El gallo de Sócrates. Leopoldo Alas "Clarín" - hierbamora



Imagínate por un momento en la tremenda y vital situación, radical donde las haya, de escuchar las últimas palabras, -la voluntad que se dice-, de un gran amigo, o persona allegada. Tú eres el depositario de su último deseo, y por tanto, tú, el responsable de cumplirlo. A primera vista, nada hay de sorprendente en ello, lo harás, es de lo que se trata, ¿no es cierto? Si nuestro padre nos reclama cuidar a nuestra madre, si no quiero ser alguien díscolo y sí, pródigo, intentaré en todo momento mimarla; si nuestro amigo ha dejado “algo” sin devolver, nada más sensato que el retorno inicial de la cosa en cuestión; incluso, si lo que se ha de satisfacer es una deuda económica, excesiva o no, -relativa cuestión en vaivén del bolsillo propio-, nos esforzaremos por todos los medios de subsanar ese recibo. Pero, ¿y si lo que se nos pide hacer, no es ni fácil ni difícil, sino simplemente ambigüo?

De este tipo de voluntades trata el cuento a analizar, El gallo de Sócrates de Leopoldo Alas (1852-1901), obra póstuma, cuyo seudónimo Clarín, es más que conocido, y en similar perplejidad se encuentra nuestro protagonista: Critón, discípulo de Sócrates. La historia comienza en el lecho de muerte del filósofo ágrafo, y la pronunciación de sus últimas palabras: “Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda”. Y ahí va Critón, como buen discípulo de sus teorías -otra cosa es que finalmente las entendiera-, dispuesto a cumplir el cometido y último encargo de Sócrates. Que los mitos sean mitos, y tengan carácter simbólico, y la conocida y célebre ironía socrática, son detalles que a Critón se le pasó por alto; ¿detalles sin más?


Por otro lado, el mensaje va dirigido a Esculapio, dios de la Medicina, al que supuestamente quiere agradar Sócrates, respetuoso siempre con el culto popular o religión oficial. Pero Critón, ¡despierta!, ¿acaso has olvidado ya la sentencia del maestro, los motivos que lo llevaron a su muerte, y a la condena fatal de beber la cicuta? Te lo recordamos nuevamente: tu maestro, Sócrates, fue sentenciado por “no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud”. Ese fue el dictamen.

Pero Critón andaba ofuscado con la idea de sacrificar a un gallo para entregárselo al dios en señal de agradecimiento, ¿pero de qué?, debió preguntarse, y no hizo; y quizá pensó también, -un animal no racional, por tanto sin alma-, no influiría en demasía en el acontecer de la vida, o la Providencia, y ¡zas!, como en un golpe de suerte, de pronto, un gallo se le cruza por el camino. Pero atención: no es un gallo cualquiera. Era un gallo que parecía huir despavorido -¡tal es la suerte de éstos animales!-. Critón se siente feliz ante tal hecho, y sabe, o cree sentir, que ese animal, ese gallo y no cualquier otro es el que busca. “La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a la voluntad de los dioses”.

Aquí empieza la odisea del cuento, la trama principal, el punto álgido del relato, del que no quiero destripar, pero sí invitar a leer, tanto por su brevedad como por su talento y agudeza narrativa. Y es que aquí el autor de La Regenta (1884-1885) hace de las suyas, y como excelente cuentista sagaz y mordaz, se las arregla para burlarse de muchas cuestiones. Veámos cuáles: por un lado, el tema de las supersticiones, en contraste con la filosofía (“porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiones que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril”), la hipocresía, o imitación de las formas, ya que Critón pretende pasar a la historia como el mejor discípulo, (“Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo”), y la inutilidad o el absurdo de los sacrificios ("petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre”).

Pero, ¿qué tiene de particular éste cuento? Lo más estrambótico, y peculiar del texto es que el gallo, el otro protagonista, tiene el don de la palabra, ¡y vaya como habla!. Se trata nada menos que del gallo del corral del sofista Gorgias. Aparentemente no nos parece un cuento realista sin más -movimiento literario al que perteneció Clarín-, pero no olvidemos, o señalemos, que además de que el realismo aspiraba a describir objetivamente a las personas, y a la sociedad, fuera ya de una ambientación imaginativa, romántica o pintoresa, muestra una actitud analítica y crítica. Y aquí hay que mencionar que Clarín fue el crítico más vigente de su época, adquiriendo gran popularidad sus artículos literarios y satíricos. Intelectual independiente, desarrolló una literatura comprometida políticamente, simpatizando con el libre examen, el espíritu reformador (“krausismo”), y un republicanismo liberal, rasgos que le valieron más de un enemigo -sus mayores opositores fueron Pedro Antonio de Alarcón y José María de Pereda, los cuales llegaron a calificarlo de “inmoral”-, y grandes disgustos, -aunque ganó las oposiciones a una cátedra de la Universidad de Salamanca, no pudo tomar posesión de ella debido a la injusta intervención del ministro de Fomento, que se vengó así de las sátiras que el escritor zamorano le había dirigido desde la prensa-.




Caricatura de Clarín en que se ilustra la capacidad crítica de sus escritos.


Lo que está claro es que sus escritos siguen siendo de gran actualidad. Leamos este cuento. Un relato divertido, una parodia simpática a los filósofos, y una amalgama de ocurrencias. Un relato para sonreír, pensar y disfrutar. Os lo aconsejo.

Para acabar, una anécdota, referente al sentido y literalidad de las palabras. Después que Platón hubo definido al hombre como un animal bípedo sin plumas, Diógenes desplumó un gallo, y llevándolo a la escuela, dijo: "Aquí tenéis el hombre de Platón" (Diógenes Laercio).

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