Mientras Aldous Huxley dibujaba un futuro distópico en “Un mundo feliz” (1932) y Evelyn Waugh auguraba en “Cuerpos viles” (1930) el nuevo conflicto bélico que pronto se abatiría sobre Europa, otros escritores optaron por la evasión de tan angustiosa realidad. Así lo hizo el británico James Hilton (Leigh, Reino Unido, 1900 – Long Beach, California, 1954) que con su popularísima novela “Horizontes perdidos”, publicada en 1933, llevó a miles de lectores del mundo entero a fantasear con la utopía. Conozcámosla.
En la década de los 20 del pasado siglo, los lectores de la revista “National Geographic” se habían visto cautivados por una serie de reportajes del botánico y explorador Joseph Rock, en torno a sus viajes por la frontera entre China y el Tibet. Narraba Rock, entre otras muchas peripecias, su visita al reino de Muli, o Milí, un remoto valle encajado entre altísimas montañas, aislado del mundo y gobernado por un lama excéntrico que era todo un personaje. Esa descripción de un lugar idílico, donde un escaso número de campesinos vivía bajo la autoridad de una comunidad monástica, y los detalles de la amistad que Rock llegó a entablar con su extraordinario monarca, llamaron la atención de uno de los lectores de la revista: el escritor James Hilton, que andaba a la caza de ideas para un best-seller. Los artículos de Rock prendieron la mecha de su inspiración para crear uno de los mayores éxitos editoriales de todos los tiempos: “Horizontes perdidos”.
En el arranque de la novela, encontramos algunos ecos de convenciones ya trilladas en el género de aventuras. Para entrar en materia, Hilton emplea la vieja técnica del manuscrito encontrado, que aquí es confiado a uno de los personajes del prefacio por el verdadero protagonista de la historia que va a contarse. Sucede a continuación el secuestro de un grupo de viajeros, a manos de quien resulta ser un emisario que va en busca de nuevos miembros para una comunidad privilegiada. En todos estos artificios, y en la irresistible, fatal atracción que el misterioso paraíso ejerce sobre el héroe aun después de haber escapado de él, encontramos indudables reminiscencias de obras de pura evasión, como “La Atlántida” de Pierre Benoit o “Ella” de Henry Rider Haggard.
Sin embargo, "Horizontes perdidos" resulta ser mucho más que una simple historia de aventuras. Ya la composición del grupo de secuestrados, que se ven conducidos a su pesar hasta el lugar maravilloso, es bastante sugestiva. Hay entre ellos un americano enigmático, que viaja con una identidad falsa y que finalmente resulta ser un célebre estafador que huye de la justicia. Pero el líder del grupo es Hugh Conway, avezado aviador, famoso por sus hazañas bélicas y deportivas, y ahora al servicio de Su Majestad británica como diplomático. Un héroe cosmopolita, aún joven pero ya cansado de vivir, que siente profundamente el vacío de la existencia, sobre todo a causa de los traumas que le dejó su participación en la Gran Guerra. Dueño de una mente inquieta e insatisfecha, se verá impulsado a buscar respuestas para todas sus preguntas en la vida contemplativa y puramente intelectual que el monasterio le ofrece.
Junto a este Quijote encontramos a un Sancho Panza: su joven asistente, el capitán Mallinson, para quien la aventura tibetana es la peor de las pesadillas y sólo espera poder salir de allí lo antes posible, para regresar a lo que él llama “la civilización”. Tal contraposición entre una personalidad práctica, ansiosa y agresiva, que se siente consumida por la inactividad, y otra reflexiva, introvertida, capaz de conformarse con permanecer en Shangri-La indefinidamente, es uno de los pilares de la novela. Algunos críticos han visto en Mallinson, hombre de acción, un símbolo de la actitud imperialista británica; y en Conway, una personificación de los valores propios de la cultura oriental. Y es llamativo que, al final de la novela, Mallinson consiga convencer a Conway para escapar juntos del paraíso. Cierto que están enamorados ambos de la misma mujer, si bien al estarlo cada uno a su manera –Mallinson es quien la ha conseguido, Conway sólo la adora lejana y vagamente- no hay entre ellos verdadera rivalidad. Lástima que tan fraternal decisión, no traiga precisamente buenas consecuencias para la mujer amada…, y dejémoslo ahí, por si a algún lector de este artículo le pica la curiosidad y se decide a leer el libro.
Otros dos personajes eminentemente contrapuestos son la misionera Roberta Brinklow y el Gran Lama del monasterio. Miss Brinklow encarna el punto de vista occidental –y, añadiría yo, anglosajón- acerca del papel de la religión, y del carácter eminentemente práctico de la vida; punto de vista que, con la mayor inocencia, ella está decidida a imponer a diestro y siniestro, por considerarlo el único correcto y razonable. Estudia la lengua tibetana, pero es incapaz de comprender las sutilezas y repliegues de la mentalidad oriental; en el desasimiento y la introspección que son propios de tal cultura, sólo ve pereza, y sus observaciones terminan por provocar en el Gran Lama –el anciano que en otro siglo fue el sacerdote católico Charles Perrault- una respuesta erizada de ironía:
“Es significativo que ustedes, los ingleses, consideren la pereza como un vicio. Nosotros la preferimos a la tensión. ¿No cree que hay demasiada actividad, demasiada tensión en el mundo en el presente, y que sería mucho mejor que todos fuesen perezosos?”
El monasterio de Shangri-La no es, sin embargo, una congregación budista al uso, sino un lugar donde se combinan las enseñanzas del cristianismo y del budismo, dando prioridad en todo momento al estudio y al conocimiento. Y existe, además, en este valle una virtud extraordinaria, debida en parte a la climatología, y en parte a cierta droga que el Gran Lama ha conseguido desarrollar: la vida humana se prolonga mucho más allá de los límites usuales; puede llegar a durar doscientos, trescientos años, y en plenitud de facultades, siempre y cuando el sujeto en cuestión permanezca en el valle. Así trata de convencer el Gran Lama a Conway para que acceda a quedarse allí para siempre, con el propósito, aún no revelado, de convertirlo en su sucesor:
“El primer cuarto de siglo de su existencia lo ha vivido, indudablemente, bajo la nube de ser demasiado joven para ciertas cosas; mientras que el último lustro lo vivirá más ensombrecido aún por la espesa nube de considerarse demasiado viejo; y entre esas dos nubes, ¡qué menguados y escasos son los rayos de sol que iluminan una vida humana! Pero usted, hijo mío, está predestinado a ser un afortunado, puesto que en Shangri-La sus años luminosos apenas han empezado (…) Tendrá bajo su dominio al tiempo, ese don raro y costoso que vuestros países occidentales han perdido más cuanto más lo han perseguido. Piénselo un momento… Tendrá tiempo para leer… No tendrá jamás que pasar páginas por alto para ahorrarse minutos, o abandonar un estudio porque le resulte laborioso en exceso…”
Suena tentador, ¿no es así? Pero también el discurso del Gran Lama tiene un componente estremecedor. Por una parte, deja claro que todos los que, habiendo sido iniciados en los secretos del valle, lo han abandonado, han perdido la vida. Y por otra, revela a Conway que su verdadero propósito al fundar y mantener Shangri-La ha sido el de construir un refugio: un lugar donde el saber, el arte y la belleza puedan permanecer a salvo de la gran catástrofe que se avecina. “Veo un tiempo en el que el hombre, exultante en la técnica del homicidio, montará en cólera de tal modo contra el mundo, que todas las cosas preciosas estarán en peligro, cada libro y pintura, todos los tesoros acumulados durante dos milenios…” Frecuentemente se ha señalado el paralelismo de esta visión con la que Isaac Asimov toma como punto de partida en su saga de La Fundación. Pero en realidad, esas y otras palabras del Gran Lama –pensemos que la novela fue escrita en 1933- tienen bastante de profético.
“Horizontes perdidos”, además de hacerse enormemente popular en el mundo entero, conoció dos versiones cinematográficas, de las cuales la más famosa es la primera, del año 1937, dirigida por Frank Capra, con Ronald Colman en el papel de Conway. Una población de la frontera chino-tibetana, llamada Zhongdian, fue rebautizada oficialmente como Shangri-La, en honor a la novela. Incluso el presidente Roosevelt llamó Shangri-La a la residencia que luego pasaría a llamarse Camp David.
Y en nuestros días, el sueño de la casi eterna juventud y la comunidad perfecta sigue despertando el interés del público. Buena prueba de ello es que en el año 1996 vio la luz una curiosa secuela de la novela de Hilton, escrita al alimón por los estadounidenses Eleanor Cooney y Daniel Altieri. Bajo el título “Retorno a Shangri-La” y por medio de un nutrido número de páginas, responde cumplidamente a la pregunta que todos los lectores nos hicimos al finalizar la novela original: ¿encontraría Hugh Conway el camino de regreso?
BIBLIOGRAFÍA
COONEY, ELEANOR y ALTIERI, DANIEL: “Shangri-La: Return to the world of Lost Horizon”, William Morrison Editions, mayo 1996.
HILTON, JAMES: “Lost horizon”, Harper & Collins Publishers, Nueva York, abril 2012.
SORKHABI, RASOUL: “James Hilton and Shangri-La”, Himalayan Journal, 2008 http://www.himalayanclub.org/journal/james-hilton-and-shangri-la/
WOODHEAD, MICHAEL: “In the footsteps of Joseph Rock” http://www.josephrock.net/
Muy interesante el artículo Sue!!
ResponderEliminarLa verdad es que dan ganas de leerse la novela, -que no conocía-, y cuyas buenas referencias ya tengo.
Gracias.
Saludos!
Muchas gracias. Yo la había leído hace muchos años, y ahora la relectura ha sido un placer. Creo que no ha envejecido mal: tiene un regusto añejo, desde luego, pero eso aumenta su encanto.
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