Los diarios de Lorenzo. Miguel Delibes - Margarita Santos (Murke)

Los diarios de Lorenzo componen una trilogía, la única obra compuesta de Miguel Delibes, aunque no se trata de una trilogía al uso. Como señala Rafael Conte en su prólogo «Lorenzo, uno y trino», Los diarios no siguen las características primordiales de la trilogía tal como nació en la Grecia clásica, es decir, no existe una historia común que se desarrolle a lo largo de las tres partes, ni se respetan las unidades clásicas de lugar, tiempo y acción. Y es que su autor no había planeado escribir tres novelas, sino que cada una surgió de forma independiente, en momentos y circunstancias muy diferentes de su vida y, por tanto, de la vida de su personaje. 


En el primer diario, Diario de un cazador, conocemos a Lorenzo, un joven bedel de instituto amante de la caza que vive en una ciudad castellana de provincias. Decía Miguel Delibes que Lorenzo es el único de sus personajes que se siente feliz con lo que tiene. En una entrevista que concedió al escritor Ramón García Domínguez en 2006 comentaba que Lorenzo, para él, «es un triunfador y lo pasa como nadie» y afirma que las novelas de Lorenzo (a excepción de la tercera, como enseguida veremos) son su único trabajo optimista, frente a las demás novelas, que describe como «de perdedores, de tipos que van buscando y no encuentran, de pobre gente que quiere complacer y no sabe”. En efecto, Lorenzo es feliz, porque aunque «no tiene dos reales, [...] él a sus ojos es un hombre de buen pasar» y sabe apreciar otras cosas que le ha dado la vida, por ejemplo, sus amigos, la caza y la naturaleza, como se comprueba en reflexiones como esta:

«Salir al campo a las seis de la mañana en un día de agosto no puede compararse con nada. Huelen los pinos y parece que uno estuviera estrenando el mundo. Tal cual si uno fuera Dios»

Este carácter honesto y optimista de Lorenzo sigue latente en el Diario de un emigrante, que surgió en 1958 a raíz de un viaje que Delibes realizó, justo después de la publicación de Diario de un cazador, por Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, países que, según palabras del autor, conoció «a través de los ojos, las narices y los oídos de Lorenzo». Acompañado por su mujer, «la chavala», Lorenzo intenta «hacer las Américas» lleno de optimismo, con la ingenua esperanza de llegar y besar el santo, en palabras que bien podrían ser suyas. Sin embargo, pronto se darán cuenta de que «en ningún sitio te pagan por dormir», ni «atan a los perros con longaniza», y la aventura no sale como ellos esperaban.

No obstante, no es el fracaso profesional lo que más afecta a Lorenzo; lo que de verdad lo pone «murrio» o «aliquebrado» es el hecho de estar lejos de su tierra, sus perdices, su gente:

«Te pones a ver, y allá mis entradas seguras tenía y, sobre las demás cosas, la categoría y, para más, uno andaba entre los suyos y malo sería que en la calle no pudiese echar un párrafo con este, con el otro o con el de más allá. Y hay que dejarse de huevadas, la vida es eso y todo lo demás son coplas.»

Aun así, en este diario seguimos reconociendo al mismo Lorenzo, quien, a pesar de que en Chile no le sale una a derechas, continúa divirtiéndonos con sus vicisitudes y su particular forma de contarlas, al tiempo que nos asombra con reflexiones filosóficas que no por sencillas dejan de ser verdades como puños:

«Y es que la caza, como todo en la vida, es cuestión de corazón y, si uno va a disgusto, el hecho de hacer una buena percha no le quita el morro»

«Uno se maneja en la vida y cree que decide, pero la verdad de la buena es que uno nunca sabe lo que quiere ni quién le empuja»

El tercer diario, Diario de un jubilado, no nació hasta 1995, ya que Delibes se encontró todo ese tiempo enfrascado en otros proyectos y, cuando quiso darse cuenta y cerrar la historia de Lorenzo, se encontró con que a su personaje «apenas le quedaba otra vida posible que la de jubilado», como él mismo explica en su prólogo a la trilogía.

Durante la entrevista señalada, al oír mencionar a Lorenzo, el jubilado, Delibes parece enfadarse consigo mismo y llega a decir que «en la última no sabía qué hacer e hice una bobada» e incluso que «es una invención barata que no llega donde yo quería». A pesar de estas durísimas palabras, si bien es cierto que esta tercera novela no comparte la misma calidad que sus hermanas, Diario de un jubilado no deja de ser un buen reflejo de los tiempos que corrían ―¿o que corren?― en España. Lorenzo ha cambiado, como afirma Delibes en esta misma entrevista, «la última para mí no es de Lorenzo, es un Lorenzo ya desvaído, desleído, que está perdiendo la chaveta». Ya no tiene los valores que había defendido en sus anteriores diarios, «es un hombre frívolo, del tiempo», añade. En el prólogo a la trilogía lo describe como «un espécimen urbano ganado por el materialismo más soez, el sexo y el dinero». Efectivamente, Lorenzo parece olvidar el respeto que siempre le ha tenido a «la chavala», en casa es incapaz de distraerse si no es con el mando a distancia en la mano y su mayor ambición es ganar un apartamento como sufridor del Un, Dos, Tres.

No pasemos por alto el calificativo de «urbano». Es indiscutible que la naturaleza y la relación del hombre con ella constituyen un tema fundamental en la obra de Delibes. Pues bien, ni ese valor le queda ya al que un día fue feliz respirando el aire del páramo a las seis de la mañana: «Uno quiere engañarse con eso del oxígeno y el aire puro pero en el fondo está pensando en la tele y en el vaso con los amigos. El campo está bien para las ovejas. Ni el olor a espliego y a tomillo me encandila ya. [...] Y dicho y hecho, agarramos el coche y a las dos y media andábamos en casa. Nos dio tiempo de comer y de ver el culebrón tan ricamente. Esto es vida.»

A excepción de estos amargos traspiés, Lorenzo es un personaje entrañable con una personalidad propia, la cual queda reflejada a la perfección en su habla castellana. Mi familia procede de Castilla, y me las prometía yo felices pensando que no iba a tener ninguna dificultad en entender el texto. ¡Qué equivocada estaba! La lectura de Los diarios me ha hecho ver lo poco que conozco el habla de mis abuelos, que, de seguro, me habrían podido explicar el significado de muchas expresiones, especialmente aquellas relacionadas con la caza y la naturaleza, que yo no comprendía. De esta forma, preguntando aquí y allá a mis mayores, he aprendido términos nuevos, como «achucharrado», «murrio» y «aliquebrado» (triste), «chola» (cabeza), «atocinarse» (enfadarse), «rilis» (miedo), «agarrar una liebre» (caerse), «bureo» (paseo) o «dar una ovación que ni a Cagancho» (el tal Cagancho resultó ser un torero famoso). Así mismo, me ha ayudado a recordar expresiones o palabras que conocía pero que hacía mucho que ni utilizaba ni oía, como «momio», «gibar», «petar», «decir misa», «echar un rapapolvo», «que si quieres arroz, Catalina», «dejarse de coplas», «zascandil» o «que te zurzan».

Es cierto que, como dijo él mismo «el lenguaje no se empobrece, se modifica». Los tiempos y las personas cambian, y con ellas necesariamente ha de cambiar su habla. No obstante, en estos tiempos de globalización y estandarización en todos los niveles, de los que, como es natural, no se excluye el lingüístico, es de agradecer que algunos escritores hayan plasmado en su obra el habla de su tiempo y de su tierra, porque, al fin y al cabo, conocer los orígenes de uno mismo enriquece a las personas como ninguna otra cosa. Como diría Lorenzo, «esa es la fetén, y el que diga lo contrario miente».

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