Durante la historia reciente de la literatura, muchos han sido los autores que, con mayor o menor fortuna, han intentado crear personajes femeninos con voz propia. El principal escollo para dotar a estos personajes de la veracidad real de la que debieran disfrutar, ha sido siempre una condición imposible de cambiar para los escritores; que eran hombres.
Bajo la bandera de la clandestinidad fue como se editó por primera vez, en 1755, La doncella de Orleáns. Su autor, Voltaire, con la vanidad propia de su época, había realizado una pequeña obra bufa en verso sobre la que era considerada la imagen más patriótica de la que gozaba Francia; Juana de Arco. La broma giraba en torno a lo patético que, a ojos de su autor, resultaba que el símbolo de unión de su país residiera en la figura de una mujer. A pesar de que la renovadora mentalidad de Voltaire consideraba a la mujer partenaire, distinción de lo más equilibrada para la época, el concepto de una mujer enfundada en una armadura, con una enorme lanza y un yelmo brillante blandiendo una espada por la libertad de su patria, suponía un fresco, a su juicio, poco honorable. Juana de Arco se veía impresa en el papel a través de la voz de un hombre en una sociedad distinta a la que le vio nacer, cuyos requerimientos y circunstancias nada tenían que ver con los que vivía Voltaire en su época. Y por supuesto nada que ver con sus propias circunstancias, las de un filósofo cuya única intención escribiendo ese poema era mofarse de los enfervorizados patriotas que le tenían como diana de sus burlas. Juana de Arco fue para Voltaire, un medio y no un fin.
Así pues la intencionalidad de autor francés de acercarse a la figura de Juana de Arco, como mujer, fue la de un autor que habla de la mujer viendo a través de ella, y no viéndola en sí misma.
Si nos situamos en los parámetros que alejan a Voltaire de su Juana de arco, podríamos dar un salto temporal de unos cien años, cuando se vería publicada la que para muchos es la obra con la que comenzó la considerada novela moderna. Flaubert escribía Madame Bobary en medio de una polémica social sin parangón, con un inminente juicio al autor por el que se consideraba un ataque flagrante a la moralidad. La novela de Flaubert rompe con la literatura anterior dando el pistoletazo de salida para una nueva literatura, y lo hace no sólo por su maestría estilística, si no porque cuenta por primera vez la sexualidad bajo el prisma del punto de vista de una mujer.
El principal oxímoron de ello es que lo hace a pesar de que Flaubert fuera un hombre. Un hombre que ve a la mujer desde lo que él considera el punto de vista de una mujer, no lo hace como lo haría una mujer, si no como lo haría un hombre “fingiendo” ser una mujer, y como él actuaría de serlo. Eso dificulta cualquier acercamiento a la realidad veraz y aceptable de que Madame Bobary acabe resultando ser tan real como pretende el movimiento literario al que su escritor pertenece. Si resulta funcionar es por la mentalidad social de una época capaz de llevar a un juicio de moral a su autor. Estas acotaciones sociales ponían en equilibrio la actitud de la mujer con el hombre, y la del hombre con la mujer. Sólo gracias a esas directrices, Madame Bobary ilustra como nadie la historia de una mujer salvaje constreñida en su papel de partenaire mojigata. Flaubert sigue mirando a través de la mujer, esta vez no como Voltaire para intentar usarla como medio, si no para intentar verla desde el prisma de su época, pero sin llegar a verla del todo como mujer.
Saltemos cuarenta años hacia delante hasta el sempiterno Benito Pérez Galdós, que publica su Tristana en 1892. Tristana cuenta la historia de una muchacha huérfana que vive con un amigo de sus padres. Se enamora de un joven que dejará de verla cuando ésta pierda una pierna por una enfermedad, para acabar casándose con el amigo de sus padres, un hombre mayor que la trataría como un padre. La carga sexual de la obra es de gran peso, pero queda anquilosada a propósito por su autor. Hay pocas comparaciones tras Madame Bobary tan cercanas a la mujer a través de su entorno como esta.
Los pensamientos y las vicisitudes de Tristana, cuya voz es la de un autor masculino, se ayudan del tratamiento que se le da a las circunstancias del personaje para hacer posible el acercamiento. Así, la resignación de tomar por compañero al amigo de sus padres, don Lope, mayor que él, y el rechazo que provoca en Tristana es uno de estos factores. La pérdida de la pierna y la posterior huída del joven a quien ama, es otro. La única posibilidad de futuro que se abre con la boda con don Lope, es otro factor más.
Todos ellos ejercen de pilares por los que Galdós se agarra a la conciencia de Tristana para describirla y ponerle voz. Pero se ve, una vez más, incapaz de hacerlo de forma genuina y sin artificios.
La revolución sexual de la mujer hizo que fuera muy complicado para el escritor varón acercarse a la mentalidad femenina utilizando las armas de las que se habían ayudado Voltaire (el uso de la mujer para llegar a otro lugar), Flaubert (el uso de la sociedad y sus normas para acceder a la mujer ) y Galdós (el uso de lo que le ocurre a la mujer para llegar a ella). Otros muchos lo harían con mejor o peor fortuna, pero la liberación de ataduras las hizo inalcanzables para la literatura masculina, sólo quedando eclipsadas durante las grandes guerras, como eclipsada quedó toda la literatura que sonaba zafia y vacía si no hablaba del horror y pretendía huirlo. A partir de entonces, la dualidad masculino / femenino en la voz de la literatura ha tenido una floreciente gama de matices, siendo la más repetida y menos conseguida, la de la voz femenina escrita por el hombre. El complejo universo femenino queda acotado al hombre, que no puede más que imaginarlo desde un punto de vista masculino y cede a sus propias concesiones para intentarlo.
Por poner ejemplos contrarios, citaremos cambiando de registro el de Mary Renault, que pretende poner voz al legendario Alejandro Magno en El muchacho persa. La caracterización de este personaje y su acercamiento resulta más sencillo si, como hace Renault, enfatiza en la sexualidad pretendidamente masculina del personaje para dotarlo de vida, y se enrosca en su latente homosexualidad para introducirse en su interior.
El vínculo que aporta la sexualidad del personaje entre éste y su autor es el arma de doble filo por excelencia; o bien lo separa irremediablemente y lo vuelve incomprensible, o le ayuda a acercarse a él como por medio de ningún otro carácter podría hacerlo, como es el caso de Renault. Otro caso más, el de Alison Bechdel en su conocida novela gráfica Fun Home. En ella, la protagonista cuenta a modo autobiográfico la relación que mantiene con su padre. La manera que encuentra de comprender el complejo mundo interior del padre y acercarse al concepto que tiene de él como hombre, es precisamente incidiendo en el componente sexual, pero al contrario de Renault, despojándole de su revestimiento masculino e introduciéndose de lleno en es discernimiento de la homosexualidad del padre, que ejerce de vínculo total con su hija, también homosexual.
La archiconocida Lisbeth Salander es otro ejemplo claro. En este caso, Stieg Larsson, el autor de la trilogía Millennium, concibe un personaje a través de la enajenación de la sexualidad femenina. Lo crea pretendidamente incomprensible e incomprendida, lo bisexualiza psicológica e incluso físicamente (su cuerpo es pequeño y menudo, nada femenino) y lo alieniza enriqueciéndola con dones extremos y casi fantásticos, algunos de ellos históricamente masculinos (mente superdotada, pirata informática de primera categoría y boxeadora de gran potencia). Los excesos de la personalidad de Lisbeth giran en torno a su sexualidad, donde se intuye la única debilidad posible en este hierático personaje, y de donde surge el germen de sus iras, sus venganzas y las cuestiones que ella considera personales y que desarrollan la trama de la trilogía.
Hay algunos autores que no han tocado en su obra a la mujer, dotándola de voz propia en sus personajes, y que la han llevado a que aparezca como personaje totémico, como insinuación, sin hacerla partícipe directa pero sin olvidarla como componente narrativo, quitándole la voz propia pero dándosela a través de un personaje masculino.
Podríamos citar al escritor Philiph Roth, baluarte de la novela estadounidense actual.
Roth parece huir de dar voz a personajes femeninos si estos no son variaciones de su personaje central, casi siempre un alter ego del propio autor. Cuando Roth escribe lo hace desde su experiencia, en una ficción autobiográfica, una ficción fingida.
Sus personajes masculinos son él mismo y la voz de las mujeres aparece sólo para completarle, de manera figurada, como eje de pensamientos y recuerdos, como acicate de lo que el personaje central piensa, siente o hace.
Franz Kafka, el autor que posiblemente mejor ha descrito los miedos del hombre actual, escribía con un sentido peso autobiográfico. Su desastrosa vida sexual y sus relaciones tardías con mujeres cuando su enfermedad era incurable quedan patentes en su obra.
La voz femenina apenas aparece en sus libros y cuando lo hace es para hacer ver lo que provoca en sus protagonistas, sin dar más trascendencia a lo que la mujer diga, por qué lo diga o la manera en la que lo diga. Lo que importa es lo que la figura femenina suponga para el devenir del personaje, siempre alter ego del propio autor, y la influencia que ejerza sobre él su presencia, que a la postre siempre es ejercida también sobre la propia trama. Basta nombrar la figura femenina en obras como América, en la que un muchacho ha de viajar a estados unidos para alejarse de su familia, que le acusa de deshonrarla por haber tenido una aventura con la criada. O el personaje de Frieda en El castillo, que revolotea en torno al protagonista masculino por ser éste quien es, el agrimensor, y que provoca en él las pulsiones sexuales que desvirtuar el origen de su cometido y le hacen preguntarse por su propia influencia sobre los demás. O la muchacha que cuida del Juez en El proceso, que representa el único momento de sosiego en el torbellino que supone toda la trama y su narración para su protagonista.
Pero es la mujer, cuando escribe sobre sí misma, la que realiza un ejercicio dotado de efecto clarificador sobre sí mismas, imposible de ver en un autor masculino que escribe sobre mujeres.
Las mujeres que escriben sobre mujeres suelen ser leídas sobre todo por mujeres.
La mismas normas sociales que procesaron a Flaubert fueron las que poco antes habían hecho que las hermanas Brontte o Jane Austen, o algo posteriormente Virginia Wolf, intentaran escapar de ellas dotando sus obras de una sensibilidad tan extrema que sólo pudiera salir de una pluma femenina, y que fueron su principal herramienta para salvaguardarse y expresarse en una sociedad que les negaba otras maneras de hacerlo. Sensibilidad que hoy crearía obras distintas como distintas son las circunstancias actuales, pero salidas del mismo germen, como se aprecia en autoras como la premio Nóbel Doris Lessing o la malograda Patrizia Runfola.
Así, los hombres que escriben sobre hombres suelen ser leídos sobre todo por hombres.
Por la diferencia de conceptos sobre sexualidad, las mujeres que escriben sobre sexo suelen practicar esta literatura de la misma forma que conciben el sexo, de una manera más sentimental de como lo hacen los hombres. Por ello las escenas sexuales o las novelas eróticas tienen componentes tan sumamente dispares cuando son escritas por hombres o por mujeres.
En conclusión, los hombres que escriben sobre mujeres tienen mayores dificultades para hacerlo de manera veraz que las mujeres que escriben sobre hombres. Los hombres intentan comprender ese halo de intimismo y sensibilidad, pero lo hacen desde el único punto de vista capaz que tienen, el suyo propio; el de los hombres. Su imposibilidad de arraigar esos sentimientos es la imposibilidad de acercarse a ellos como sólo una mujer lo haría. De ahí ese incondicional halo misterioso y casi metafísico que ha acompañado a la mujer en la literatura masculina a lo largo de su historia. La musa, el amor incomprendido, la pasión desenfrenada, y demás conceptos literarios han sido usados durante siglos por escritores sin que demasiados fueran los que llegaran a ser capaces de pensar en qué demonios pensaría la musa sobre el escritor que así la considerara, qué cavilaría esa mujer que no quiere un amor que no ha pedido y que el escritor llama incomprendido, o en qué piensa esa mujer sobre la desenfrenada pasión de un hombre excesivo, concibiendo ella dicha pasión en términos mucho más sosegados o femeninos.
No es raro escuchar hablar a un escritor sobre la feminidad en la literatura como una inaccesible e inagotable fuente de inspiración. Y es que alguien dijo en una ocasión que en realidad “los hombres que escriben sobre mujeres lo hacen porque en realidad anhelan conocerlas.
Atreverse con este asunto es de valientes. Me ha encantado tu texto, Fley, por la inspirada puesta en relación de obras y autores (y miradas y perspectivas) y la coherencia del resultado. Me resulta imposible no discrepar en algunos aspectos pero el debate es tan maximalista que habría que ponerse de acuerdo en demasiados términos y principios antes de empezar intercambiar opiniones. Así que probablemente sea preferible quedarme con lo mucho que he disfrutado leyéndote.
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