Debemos reconocer, aunque nos duela -y nos duele-, que los
habitantes al sur de Canadá y al norte de Méjico, esas criaturas
tan denostadas, culpables de Disneylandia, de la quinta parte de
“Rocky” y de que Europa no sea hoy un campo nazi o una granja
soviética, tienen también algunas cosas positivas. Por ejemplo, no
ha sido tonta su contribución al provechoso consejo de los antiguos
romanos, aquél que hablaba de una mente sana y de un cuerpo sano.
Atestígüenlo así el baloncesto, el balonmano y el póker,
bellísimos y salutíferos deportes. Sin embargo, en este apartado,
quizás sea el béisbol, “la única experiencia intelectual del
pueblo norteamericano” en palabras de John Updike, el
invento que más interesaría al viejo Juvenal. Es verdad que
en el estudio de sus intrincadas reglas se pierden muchos valientes,
como antaño se perdían héroes en el laberinto. Pero aun desde la
ignorancia se puede percibir la naturaleza íntima de un juego que
parece servir menos a la construcción de unos músculos ágiles y
fuertes que a ofrecer una metáfora mágica de la vida. Sobre un
diamante y bajo el influjo de una esfera blanca, vemos moverse seres
en todas direcciones; mientras el lanzador se lamenta de la última
ocasión que se le escapó por unos centímetros de más o menos
suerte o de más o menos pulso, el bateador recorre las bases
llevando en las zapatillas las reflexiones del Bruto de Shakespeare
pasadas al lenguaje de ese otro bruto que se llamó “Babe”
Ruth: Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede
llevarles a la mayor fortuna… Conviene aprovechar la bola mientras
vuela o conformarse a ver nuestra carrera fracasada.
Cualquier
otro día (The given day, 2008), la octava novela del
escritor estadounidense Dennis Lehane (1965), no es una novela
sobre béisbol. A pesar de que se inicie con un partido de béisbol;
a pesar de que uno de sus personajes, situado en el extrarradio del
argumento pero fundamental en la estructura de la obra y en su
sentido global, sea quizás la mayor leyenda que ha dado ese deporte.
“Cualquier otro día” es una novela sobre la Vida
dispuesta en el campo de béisbol de la Historia. O sobre las Vidas,
porque no hay dos vidas iguales. El lector que se decida a abrir el
libro y a formar los cuatro lados del cuadrángulo se verá
transportado a una lejana mañana de la primavera de 1918, a una aún
más remota explanada de Ohio. Un grupo de blancos y un grupo de
negros improvisan un partido. Ese enfrentamiento entre profesionales
y aficionados, entre legisladores y legislados, entre juzgadores y
sojuzgados, entre poderosos y débiles, entre opresores y oprimidos,
donde la alegría, el orgullo, la pasión, la vergüenza y el honor
también tenían una cita concertada, va a extenderse y complicarse
durante 700 páginas más. Cambiarán los equipos y cambiarán los
tiempos, se sustituirán las tierras de Ohio por las peligrosas
calles de Boston y crecerán y se ramificarán los conflictos, pero,
en esencia, ese combate por la justicia, por la propia conciencia y
por la dignidad, esa necesidad humana de elevarse por encima de la
miseria y de lo miserable, esa obligación individual irrenunciable
de buscar una respuesta al imperativo capital de toda existencia
(“quién soy, cuál es mi sitio y qué debo hacer yo en este
mundo”) estarán siempre presentes e impregnarán el periplo de, al
menos, los dos protagonistas principales.
El
calificativo de épica conviene a la novela de Lehane. Aunque
eso suponga meterla en el mismo saco de Guerra y paz, el
título que por excelencia lleva ese subtítulo, y exponerla, por
tanto, a comparaciones. Comparaciones difíciles, siquiera porque
Tolstoi comienza poniendo una guerra por delante mientras
Lehane lo hace por detrás, porque Boston nunca fue ni será
San Petersburgo y porque la campaña que narra el ruso fue mucho
menos mortífera que los meses siguientes a la Primera Guerra Mundial
que nos describe el americano, cuando los dioses creyeron que no
había caído aún bastante sufrimiento sobre la Tierra y enviaron la
llamada (la mal llamada) “gripe española” a completar la faena.
Setenta millones de muertos más. En la ciudad de Boston, uno de cada
diez habitantes contagiado. De cada diez contagiados, sólo tres para
contarlo. Escenas de la peste negra. Casas aisladas, marcas en las
puertas, cadáveres abandonados, sigilosas carretas funerarias. Asco
a vómitos. Hedor a queroseno. Mascarillas a todo pasto. Peligro de
muerte en un beso dado sin el profiláctico del pañuelo.
Pero,
puesto que nos hemos atrevido a sacar a plaza la referencia,
defendámosla diciendo que algo de Tolstoi sí aletea por
aquí, auque paradójicamente sea del Tolstoi menos épico,
del Tolstoi de Ana Karenina. Porque Cualquier otro
día tiende a lo íntimo y en el hogar de los Coughlin, como en
el de los Oblonski o los Karenin, puede también romperse en
cualquier momento la armonía. Lehane nos habla de las
relaciones nunca sencillas entre esposos, entre padres e hijos y
entre hermanos, y en la urdimbre del tejido que conforman Thomas, el
padre, Ellen, la madre, Danny, Connor y Joe, los hijos, y Nora,
híbrido de hija, hermana y criada que no termina de ser ninguna de
esas tres cosas, cada uno de los hilos ha de elegir su propia manera
de hacerse feliz o desgraciado. Y, en consecuencia, de hacer felices
o desgraciados al resto. Esa es la primera cuestión: la unión y el
desgarramiento. ¿Hasta dónde debe llegar la responsabilidad de un
hombre hacia los suyos? ¿Y quiénes son realmente los suyos? ¿Hasta
qué punto puede exigir la conciencia una traición? ¿Y cuándo el
sacrificio pasa a convertirse en algo sórdido? ¿Y qué sucede
cuando entran en conflicto lo que han fundado la sangre y el amor con
lo que fundan el amor y la sangre?
“Tu
primera familia es tu familia de sangre, y siempre le eres leal. Eso
significa algo. Pero hay otra familia, y ésa es la que encuentras
fuera. A veces incluso por azar. Y es tan de tu sangre como tu
primera familia. Quizás incluso más, ya que ellos no tienen la
obligación de cuidar de ti ni de quererte. Lo hacen porque quieren.”
Danny
Coughlin podría recordar, de algún modo, al Levin de Ana
Karenina. Personajes ambos con un alto sentido de lo moral,
deseosos de dar una respuesta moral al sentido de sus vidas. El
zozobrante y teorizante Levin decidió que lo que diera significado a
la suya fuera el Bien y que por esa pauta se rigieran sus actos. El
más práctico Danny entiende que su respuesta personal a las
injusticias y desigualdades del mundo no puede ser ni un “sálvese
quien pueda” ni un “miremos a otro lado”. La búsqueda de la
felicidad personal, de la felicidad exigente, no la contentadiza, no
es una meta fácil que pueda alcanzar un hombre sin atravesar antes
horas de angustia, soledad y dolor. Y hay que estar dispuesto a ir a
la guerra para poder estar en paz con uno mismo. Meterse hasta el
fondo en el cenagal de lo humano para sentir el alma limpia.
Difíciles
tiempos para ser honrado y querer ser feliz. Difíciles tiempos para
Danny, hijo de policía, ahijado de policía, policía él mismo…
En una ciudad donde llevar ese uniforme supone algo más, pero poco
más, que ser la escoria que recoges. Trabajas quince días seguidos
con turnos de 72 horas, tratas con gente de la peor calaña, caminas
por las comisarías apartando a puntapiés las ratas que te salen al
paso y si quieres arma y balas te las pagas de tu sueldo… Tu
sueldo, que es la mitad de lo que cobra un conductor de tranvía. La
seguridad pública representa un ideal admirable, sin duda, pero que
tus hijos puedan llevarse comida a la boca también importa algo...
Aún así, ándate con ojo, Danny. En un país que ya no es la
inocente América, en el que el “miedo rojo” se extiende (en
marcha la Revolución rusa), en el que elementos subversivos actúan,
en el que las mafias nacen y se reproducen, en el que el sindicalismo
aprieta… ten cuidado. Cuidado con lo que te tomarán o querrán
tomarte si desafinas demasiado tu voz.
Lehane
dispone hábilmente en la Historia hecha cuadrángulo las entradas y
carreras de los jugadores que participan en ese explosivo partido que
empieza a disputarse en Estados Unidos, en general, y en Boston, en
particular, al final de los años diez: huelguistas, sindicalistas,
esquiroles, marginados, comisionados, terroristas, policías,
políticos, gángsters… Y ciudadanos. Todos podemos ser mejores o
peores de lo que imaginamos, viene a decir alguien. Y así ocurre
aquí; en esta novela tendrán cabida lo mejor y lo peor. A fin de
cuentas, asistimos a un partido digno de las Grandes Ligas y sólo se
descubre la verdadera pasta de la que está hecho un jugador de
béisbol en los momentos clave como sólo se termina de conocer a un
hombre cuando se le pone verdaderamente a prueba. ¡Y qué pruebas
decisivas, y qué escenas dantescas o, dicho a lo moderno, de
película de zombies, se apresta a vivir la ciudad de Boston!
En
este campo de juego, en este momento de la Historia ¿qué posición
le corresponde ocupar a Luther Laurence, ese negro fugitivo de cara
devastada, esa especie de Odiseo negro, posiblemente el personaje más
memorable de la novela? En principio, diríamos que el sitio para un
paria como él está en la grada. Pero no. Luther también deberá
implicarse y afrontar su partido. Y si advertimos en Danny las
cualidades de un pitcher (un lanzador), a Luther no le queda
otra que la de ser un corredor que necesita hacer dos bases donde
otros sólo harían una. En todo caso, no deben engañarnos las
piernas de Luther, siempre en movimiento. Lo realmente importante
será su viaje interior, ese discurrir por la vertiginosa distancia
que separa al niño del hombre.
El
nombre de James Ellroy, y el recuerdo de su América,
acude inevitablemente en esta lectura por motivos varios; más aún
cuando se sabe que Lehane ha anunciado su proyecto de retomar
el camino y adentrarse en los años veinte. Será esa otra historia,
pero de cualquier modo, con lo ya avanzado, con lo hecho en esta
formidable, emocionante y ambiciosa novela de aprendizaje, de
conocimiento, de amor y de Historia, el autor bostoniano se asegura
una expectación tan alta como el listón que se ha puesto.
De
obra tan vasta y tan rica, muchas cosas se nos han de quedar
forzosamente en el tintero. Pero puesto que este artículo ha elegido
centrarse en los protagonistas masculinos –en detrimento de la
magnífica, dura y recia galería de personajes femeninos y otra no
menos amplia y plausible de secundarios-, no quisiéramos cerrarlo
sin darle el hueco que se merece al último de ellos, al tercer
hombre, a George Herman “Babe” Ruth (1895-1948). Para que
no se tenga la impresión de que lo consideramos menos importante que
sus compañeros, si para éstos sacamos a danza a gigantes como
Tosltoi y Homero, con el amigo Babe no nos
quedaremos atrás. Aventuremos que esta criatura con alma de niño y
cuerpo de hipopótamo hubiera sido digna del ingenio de un Dumas y
que Porthos seguramente habría hecho buenas migas con él. Parece
ser que una vez dijo el señor Ruth: “No puedes vencer a
alguien que no se rinde”. Desconocemos si hablaba de béisbol o
de la vida. Tampoco nos devanemos los sesos indagando. Por lo que a
nosotros respecta, con esa frase perfectamente podría haberse
referido al corazón de esta novela.
Excelente artículo, Raoul, me ha encantado.
ResponderEliminarEste libro lo he ojeado muchas veces pero la sinopsis no me atraía nada. Sin embargo con tu reseña lo has conseguido.
ResponderEliminarGran novela de Dennis Lehane.
ResponderEliminarGracias por tan magnífico artículo, Raoul, me ha hecho revivir las buenas sensaciones que tuve al leer esta novela.
Un abrazo.
Desde luego si no hubiera leído ya "Cualquier otro día" tu artículo hubiera hecho que corriera a agenciarme un ejemplar. Pero como lo he leído ya, y me encantó, has hecho que recuerde con enorme cariño a esos personajes.
ResponderEliminarAshling, imation, Eyre, Lifen... De alguna manera creo que os lo he dicho a la mayoría de vosotras, pero lo que uno escribe con cariño no alcanza a realizarse hasta que es leído con atención. Muchas gracias a las cuatro por vuestra lectura y por vuestras palabras, que además de atentas han sido cariñosas.De corazón.
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