalina de Austria
















Y de esta curiosa forma se emprende la comitiva portuguesa con una escolta y el cuidador del elefante, que es el único que controla a tan extraño animal. La reina echa unas lágrimas a su partida, no sabemos si de cocodrilo o de verdadero afecto, a la que había calificado de bestia sin ocupación. A su muerte volvería a llorar junto con su marido. Subhro es su cornaca o cuidador, un hindú cuyo nombre traducido quiere decir “blanco” en curiosa contradicción con su condición. El amor y la fidelidad que Subhro profesará por su elefante a lo largo de todo el viaje demostrarán que no sólo los humanos despiertan afectos tan sinceros y eternos. Gracias a los buenos oficios del cornaca, Salomón llega a Valladolid con la sola molestia de algunos hidalgos que van a observarlo por curiosidad y algunos campesinos que lo evitan por superstición, pues lo creen un enviado del diablo.

Allí, en Valladolid, un capataz ve una bestia enorme, barriguda, con una trompa como ningún otro animal de la creación y un cura recibe una coz de semejante bruto. Los españoles siempre beatos y burlones, bien se santiguaban al verlo bien se reían de su estrambótica trompa. Es decir, nuestro protagonista, sigue sin ser comprendido más que por su cornaca. Pero Salomón tiene su corazoncito y acaricia con la trompa a un hombre que llora u orienta a un perdido en la niebla. No deja de tener sus antipatías como el menos pendenciero de los humanos y desprecia a quien no lo saluda. Sin embargo, quien mejor lo conoce y quien más lo ama es Suhbro que susurrándole al oído en hindi o bengalí lo dirige cual niño a su coche teledirigido. El cuidador indio teme verse separado de su fiel compañero y al presentarse ante el archiduque admite tanto el cambio de nombre del animal, que pasará a llamarse Solimán, como el suyo propio que pasa a denominarse con el alemán nombre de Fritz. Todo sea por no separarse de su amigo, pues el archiduque se propone llevarlos a ambos a Viena. El desprecio del heredero austriaco por su nombre es respondido por el elefante con unas defecaciones, que hasta los paquidermos tienen orgullo. Así son embarcados Fritz y Solimán, que es lo mismo que decir Subhro y Salomón, camino de Génova. Al pobre Solimán le cortan los colmillos que probablemente sean vendidos como crucifijos o relicarios de marfil, pero acepta bien el viaje en barco, pues ya tiene la "pata marinera", no en vano ha venido de Goa a Portugal en transporte similar, y se deja hacer sin grandes aspavientos.



De Génova pasa a Padua, donde los sacerdotes dedicados a San Antonio necesitan un milagro para contrarrestar las tesis luteranas y el buenazo del elefante accede a la orden de Fritz de arrodillarse ante la basílica del santo, mediante un toque en la oreja derecha. Ya nuestro paquidermo ha hecho un milagro sonado que es comunicado al concilio de Trento y todo el mundo habla que un bruto se ha arrodillado ante la basílica de San Antonio de Padua. Esto incrementa el valor de nuestro protagonista y muestra, por primera y única vez, un punto flaco en la bondad de su cuidador que aprovecha la superstición de los paduanos, de quienes piensa que son peores en este defecto que los propios indios, vendiéndoles pelos del elefante como remedio para la diarrea o la alopecia.  

Pero las penurias para Solimán no acaban con esta pequeña traición de Fritz, pues su máximo grado de penuria lo pasará en la travesía de los Alpes donde sufrirá por el tremendo frío que le forma una manta de hielo sobre su lomo y estará a punto de ser alcanzado por un alud. El castigado Solimán, al borde de la muerte, logra recuperarse en Bressanone, a base de abundante comida y bebida, que en su caso es forraje y agua en abundancia. Solimán sabe agradecer los cuidados y muestra su deferencia arrodillándose ante los archiduques, que sienten por él emociones encontradas entre la fascinación y cierta repugnancia cuando viajan tras él en la comitiva y defeca ante sus altezas. 

Por fin Salomón o Solimán y Subhro o Fritz llegan a Austria y ante el constante júbilo de los austriacos que hacen pinturas, grabados y medallas conmemorativas, desfila por Linz, Melk y Amstetten, hasta llegar a Viena, donde fascinados, los vieneses idean que en la India cada ciudadano debe tener un animal semejante. Allí, el animal evita una tragedia recogiendo con su trompa a una niña de cinco años que casi se enreda entre sus enormes patas. Será su última amabilidad conocida. Tan solo sabremos que dos años después fallece en Viena, que de sus patas de hicieron paragueras y que Subhro recibió una paga que le permitió comprarse un burro, animal en nada comparable a un elefante.

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