A los cincuenta y ocho años de edad, poco antes de recibir el Premio Nobel de Literatura y recién recuperado de un ictus, John Steinbeck (Salinas, California, 1902 – Nueva York, 1968) se impuso todo un desafío: recorrer los Estados Unidos al volante de una autocaravana, con la única compañía de su viejo caniche “Charley.” Acompañando a esta pareja, contemplamos cómo el país más poderoso del mundo es sacudido por los cambios políticos y sociales propios del momento, y a la vez participamos de las reflexiones del autor, preñadas de enseñanzas sobre la vida, la naturaleza y el ser humano.
“He visto una mirada especial en los ojos de los perros, una mirada fugaz de desprecio asombrado, y estoy convencido de que los perros piensan que los humanos están locos.”
John Steinbeck, “Viajes con Charley”
También Elaine Steinbeck albergaría serias dudas sobre la salud mental de su marido cuando éste le expusiera por primera vez su proyecto para el otoño de 1960: rodar por carreteras secundarias durante tres meses, sin más compañía que la de un caniche achacoso, sin ver otra cosa que pueblos de mala muerte y parajes solitarios, sin hablar con un alma viviente durante días enteros. Y todo, ¿para qué? ¿Simplemente para sacudirse el “virus del desasosiego”, el prurito del viajero, que había vuelto a apoderarse de él una vez más? ¿O porque, como escritor estadounidense, que se ganaba la vida escribiendo sobre los Estados Unidos, sentía que estaba estafando a sus lectores por llevar veinticinco años instalado en un cómodo triángulo entre Nueva York, Chicago y San Francisco? Steinbeck nos cuenta cómo amigos y familiares intentaron convencerle para que desistiera de su idea, y en cambio se dedicara a hacer una vida más sana y a cuidar de su salud. Sólo Elaine, pensara lo que pensara, se mantuvo al margen de ese coro de sirenas bienintencionadas; en ningún momento pretendió hundir a su marido entre algodones, ni obligarle a renunciar a su forma de vida en aras de un pequeño aumento en la duración de ésta. Ella sabía que, para John Steinbeck, la vida no tenía valor alguno si no se vivía en plenitud. Por eso, aplaudió su idea, se reunió con él en dos ocasiones en el curso de su viaje, y posteriormente le ayudó a elegir el título de este libro, recordándole una obra de Stevenson que ambos apreciaban, Viajes en burro por las Cevennes. Steinbeck reconoce el mérito de Elaine con palabras cariñosas, dentro de su estilo habitual: “Soy muy afortunado por tener una mujer a la que le gusta ser una mujer, lo que significa que le gustan los hombres, no los bebés ancianos.”
Antes de adentrarse en el relato del viaje, el autor dedica un número considerable de páginas a describir a quien va a ser su cabalgadura: “Rocinante”, la autocaravana que le fabrican especialmente para la ocasión. Steinbeck no quiere una caravana enganchada a un vehículo a modo de remolque; quiere lo que él llama una “casa móvil”, algo que le garantice una mínima intimidad para sí y su compañero, coche y casa en un solo cuerpo. El resultado es, para nuestros ojos actuales, un poco chocante: algo así como una furgoneta con una casa prefabricada encaramada a sus espaldas, que se conserva en la casa-museo del autor en Salinas, California. Algunos detalles de la vida en el interior de este artefacto van a quedar para siempre en la memoria del lector, como el extraordinario sistema que Steinbeck inventa para lavar su ropa durante el viaje y que hoy calificaríamos de ecológico; o la historia del reventón de una rueda en un domingo lluvioso en Oregón, que solucionará un buen samaritano con pinta de ogro y corazón de ángel.
Antes de adentrarse en el relato del viaje, el autor dedica un número considerable de páginas a describir a quien va a ser su cabalgadura: “Rocinante”, la autocaravana que le fabrican especialmente para la ocasión. Steinbeck no quiere una caravana enganchada a un vehículo a modo de remolque; quiere lo que él llama una “casa móvil”, algo que le garantice una mínima intimidad para sí y su compañero, coche y casa en un solo cuerpo. El resultado es, para nuestros ojos actuales, un poco chocante: algo así como una furgoneta con una casa prefabricada encaramada a sus espaldas, que se conserva en la casa-museo del autor en Salinas, California. Algunos detalles de la vida en el interior de este artefacto van a quedar para siempre en la memoria del lector, como el extraordinario sistema que Steinbeck inventa para lavar su ropa durante el viaje y que hoy calificaríamos de ecológico; o la historia del reventón de una rueda en un domingo lluvioso en Oregón, que solucionará un buen samaritano con pinta de ogro y corazón de ángel.
Poco antes de la partida, el huracán “Donna” azota las costas de Long Island, donde Steinbeck tiene su hogar. Son realmente apasionados los párrafos en los que el autor narra cómo, en medio del huracán, sale de su casa, llega hasta el embarcadero y lucha completamente solo contra las aguas embravecidas y el furor del viento, hasta que consigue salvar su barco, el Fayre Eleyne, anclándolo en lugar seguro. Algunos estudiosos, como la profesora Janet West, han visto en este episodio un recurso narrativo: una forma de introducir expectativas dramáticas en la preparación del viaje, haciendo al lector preguntarse si “Rocinante” será destruido por el huracán, o si el mismo Steinbeck llegará a cambiar de idea y a modificar en algo sus planes iniciales. Mi opinión como lectora es muy distinta. El gran John Steinbeck, el autor de la hermosa prosa áspera, capaz de conmovernos hasta la última fibra, no necesita elementos de melodrama. Más bien, entiendo que emplea esta ocasión para presentarse ante sus lectores como un hombre físicamente fuerte, y no como el casi anciano de frágil salud en que su familia y amistades han tratado de convertirlo. Quiere viajar solo con Charley, quiere beber whisky a la luz de la luna, y hablar con desconocidos, y arreglárselas por su cuenta, y nadie se lo va a impedir. Aunque a veces se le pase por la cabeza que, al fin y al cabo, se está mucho mejor en casa que rodando por los caminos.
Y cómo no, Steinbeck nos presenta a su compañero de viaje, Charley, o Charles le Chien: “un caniche francés viejo y caballeroso”, de color azulado “cuando está limpio”, al que “no hay cosa que le guste más que ir de un sitio para otro”. El autor sabe que la presencia del perro es un buen elemento para romper el hielo con desconocidos, y confía en que a lo largo de su aventura le siga proporcionando, además de compañía, oportunidades para trabar conversación. Pero el Charley que los lectores vamos a conocer en estas páginas es más que un perro. Steinbeck, alrededor de él, construye un personaje literario de acusada personalidad, que será un hábil contrapunto para la narración en primera persona, consiguiendo así que el libro ofrezca algo más que un interminable discursear del autor. Charley es todo un carácter y, sin traicionar su naturaleza canina, hay momentos en los que casi se humaniza, como en la original celebración de su cumpleaños, o cuando dialoga con su amo en un cruce de pensamientos en el que ambos leen en la mirada del otro. Quien tenga o haya tenido un perro en su vida, sabrá que esto sucede. Aunque no es fácil de contar. Steinbeck nos transmite momentos así de una forma magistral, entreverando fantasía y realidad, y llevando al lector a su terreno tan hábilmente, que éste acepta a Charley tal y como se le presenta, y tanto se familiariza con él, que le parece sentir el tacto de sus rizos de caniche y oír su mítico “fftt”..., la llamada del único perro del mundo que sabe pronunciar la letra “f”.
Pues bien, cuando, tras largos preparativos, Steinbeck y Charley comienzan sus erráticas idas y venidas a lomos de “Rocinante” por todo lo largo y ancho de los Estados Unidos, se despliega ante el lector un relato de viajes extremadamente original, tanto que casi se sale de los cánones del género. No idealiza ni paisajes ni personas. Hace un libro de viajes a su manera: descarnadamente sincero, reflexivo, aunque no exento de humor ni de comprensión. Él ha salido a buscar “el corazón del país” y no se recata en mostrar lo que ha encontrado. Habla de los residuos y de la basura que se acumulan en los extrarradios de las grandes ciudades, en una época en la que el concepto de reciclaje aún no se ha abierto camino. De gentes que en su mayoría son decididamente antipáticas, recelosas, desconfiadas, cuando no malintencionadas como los vecinos de Maine, que disfrutan dando indicaciones equivocadas a los forasteros para extraviarlos adrede. De la decepción que le supone llegar a la Gran Divisoria, en las Montañas Rocosas, y encontrarse con que no es tal, sino que el paisaje va cambiando gradualmente, sin accidentes geográficos violentos. O de sus tropiezos con la burocracia, absurda y desesperante como en cualquier otro lugar del mundo. Así expone nuestro autor muchas de sus vivencias, aunque no deja de usar un tono amable, casi siempre teñido de humor. Si hay gente que no es capaz de disfrutar la belleza del campo en una noche estrellada, que no ve más allá de la asepsia del plástico y la -para ellos- tranquilizadora uniformidad de los moteles, peor para ellos: ni Steinbeck ni Charley son de esa opinión.
Pero también hay una botella de coñac francés abierta en una hermosa noche de otoño y compartida con una familia de temporeros, que han venido a Maine desde Canadá para la recogida de la patata: su presencia no puede menos que evocar en el lector el recuerdo de los protagonistas de Las uvas de la ira, aunque el autor, evitando mostrarse autocomplaciente, no haga ninguna alusión a ello. Hay un buen veterinario, competente como profesional y de cálido trato como persona, que, en contraste con otro inepto colega que antes interviene, sabe aliviar a Charley de su dolencia y a Steinbeck de su preocupación. Hay un joven que sueña con huir del campo y ser peluquero en la ciudad, aunque su padre se ría de sus ambiciones. Y, al fondo, la naturaleza, salvaje y hermosa, allí donde aún no ha sido expoliada por el hombre: los paisajes de Montana, de los que Steinbeck se confiesa enamorado; la mística arrogancia de las sequoyas gigantes de California; la aventura de los dos coyotes a los que nuestro autor perdona la vida en el desierto de Mojave, cuando ya los tiene en el punto de mira de su rifle de caza... O la visita a su ciudad natal, Salinas, narrada con palabras en las que tantos podemos reconocernos: “Mi ciudad natal había cambiado y yo, al haberme ido, no había cambiado con ella. En mi recuerdo se alzaba como antaño y su apariencia exterior me desconcertaba y me enfurecía.”
Entre todas las anécdotas narradas, yo elegiría dos como mis preferidas. La primera es el encuentro con un actor ambulante en Minnesota, cerca de Maple, junto al río Alice: el lector llega a lamentar que se le hayan dedicado pocas páginas a este heredero de los cómicos de la legua, porque se siente tan encantado con su compañía, y tan intrigado acerca de su historia, como el propio Steinbeck confiesa estarlo; pero nada puede hacerse, porque el actor, fiel a sus principios, decide dejar a su público haciéndose preguntas, y abandonar el escenario, “limpia y decididamente”. Y en segundo lugar, la estancia del autor en el hotel Ambassador East de Chicago, cuando, esperando la llegada de su mujer, y ante la falta de habitaciones disponibles, le asignan una que aún conserva todas las huellas del anterior ocupante, para que al menos pueda descansar mientras preparan la suya. Hay que llamarse John Steinbeck para crear, aprovechando esta ocasión, la melancólica sombra de Harry el Solitario, y saber insuflarle tanta vida con sólo cuatro trazos. Me ha evocado al Willy Loman de Arthur Miller, pero aún con sus sueños intactos, en su mediana edad, antes de que le hayan robado el futuro. Pobre Harry. Nadie que haya leído esas páginas podrá olvidarle, aunque sólo hayamos visto su sombra.
Steinbeck lleva un plan de viaje más o menos trazado, pero no teme apartarse de él cuando el impulso o las circunstancias lo determinan así. Desde un principio, su idea fundamental ha sido la de vagabundear, o, como él dice en su peculiar castellano, “vacilar”: recorrer millas sin un rumbo demasiado fijo. Precisamente eso es lo que tantos de sus interlocutores a lo largo de la ruta le envidian: ¡quién pudiera ser libre como él, andar de acá para allá, ver cosas nuevas! Y vaya si el autor es un vagabundo en toda regla, hasta el punto de perderse en muchísimas ocasiones; la última, ya al regreso, en pleno tráfico nocturno de Nueva York, cuando sólo gracias a la ayuda de “un poli a la antigua, de cara colorada y agradable y unos ojos azules glaciales” encontrará el camino de su casa. Es la última de sus aventuras en este viaje, y gracias a ella cerramos el libro con una sonrisa.
Porque no todo en este relato es naturaleza, lirismo y tipos curiosos. También nos habla del miedo que hay en el corazón de las gentes: miedo al futuro, incertidumbre sobre lo que traerá la década recién inaugurada, en la que sólo se oye hablar de misiles soviéticos y guerra fría. Y nos retrata el mal en estado puro: el racismo en los estados del Sur, que, a pesar del lento pero imparable avance de las leyes de integración, no desperdicia ninguna oportunidad para erguir, como una víbora, su furiosa cabeza. El autor lo experimentará durante su breve visita a Nueva Orleáns, de donde sale asqueado, "enfermo de náuseas tediosas e impotentes", según sus propias palabras. Había llegado hasta allí impulsado por la curiosidad, deseando ver por sí mismo algo muy aireado por la prensa de la época: las protestas diarias de un grupo de mujeres, a las que apodaban “las animadoras” (the cheerleaders), contra la asistencia de una niña negra a una escuela que, hasta entonces, había estado reservada a los blancos. Pero el espectáculo resultó ser mucho más terrible de lo que él había imaginado. Nunca, en ningún lugar, había sido testigo de nada parecido: un torrente de odio, vertido por un número ingente de gargantas, precipitándose sobre una niña pequeña. Abrumado, horrorizado, se apresuró a salir de la ciudad que alentaba tal barbarie. La narración de esta experiencia, aunque trata de mantenerse en un tono contenido, es impresionante por su cercanía. Y el lector siente ganas de aplaudir con toda su alma cuando, unos kilómetros más allá, Steinbeck pone de patitas en la calle a un autostopista que ha alabado a las “animadoras” porque, según él, "cumplen con un deber". Bendita sea la marea de la Historia, que poco a poco va barriendo estas actitudes hasta el abismo del olvido. Y benditos también los valientes que, en tiempos difíciles, saben colocarse en el lugar correcto.
Como lectora, tengo que decir que terminar este libro fue como despedirme de dos amigos, con los que hubiera pasado unos enriquecedores días de vacaciones, compartiendo buenos y malos momentos. Es especial el cariño que se llega a sentir por tan magnífica pareja: de un lado, un hombre de una pieza, la integridad personificada, el creador de tantas historias inolvidables, en la cumbre de su madurez literaria y vital; y junto a él, Charley, el carismático caniche, un diplomático nato que, inexplicablemente, también es capaz de lanzarse a ladrido limpio contra los osos en Yellowstone. De los dos he aprendido grandes lecciones de dignidad, valentía y coherencia personal... y perruna.
BIBLIOGRAFÍA
Steinbeck, John: “Viajes con Charley. En busca de América”. Altaïr, 2002. Traducción de José Manuel Flórez.
West, Janet: “Book Discussion Guide: Travels with Charley by John Steinbeck”. NoveList/EBSCO Publishing, 2005.
Magnífico artículo.
ResponderEliminarNo conocía el libro pero por tu culpa tendré que buscarlo y leerlo, y por supuesto, darte las gracias por haber despertado mi curiosidad.
Una vez más tengo que maldecir el poco tiempo que tengo para leer. Una vez más Sue me hace desear leer algo que ignoro si podré leer. En cualquier caso y por lo extenso de su artículo ya tengo prácticamente leído el libro. La storm. Recomendabilísima para perezosos visuales :-)
ResponderEliminarLinda reseña, Sue.
ResponderEliminarNo conocía este libro pero tomo nota de inmediato.
Saludos.
Has hecho que me entrén unas ganas horrorosas de leer este libro. Lo voy a buscar e intentar leerlo en vacaciones
ResponderEliminarMuchas gracias a todos. Me alegro de que os haya animado a la lectura, y espero que la disfrutéis.
ResponderEliminarPor favor, Sue... ¡Me muero por leer esta obra! Me ha encantado tu artículo! ^_^ ¿Qué sería de nuestra vida sin Steinbeck!?
ResponderEliminarBesos!
Yo sí que he leido el libro de John Steinbeck (uno de mis escritores favoritos)y por eso me ha gustado tanto tu artículo. No creo que se pueda comentar mejor el viaje que realiza con su perro a quien acabé queriendo como a una de mis mascotas.
ResponderEliminarMaluy
Muchas gracias, maluy. O, como diría Charley: "¡fffftttt!"
ResponderEliminarUnlibro muy ameno,bien escrito, PERO UNO DE LOS FRAUDES MÁS FLAGRANTES DE LA MODERNA LITERATURA:
ResponderEliminarhttp://www.nytimes.com/2011/04/04/books/steinbecks-travels-with-charley-gets-a-fact-checking.html?pagewanted=all&_r=0
Según su mujer Eilen y su propio hijo Tom, Steinbeck no viajó a casi ninguno de los lugares que escribió y no durmió bajo las estrellas más de tres o cuatro días. Escribió el libro como si fuera una de sus novelas inventando los diálogos. Incluso alguno de los personajes, muy conocido, preguntados después por su encuentro con el Premio Nobel dijeron que ni había pasado por allí. Tampoco estuvo con el actor sakhesperiano con el que mantiene una larga conversación,íntegramente inventada, ni de esos tres meses que duró su viaje estuvo sólo con Charley. Su mujer lo acompañó la mauor parte del tiempo y cuando dice que estuvo en un determinado lugar resulta que estaba a 430 Km de él durmiendo en un lujoso hotel. Todos esos datos se pueden encontrar con sólo leer los manuscritos originales de sus Travels with Charley donde se detallan todos estos hechos.
Su hijo dice que incluso los diálogos rechinan porque suenan a
algo deja vu. En fin yo lo he leido varias veces, me divierte pero siempre resulta muy extraño que no hable con más detalle de los lugares que visita o de las personas con las que comparte café. Tom, su hijo dice que lo escribia con guias de viajes, incluso el propio Steimbeck señala que los pueblos que menciona están sacado de varias guías que lleva pero ni ha pasado por la mayoría de ellos. Hay que leerlo pero también hay que saber la verdad.
WOTAN
Gracias por comentar y por la información. Aunque el señor Steinbeck se tomara algunas licencias poéticas, el libro sigue siendo una maravilla.
EliminarSi contar fábulas es "Tomarse alguna licencia", entonces la antropofagia es gastronomía. Para eso es mejor que leas a Karl May, Conrad, Salgari, porque, y sin quitarle un ápice de la categoría de gran escritor que es, Steinbeck era ante todo un gran novelista, y engañar al lector con un relato que en principio debería ser el diario de un viaje con su perro a través de EE.UU. cuando en realidad no salió de los límites del condado donde residía, y además y como él mismo escribió, lo acompañó su mujer, eso es cuanto menos un fraude al lector. Si te tomas la molestia de leer los diarios del escritor en inglés y las críticas a estos supuestos viajes, te encontrará muchas sorpresas que él mismo confesó despues y qye su hijo Tom certificó. Otro ejemplo lo tenemos en su "Diario de un viaje a Rusia", en el que contó sólo aquello que le contaron y muy poco de lo que en realidad vió por temor. Capa que lo acompañaba lo dijo, el mismo Steimbeck también y la crítica especializada lo diseccionó. He aquí unas líneas sobre la verdad de las mentiras que César Antonio de Molina escribió en ABC del 16 /7/2012:
Eliminar"Si comparamos este libro con el de Berlin nos entra ira y vergüenza
Viaje fallido desde un principio. Steinbeck era un gran escritor, pero en absoluto un intelectual. Lo desconocía todo de Rusia y estas páginas abundan en su ignorancia. Se nota a las claras que no había leído nada de la literatura rusa (ni siquiera a los grandes), y sabía aún menos de arte o cine. Por otra parte, ¿cómo evitar la política? ¿Cómo se puede ir a un país donde han muerto más de veinte millones de personas en la guerra y otros tantos en los campos de concentración o gulags, y no enterarse ni hacer la más mínima referencia a ello? ¿Cómo se puede escribir un libro sobre la Unión Soviética sin decir casi ni una sola palabra realmente crítica sobre un asesino como Stalin?
Si comparamos este libro con el de Berlin nos entra ira y vergüenza. Capa y Steinbeck en los grandes hoteles fumando y emborrachándose las más de las veces, asistiendo a fiestas, bailes y peleas, gastándose entre ellos bromas que a un lector honorable le harán poca gracia.
Moscú, Kiev, Stalingrado; Rusia, Ucrania, Georgia: son las ciudades y las repúblicas que visitaron. ¿En realidad de qué se habla en este libro? De pocas cosas interesantes: de la reconstrucción de la posguerra; del orgullo por haber derrotado al fascismo; de las cosechas, de las obras escolares, de los trabajos en las empresas; de los prisioneros alemanes, de la burocracia imposible con la que se van topando. Y de los encuentros con los escritores serviles al régimen."
Por eso no debemos ser máspapistas que el pontífice ya que si negamos lo que él mismo dice o admitimos que cuenta mentiras y pagamos por leerlas, cuando lo que se vende es lo contrario, entonces estimada Sue entramos en el terreno de la hagiografía de nuestro escritor admirado y para eso lo mejor es leer a los padres de la iglesia.
Saludos cordiales
Wotan
Escritor amigo, que se disfruta.
ResponderEliminarHe leído una decena de sus obras, ninguna me defraudó.
Las que más me gustaron fueron : La fuerza bruta, Al este del Edén, La perla, Los descontentos, El pony colorado